Alice Crawford, una exitosa pero ciega CEO de Crawford Holdings Tecnológico en Nueva York, enfrenta desafíos diarios no solo en el competitivo mundo empresarial sino también en su vida personal debido a su discapacidad. Después de sobrevivir a un intento de secuestro, decide contratar a Aristóteles, el hombre que la salvó, como su guardaespaldas personal.
Aristóteles Dimitrakos, un ex militar griego, busca un trabajo estable y bien remunerado para cubrir las necesidades médicas de su hija enferma. Aunque inicialmente reacio a volver a un entorno potencialmente peligroso, la oferta de Alice es demasiado buena para rechazarla.
Mientras trabajan juntos, la tensión y la cercanía diaria encienden una chispa entre ellos, llevando a un romance complicado por sus mundos muy diferentes y los peligros que aún acechan a Alice.
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Capítulo 23 Vínculos Renovados
Alice estaba sentada en la amplia sala de su casa, sumida en un libro en braille. Se trataba de una obra de ciencia ficción, “Dune”, de Frank Herbert, una historia que le ofrecía un escape a mundos lejanos y peligrosos, cargados de misticismo y desafíos que a veces le recordaban sus propios obstáculos. Aunque la historia le resultaba familiar, esta vez la estaba redescubriendo en una versión táctil, siguiendo las palabras con las yemas de sus dedos, como si el universo de Arrakis se construyera en su mente a través de cada punto en relieve.
Estaba absorta en un pasaje cuando el sonido del elevador la distrajo. Alice levantó la cabeza, percibiendo los pasos ligeros y enérgicos que se acercaban. La puerta se abrió, y los gemelos, Nathan y Sophie, entraron al departamento.
—¿Son ustedes, chicos? —preguntó Alice, esbozando una sonrisa mientras cerraba el libro y lo dejaba a un lado.
—Sí, mamá —respondió Natasha, con una sonrisa en la voz, como siempre lo hacía para que su madre la reconociera al instante.
Sophie se acercó primero, tomando las manos de Alice en un saludo cariñoso. Luego, Nathan, más reservado, se inclinó y la abrazó brevemente. Alice acarició su rostro, notando cómo había crecido, cómo el pequeño niño que solía ser ahora tenía la complexión de un joven.
—¿Cómo está su padre? —preguntó Alice, buscando una conexión, aunque en el fondo le dolía no poder ver cómo habían cambiado sus hijos.
—Bien —respondió Nathan, acomodándose en el sofá con una expresión de aparente desinterés, aunque Alice percibió una ligera tensión en él—. Nos dejó abajo y dijo que ya éramos suficientemente grandes para entrar solos.
Alice esbozó una sonrisa, casi nostálgica, recordando los días en que siempre estaban pendientes de los gemelos, acompañándolos hasta la puerta.
—Bueno, eso es cierto —asintió, divertida, y se volvió hacia Nathan con una sonrisa afectuosa, notando su postura de “chico grande” en cada palabra.
Justo en ese momento, Aristoteles llegó, su presencia como siempre segura y reconfortante. Alice se levantó suavemente, deslizando las manos por su vestido para alisarlo.
—Sophie, cariño, ¿me acompañas a la habitación un momento? —preguntó Alice, extendiendo la mano para que su hija la tomara y guiara.
Sophie, aunque algo sorprendida, asintió. La conexión que solían compartir se había diluido con el tiempo, y aunque Alice lamentaba esta distancia, había aprendido a respetar el espacio de sus hijos.
Antes de dirigirse a la habitación, Alice se volvió hacia Nathan con una sonrisa.
—Nathan, cariño, ¿por qué no conversas un poco con Aristoteles? Estoy segura de que tiene cosas interesantes que contarte.
Nathan levantó una ceja, miró a Aristoteles y luego asintió, con una mezcla de curiosidad y timidez en la mirada.
Alice y Sophie avanzaron por el pasillo hasta la habitación. Alice abrió la puerta y dejó que el olor familiar de su perfume y los recuerdos de aquellos momentos entre madre e hija las envolvieran. Una vez dentro, cerró la puerta y buscó el tocador con las manos, encontrando el peine que solía usar para arreglar el cabello de Sophie cuando era pequeña.
—¿Te importa si… si te peino, como cuando eras niña? —preguntó Alice, un toque de nostalgia y ternura en su voz.
Sophie asintió suavemente, tomando asiento frente a su madre. No estaba segura de por qué su madre quería hacer esto después de tanto tiempo, pero algo en ella sentía que lo necesitaba tanto como ella misma. Alice deslizó el peine por el cabello de Sophie con movimientos lentos y cuidadosos, disfrutando de la textura suave y sedosa bajo sus dedos.
—Recuerdo cuando eras pequeña y siempre pedías trenzas, Sophie —comenzó Alice, rompiendo el silencio—. Me decías que querías ser una princesa guerrera… aunque nunca te duraba mucho la peinada.
