Nunca imaginé que una simple prueba de embarazo cambiaría mi vida para siempre. Mi nombre es Elizabeth, y hace unos meses, mi vida era completamente diferente. Trabajaba como asistente ejecutiva para Alexander, el CEO de una de las empresas más importantes del país. Alexander era todo lo que una mujer podría desear: inteligente, carismático y extremadamente atractivo. Nuestra relación comenzó de manera profesional, pero pronto se convirtió en algo más. Pasábamos largas horas juntos en la oficina, y poco a poco, la atracción entre nosotros se volvió innegable.Nuestra relación terminó abruptamente cuando Alexander decidió que era mejor para ambos si seguíamos caminos separados. Me dejó con el corazón roto y una promesa de no volver a cruzar nuestros caminos. Pero ahora, con un bebé en camino, mantener ese secreto se vuelve cada vez más difícil.Decidí no decirle nada a nadie, especialmente a él. No podía arriesgarme a que esta noticia se filtrara y arruinara su carrera.
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LOS ÚLTIMOS DÍAS JUNTO A DANIEL
Elizabeth
Los días que siguieron a la recaída de Daniel estuvieron llenos de una intensa montaña rusa emocional. Era consciente de que el tiempo que teníamos juntos se había reducido significativamente, lo que hacía que cada instante se volviera aún más valioso y significante. Desde entonces, me esforzaba por estar a su lado la mayor parte del tiempo, dedicando mis esfuerzos a asegurarme de que se sintiera lo más cómodo posible y rodeado de cariño y apoyo en todo momento. Cada pequeño gesto, cada palabra de aliento y cada silenciosa compañía se convertían en tesoros que atesorábamos, sabiendo que el reloj corría y que la conexión que compartíamos era un rayo de luz en esos momentos difíciles.
Una tarde soleada, mientras nos encontrábamos cómodamente sentados en el jardín disfrutando de unos refrescantes vasos de limonada, se acercó la señora María, la ama de llaves que, desde años, había desempeñado un papel fundamental en nuestras vidas, actuando como una segunda madre para Daniel. Ella llevaba en sus brazos a Lucas y Sofía, cuyos rostros irradiaban alegría al vernos. Daniel, al reconocerlos, no pudo evitar esbozar una amplia sonrisa.
—¡Hola, mis pequeños!, —exclamó Daniel con ternura, mientras extendía sus brazos para tomar a Sofía en un cálido abrazo. Mirando a ambos niños con un brillo de nostalgia en sus ojos —Ojalá pudiera tener más tiempo para verlos crecer y disfrutar de cada uno de sus momentos. La dulzura de su voz resonaba en el aire, creando una atmósfera de amor y conexión entre todos nosotros.
Experimenté una leve sensación de tristeza al escuchar sus palabras, pero me esforcé por mantener una sonrisa.
— Están creciendo tan rápido — respondí, acariciando suavemente la cabeza de Lucas.
Pasamos la tarde conversando y disfrutando de la compañía mutua. Los niños se quedaron dormidos en nuestros brazos, y María los llevó adentro para que pudieran descansar. Observé que Daniel mostraba signos de cansancio, así que le propuse que se recostara en mi regazo.
—Elizabeth, hay algo que necesito pedirte —dijo, tomando mi mano.
—Lo que sea, Daniel. Estoy aquí para ti —respondí, sintiendo una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Quiero que sigas adelante con tu vida y que encuentres la felicidad. Sé que aún tienes sentimientos por Alexander, y creo que mereces una oportunidad de ser feliz con él —dijo, con su voz llena de sinceridad.
—Daniel, no sé si eso es posible. Han pasado meses, y no sé si Alexander aún siente lo mismo —respondí, sintiendo una oleada de incertidumbre.
—Lo sé, pero creo que vale la pena intentarlo. Quiero que seas feliz, Elizabeth, y si eso significa estar con Alexander, entonces deberías buscarlo —dijo con una sonrisa triste.
—Solo prométeme que lo considerarás — dijo, apretando suavemente mi mano.
