El Imperio De La Mafia

El Imperio De La Mafia

Capítulo 1

Italia, época actual.

Las colinas toscanas parecían dormir bajo el sol de la tarde, como si no supieran —o prefirieran ignorar— los negocios turbios que se tejían entre las sombras de sus caminos serpenteantes del pueblo. Allí, en una imponente villa rodeada de cipreses y muros antiguos, se gestaba una tregua… a costa de una vida.

Leonardo De Santi se encontraba de pie frente a los amplios ventanales de su despacho, con las manos cruzadas a la espalda y la mandíbula apretada. Su silueta imponente se recortaba contra la última luz del día, proyectando una sombra alargada sobre el suelo de mármol. Medía un metro noventa y su cuerpo, entrenado con disciplina militar, combinaba fuerza y elegancia. Sus hombros anchos y espalda recta hablaban de una autoridad que no necesitaba gritar para hacerse sentir.

Llevaba una camisa blanca, perfectamente planchada, que dejaba entrever los músculos tensos de sus brazos. El primer botón desabrochado revelaba apenas una cadena de oro fino, discreta, pero valiosa. Su cabello rubio, cortado al ras como el de un soldado, brillaba con reflejos dorados bajo el sol del atardecer. Tenía un rostro anguloso, con pómulos marcados, nariz recta y una barba de un par de días que le daba un aire salvaje y atractivo al mismo tiempo. Pero eran sus ojos lo que más imponía: celestes, helados, como si pudieran atravesar a cualquiera con una sola mirada. No parpadeaban. Observaban el jardín con la misma frialdad con la que juzgaba el mundo.

Por fuera parecía tranquilo, casi estatua, pero en su interior hervía una tormenta contenida. La impaciencia lo carcomía. Su mente, siempre en control, iba más rápido que sus emociones. Era un hombre acostumbrado a mandar, a tenerlo todo bajo su dominio, y odiaba esperar. A primera vista, Leonardo podía parecer solo un líder más de la mafia, pero bastaba compartir unos minutos con él para entender que no era como los otros. Calculador, implacable, pero también capaz de un extraño tipo de lealtad hacia quienes lograban cruzar la muralla de su desconfianza. Y esa era una hazaña que pocos conseguían.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Francesco, su primo y consejero más leal, sentado en el sillón frente al escritorio. Tenía unos años menos que Leonardo, el mismo temple firme, pero con una mirada más cálida y pensativa.

—Tan seguro como de que Enzo Moretti se me arrodilló esta mañana para evitar la muerte —respondió Leonardo, sin girarse—. Este es el precio de su traición, y lo va a pagar. Con sangre… o con carne.

Francesco no respondió enseguida. Sabía que discutir con Leonardo era como hablarle a una estatua de mármol: no se movía, no cambiaba, no retrocedía. Pero aun así, a veces lo intentaba.

—Es su hija, Leo.

—Y yo iba a volarle la cabeza esta semana. ¿No te parece que salió ganando?

El silencio volvió a instalarse en el despacho, denso y pesado. Francesco desvió la mirada hacia una de las fotografías enmarcadas sobre la repisa: los dos, de niños, corriendo por la finca de su abuelo, antes de que la mafia les reclamara la vida. Él y Leonardo eran más hermanos que primos, unidos por años de lealtad, sangre derramada y secretos compartidos.

Mientras tanto, a kilómetros de allí, un auto negro avanzaba por una carretera secundaria. En el asiento trasero, Pia Moretti miraba por la ventanilla con la mandíbula tensa. Sus ojos verdes, tan intensos como las hojas nuevas de primavera, no parpadeaban. Su cabello pelirrojo caía en ondas rebeldes sobre sus hombros, sin domar, como ella.

—No entiendo cómo tenés la cara para venir sentado conmigo —le dijo, sin mirarlo, a Enzo, su padre, que iba a su lado.

Él no contestó. Sabía que cualquier palabra que dijera sería triturada por el resentimiento de su hija. Aun así, intentó hablar:

—Es por tu seguridad, Pia.

—¡Mi seguridad! —explotó, girándose bruscamente—. ¿Me estás vendiendo a un asesino para que no te mate, y decís que es por mi seguridad?

El chofer tensó las manos al volante. El silencio se hizo incómodo.