Sophie rió suavemente, el sonido mezclado con un toque de vergüenza y cariño.
—Sí, creo que siempre fui bastante salvaje para los peinados… —respondió ella, dejando que su madre peinara con calma, recordando aquellos tiempos cuando todo era más simple.
—Me encantaba peinarte, aunque fuera solo por un rato —continuó Alice, su tono más serio—. Eran esos momentos en los que sentía que te podía cuidar, proteger, y que siempre estarías cerca de mí.
Sophie bajó la mirada, tocada por las palabras de su madre. Sentía cómo el peso de la distancia que se había ido formando entre ellas le afectaba también a Alice, y en ese momento, quiso hacer algo para cerrar esa brecha.
—Mamá… siento que a veces me alejo, pero no es porque quiera hacerlo. —Sophie tomó la mano de Alice entre las suyas—. Te extraño, y a veces simplemente no sé cómo acercarme de nuevo.
Alice sonrió, sus dedos acariciando la mejilla de su hija, un gesto que estaba lleno de cariño y comprensión.
—Lo sé, mi amor. Y aquí estoy, para cuando lo necesites. —Alice la abrazó suavemente, sintiendo cómo esa brecha entre ambas se desvanecía, al menos en ese momento.
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Mientras tanto, en la cocina, Aristoteles y Nathan estaban de pie en un silencio algo incómodo. Aristoteles, percibiendo el nerviosismo del muchacho, fue hacia el refrigerador y sacó una jarra de agua. Sirvió un vaso y se lo tendió a Nathan, que lo tomó con algo de timidez, pero con un atisbo de curiosidad.
—¿Eres griego? —preguntó Nathan, rompiendo el silencio mientras jugaba con el vaso en sus manos.
Aristoteles asintió, sonriendo ante la pregunta directa de Nathan.
—Sí, de un pequeño pueblo en el Peloponeso, al sur de Grecia. —Lo dijo con un toque de nostalgia, recordando los paisajes, el sol dorado sobre las colinas y el aroma a olivo en el aire—. Viví allí hasta los dieciocho años, cuando me uní al ejército.
Nathan se mostró interesado y miró a Aristoteles con una mezcla de respeto y curiosidad.
—¿Te fuiste tan joven? —preguntó, y Aristoteles asintió.
—Sí, tenía muchas ganas de explorar el mundo, y el ejército me dio esa oportunidad. —Aristoteles hizo una pausa, observando a Nathan antes de continuar—. Aprendí mucho en esos años… disciplina, lealtad, y, sobre todo, a proteger a quienes me importan.
Nathan lo miró con respeto, sin perder detalle de sus palabras.
—Debe haber sido duro —comentó, impresionado—. ¿Te arrepientes de haberte ido?
Aristoteles negó con la cabeza, sonriendo ligeramente.
—No, fue un camino que elegí, y aunque hubo momentos difíciles, cada experiencia me ha llevado hasta donde estoy ahora. —Tomó un sorbo de agua antes de continuar—. He tenido que enfrentar muchas cosas, pero… a veces, los desafíos nos muestran de qué somos capaces.
Nathan asintió, pensativo, admirando la calma con la que Aristoteles hablaba. Sentía que había algo en él, una fuerza tranquila que le inspiraba respeto.
—¿Y qué te trajo aquí, a trabajar para mamá? —preguntó, genuinamente interesado.
Aristoteles mantuvo su mirada en Nathan, considerando su respuesta.
—Quería un cambio, y tu madre… bueno, ella necesitaba a alguien que la cuidara. Creo que desde el primer momento sentí que era algo que debía hacer.
Nathan asintió, y un pequeño silencio se formó entre ellos, uno que no era incómodo, sino lleno de entendimiento. Sentía que Aristoteles era alguien en quien podía confiar, alguien que había elegido estar ahí no solo por un trabajo, sino por algo más profundo.
En ese momento, Alice y Sophie salieron de la habitación, riendo suavemente. Aristoteles levantó la vista y encontró a Alice, quien, aunque no podía verlo, parecía sentir su mirada sobre ella. Sonrió levemente, y él le devolvió el gesto, dejando que un sentimiento de paz y cercanía inundara el ambiente.
Alice avanzó hacia ellos, tocando el brazo de Aristoteles, y él le tomó la mano con suavidad, en un gesto protector pero lleno de respeto. Sus miradas se cruzaron en un instante de complicidad silenciosa, donde las palabras no eran necesarias. La presencia de él era todo lo que Alice necesitaba para sentirse segura, y Aristoteles lo sabía, porque en cada momento que estaba cerca de ella, sentía que finalmente había encontrado un propósito claro en su vida.
Por otra parte está Aristóteles....wao, todo en él grita "soy Griego", hasta el nombre
sugiero que coloques imágenes de tus personajes. gracias, ánimo