— Te lo prometo, Daniel. Ahora descansa un poco. Ha sido un día largo —le dije con ternura.
—Gracias, Elizabeth —respondió mientras se acomodaba en mi regazo.
Estuvimos conversando sobre nuestros recuerdos y los momentos de felicidad que habíamos compartido a lo largo de los años. Daniel comenzó a relatarme diversas historias de su infancia, relatos que estaban llenos de nostalgia y que mostraban lo importante que era María en su vida. Él recordaba cómo ella siempre había estado a su lado, apoyándolo en cada paso que daba.
Conforme avanzaba la conversación, noté que su voz se volvía cada vez más tenue y apagada, como si la energía que antes destilaba se desvaneciera lentamente. Observé con atención que, en un momento dado, dejó de contestar mis preguntas, quedándose en silencio.
—Daniel — lo llamé con un tono suave y lleno de preocupación, esperando que regresara a la conversación. Sin embargo, no obtuve respuesta alguna. —Daniel — repetí, esta vez con un tono más urgente, sintiendo que la conexión entre nosotros se desvanecía en el aire.
Sentí un escalofrío recorrerme cuando, de repente, me di cuenta de que Daniel había dejado de respirar. El pánico se apoderó de mí en ese instante.
—¡Daniel! —grité con todas mis fuerzas, esforzándome por despertarlo, pero su cuerpo permanecía inmóvil y silencioso. No obtuve respuesta alguna, y la angustia empezó a inundar mi ser. Cada segundo parecía una eternidad mientras la desesperación crecía en mi pecho.
—¡María! —grité, sintiendo cómo mi voz se rompía por el miedo que me invadía. En ese instante, María salió disparada hacia mí en cuanto oyó mi grito.
—¿Qué ocurre? —preguntó, mostrándose visiblemente alarmada.
—¡Llama a la ambulancia! Daniel no está respirando —le respondí, esforzándome por mantener la calma a pesar de que mi voz traicionaba claramente el pánico que sentía en mi interior.
María actuó con rapidez y no dudó en llamar a la ambulancia de inmediato. Mientras esperábamos su llegada, intenté realizarle maniobras de reanimación cardiopulmonar a Daniel, pero, lamentablemente, no mostraba ninguna señal de respuesta. Cada minuto que pasaba se sentía interminable, como si el tiempo se hubiera detenido, hasta que por fin empezamos a escuchar el sonido lejano de las sirenas que se acercaban rápidamente.
Los paramédicos arribaron con eficiencia y se hicieron cargo de la situación de inmediato. Sin pensarlo dos veces, decidí subirme a la ambulancia con ellos, sin quitar la vista de Daniel ni un momento. En mi pecho, mi corazón latía con fuerza, una mezcla intensa de miedo y esperanza que me atenazaba.
En el hospital, el tiempo transcurrió de manera interminable. Ocupé un asiento en la sala de espera, con las manos temblorosas y el corazón oprimido. Finalmente, un médico se acercó a mí con una expresión grave.
—Lamento profundamente informarle —comenzó, con un tono suave—. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance, pero lamentablemente no pudimos salvarlo.
Sentí como si el mundo que conocía se estuviera desmoronando a mi alrededor. Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos de manera incontrolable, y pronto me vi completamente abatida, llorando con desesperación. La angustia que me invadía era tan abrumadora que, en medio de ese torrente de emociones, perdí el conocimiento y terminé desmayándome en el hospital.
Cuando finalmente desperté, me encontré rodeada de un ambiente lleno de preocupación. A mi lado estaban Laura, y María. Laura me apretó la mano con ternura y fijó en mí una mirada repleta de compasión y apoyo, como si intentara transmitir todo su aliento y fuerza a través de ese simple gesto.
—Estoy aquí contigo —dijo Laura, su voz era un consuelo en medio de mi dolor.
María, con su presencia calmante, me abrazó y me susurró palabras de consuelo. Sentí que, aunque el dolor era inmenso, no estaba sola.
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