Mariel, hija de Luciana y Garrik.
Llego a la Tierra el lugar donde su madre creció. Ahora con 20 años, marcada por la promesa incumplida de su alma gemela Caleb, Mariel decide cruzar el portal y buscar respuestas, solo para encontrarse con mentiras y traiciones, decide valerse por si misma.
Acompañada por su hermano mellizo Isac ambos inician una nueva vida en la casa heredada de su madre. Lejos de la magia y protección de su familia, descubren que su mejor arma será la dulzura. Así nace Dulce Herencia, un negocio casero que mezcla recetas de Luciana, fuerza de voluntad y un toque de esperanza.
Encontrando en su recorrido a un CEO y su familia amable que poco a poco se ganan el cariño de Mariel e Isac.
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Capítulo 23
El rugido del dragón.
Rhazan caminó con calma.
Pero cada paso que daba, hacía temblar el pasillo con una energía que no necesitaba explicarse.
Era la clase de poder que no se ostenta… se impone.
Y cuando se detuvo frente al hombre que había osado tocar a su hija, el silencio se volvió absoluto.
Sin una palabra, Rhazan extendió una mano… y en un parpadeo, sus garras —esas garras de dragón que solo se revelaban en momentos extremos— se desplegaron, afiladas y oscuras como obsidiana.
Se cerraron con precisión sobre el cuello de aquel hombre, apretando lo suficiente para advertir, pero no para matar.
Aunque bien podría hacerlo.
Y todos ahí lo sabían.
—Tocaste a mi hija.
Amenazaste a mi sangre.
En cualquier mundo, eso es una sentencia. —murmuró Rhazan con una voz tan baja como devastadora—Pero soy padre… y me contengo.
Porque si me dejara llevar por lo que mereces, no tendrías aire en este momento para suplicar.
Así que escúchame bien: si te acercas a ella una vez más, si la miras, la nombras, o siquiera piensas en arruinarle un instante de paz… yo vendré por ti.
Y no como padre.
Sino como bestia.
Y no quedará de ti ni tu nombre.
El hombre intentó hablar, pero la presión en su cuello lo obligó a emitir solo un sonido débil y rasposo.
Rhazan soltó con lentitud.
Pero sus ojos dorados seguían clavados como cuchillas.
Valen y Faelan bloqueaban la salida sin decir nada.
Y en el otro extremo, Kael estaba de rodillas frente a Mariel.
Tomaba con delicadeza su brazo enrojecido, y con una voz suave que contrastaba con su mirada feroz, decía: —¿Te duele, mi flor?
Déjame ver… Solo un poco de presión… Sí, solo es superficial, pero te pondré algo cuando lleguemos a casa.
Hoy no dejaré que nadie te quite lo hermosa que estás.
Mariel apretó los labios, luchando contra las lágrimas, no del dolor físico, sino de la impotencia.
Pero el calor de la mano de Kael, y la furia muda de su padre dragón, le devolvieron algo más valioso que justicia: seguridad.
Pertenencia.
Protección.
Isac, sin decir palabra, se paró entre Mariel y el hombre.
Y cuando este fue empujado hacia atrás por Faelan y Valen para salir del edificio,
Isac solo murmuró con frialdad: —Deberías agradecer que fue mi padre Rhazan.
Si la hubieras tocado delante de mí… yo no habría sido tan paciente.
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El pasillo seguía envuelto en un silencio tenso, interrumpido solo por los pasos firmes de Rhazan, el crujido sutil de sus botas sobre el mármol… y la respiración acelerada de Mariel, que aún procesaba lo ocurrido segundos antes.
Sus hermanos y Kael formaban un escudo natural a su alrededor, como si el aire a su paso tuviera que ser purificado por su sola presencia.
Pero Rhazan, al ver nuevamente el brazo de su hija, detuvo su andar.
Sus ojos dorados se oscurecieron apenas, una sombra de preocupación recorriendo su mirada.
—No esperaremos a llegar a casa. —dijo con decisión, sin mirar a nadie más.
Kael retrocedió levemente, cediendo espacio.
Rhazan se acercó con solemnidad, tomó la mano lastimada de Mariel entre las suyas, y sin decir otra palabra, se llevó uno de sus propios dedos a la boca.
Con un solo colmillo, hizo una leve mordida en su pulpejo, y de la herida, brotó una gota de sangre espesa, cargada de poder antiguo y sagrado.
Con delicadeza, frotó esa sangre sobre la piel enrojecida del brazo de Mariel.
El contraste era casi simbólico: el dorado de su energía contra la piel suave de su hija marcada por la violencia.
Y a medida que la sangre se absorbía… el enrojecimiento comenzó a desvanecerse.
El ardor se fue.
El dolor cedió.