—No va a hacerte daño —insistió Enzo—. Leonardo… prometió que iba a cuidarte.

—¿Y vos le creés? ¿A él?

—Es un hombre de palabra.

Pia se rio sin alegría. Quería gritar, romper la ventanilla, saltar en medio de la carretera. Pero sabía que no tenía a dónde huir. Su padre la había condenado.

Cuando llegaron a la villa De Santi, dos hombres armados los esperaban junto a la entrada. Uno de ellos, alto, de cabello castaño y gesto serio, abrió la puerta para que bajara. Era Vittorio, uno de los guardaespaldas de Leonardo. Nadie le había explicado nada, solo que debía proteger a la chica con su vida. No preguntó. En ese mundo, las preguntas sobraban.

Pia bajó con la cabeza en alto, el mentón firme y los ojos encendidos. Si iba a ser entregada como una maldita oveja al matadero, lo haría con dignidad. Enzo bajó detrás, visiblemente nervioso. Vittorio los guió por los pasillos de mármol, cruzando estatuas, alfombras orientales y cuadros antiguos. Pia no dijo una sola palabra, pero su mirada registraba todo. No olvidaría ni un solo rostro.

Leonardo los esperaba al pie de la escalera principal. Llevaba un traje negro, impecable. Cuando la vio, inclinó apenas la cabeza.

—Bienvenida a tu nuevo hogar, Pia.

Ella no respondió. Caminó hacia él, deteniéndose a un paso. Lo miró a los ojos, sin miedo.

—Tocame, y te arranco la lengua.

Francesco, que observaba desde un rincón, ahogó una sonrisa. Leonardo no se inmutó. Su rostro permaneció sereno, pero sus ojos brillaron con un destello oscuro.

—Eso no será necesario… si sabés comportarte.

Pia dio un paso hacia atrás, como si su sola presencia la contaminara.

—Mi comportamiento no es tu problema. Yo no elegí estar acá.

—Tu padre sí.

Los tres se giraron hacia Enzo, que parecía más viejo que hacía una hora. Tenía el rostro pálido y el sudor en la frente. Leonardo se acercó a él y le extendió la mano.

—El acuerdo está cumplido.

Enzo la estrechó con un leve temblor. Pia observó la escena como si viera a dos demonios cerrar un trato. Su padre ni siquiera se atrevía a mirarla.

—Andate —le dijo, con la voz baja pero cortante.

—Pia…

—¡Andate, te dije!

Enzo tragó saliva y se giró. Vittorio lo escoltó de vuelta al auto. Antes de subir, Enzo se atrevió a mirar hacia la entrada una última vez. Pia ya no estaba.

Leonardo la condujo hasta una habitación en el ala este de la villa. Era amplia, con una cama elegante, un balcón con vista al jardín y un baño privado. No era una celda… pero se sentía como una jaula.

—Tendrás todo lo que necesites —dijo él, antes de salir—. Pero no salgas sin permiso.

Ella no contestó. Cuando se quedó sola, cerró la puerta con fuerza y apoyó la frente contra la madera. No iba a llorar. No iba a darle ese gusto.

En el pasillo, Francesco se le acercó a Leonardo en voz baja.

—¿Estás seguro de que esto no va a explotarte en la cara?

—No. Pero si lo hace, al menos sabré que lo intenté.

—¿Intentaste qué?

Leonardo no respondió. Sus pensamientos eran un torbellino. La imagen de Pia lo había impactado más de lo que quería admitir. No se parecía a ninguna mujer que hubiese conocido. Tenía furia, orgullo, fuego en los ojos. No era una víctima sumisa. Era una especie de tempestad encerrada en un cuerpo hermoso.

Y él tenía la llave para hacerla explotar cuando fuese necesario.

Mientras tanto, Pia, sentada en el borde de la cama, observaba el balcón. Afuera, el sol empezaba a ocultarse tras los cipreses. Había sido entregada como un objeto. Pero no iba a dejarse dominar. Si creían que podían quebrarla, estaban muy equivocados.

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Comments

Mourad Ayad

Mourad Ayad

jdr es un comienzo muy pegadizo /Bye-Bye//Ok//Plusone/

2025-04-18

1

Nancy Parraga

Nancy Parraga

interesante

2025-04-15

1

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