Y una cálida sensación de calma la invadió por completo.
Mariel alzó la vista, sin poder evitar el brillo en sus ojos.
—Papá…
Rhazan le sostuvo la mirada, con una ternura silenciosa.
—Nadie vuelve a hacerte daño, Mariel.
No mientras yo respire.
Y aunque no respire… me buscaría la forma de volver, solo para recordárselo, todos mis hijos son importantes y nunca dejaré de protegerlos aunque ya sean mayores.
Ella sonrió con los ojos humedecidos, mientras los dedos de Rhazan aún cubrían su mano con cuidado.
Kael observaba en silencio, orgulloso y sereno.
Isac, detrás, con los puños apretados, como si aún tuviera que contenerse de ir tras aquel hombre.
Valen cruzó los brazos, y Faelan simplemente murmuró:
—Somos cinco hermanos, pero ese idiota acaba de invocar a cinco tormentas—Mariel soltó una risa suave, aliviada, amada, protegida.
Y mientras el dolor en su piel desaparecía… algo más crecía dentro de ella: fuerza.
Porque el amor de su familia no solo la envolvía, la reconstruía.
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A pesar del incidente, Mariel se mantuvo firme.
No dejaría que una amenaza ensuciara lo que con tanto amor y esfuerzo había construido.
Su sonrisa volvió con cada nuevo saludo, cada apretón de manos, cada voz que la felicitaba por el concepto, el sabor, la historia detrás de Dulce Herencia.
Y sin embargo… en los márgenes de ese mundo brillante, las sombras volvían a moverse.
Esta vez fue diferente.
No fue un ataque directo.
Fue una voz empapada de veneno que la interceptó cuando Mariel salió un momento al jardín decorado del recinto.
Estela, con el ceño fruncido y los labios tensos, caminó hacia ella como si aún tuviera algún derecho sobre algo.
—¿Te parece poco? —soltó, sin saludar— No solo humillas a mi familia con tu presencia, ahora pretendes quedarte en esta ciudad como si fueras alguien importante.
Déjame aclarártelo, niña: esto no es un cuento de hadas.
Este mundo no es para ti.
Y mucho menos para tu “familia extraña”.
Vete.
Llévate tu marca.
Y aléjate de Caleb antes de que termines arrastrándolo contigo.
Mariel, serena, la miró con una mezcla de lástima y firmeza.
—No tienes derecho a decirme dónde pertenezco.
Y mucho menos a decirme qué hacer con Caleb.
Tú y tu padre han hecho suficiente daño.
No te debo nada.
Estela frunció más el ceño y levantó la mano, movida más por rabia que por razón.
Sus dedos temblaron apenas, pero la intención era clara.
Mariel no retrocedió, pero tampoco alcanzó a esquivarla… porque antes de que la mano descendiera, una figura surgió de la puerta del salón con velocidad certera.
Un brazo firme se interpuso entre ambas.
Unas manos sujetaron la muñeca alzada con fuerza.
—Baja esa mano.
Ahora.
Estela se quedó helada.
Reconocía esa voz.
Esa mirada.
Ese temple.
Su rostro palideció al ver a Thierry, de pie entre ellas, con el ceño fruncido y una furia silenciosa ardiendo en sus ojos.
—P… primo Thierry.
Yo solo…
—¿Solo qué? —interrumpió él, con la voz baja pero gélida— ¿Solo intentabas agredir a una invitada de honor?
¿La socia principal del proyecto más importante de nuestra empresa?
¿O solo querías completar lo que tu padre no pudo?
La mano de Thierry se mantuvo firme hasta que Estela bajó la suya, retirándola con nerviosismo.
Miró alrededor, notando cómo algunas personas comenzaban a mirar en su dirección.
—Si quieres ser tratada como parte de esta familia compórtate como tal. —dijo él, dando un paso adelante.
—Pero si vuelves a tocarla, si vuelves a insultarla, no me importará tu embarazo, ni tu apellido, ni tu sangre.
Te sacaré de aquí.
Personalmente.
Estela retrocedió un paso, más por miedo que por convicción.
Miró a Mariel una última vez, pero esta vez no con desprecio, sino con rencor contenido y… algo de temor.
Luego giró y se marchó, tragando su rabia.
Thierry respiró hondo.
Se giró hacia Mariel, que no había pronunciado palabra.
Su expresión se suavizó al verla.
—¿Estás bien?
Mariel asintió con una leve sonrisa, aunque sus ojos aún brillaban por el coraje.
—Gracias por llegar justo a tiempo.
Otra más y habría tenido que defenderme… aunque fuera en vestido.
Thierry soltó una risa baja.
Pero su mirada seguía fija en ella, con algo nuevo… algo más personal.
—Créeme, nunca dejaré que estés sola en esto.
Nunca.