Cristóbal Devereaux, un billonario arrogante. Qué está a punto de casarse.
Imagínatelo. De porte impecable, a sus 35 años, está acostumbrado a tener el control de cualquier situación. Rodeado de lujos en cada aspecto de su vida.
Pero los acontecimientos que está a punto de vivir, lo harán dar un giro de 180 grados en su vida. Volviéndose un hombre más arrogante, solitario de corazón frío. Olvidándose de su vida social, durante varios años.
Pero la vida le tiene preparado varios acontecimientos, donde tendrá que aprender a distinguir el verdadero amor. Y darse la oportunidad de amar libremente.
Acompañame en está nueva obra esperando sea de su agrado.
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No aceptó
Henry asintió, quitándose los guantes de cuero con lentitud. Se sentó frente a ella, pero no apoyó la espalda en el sillón. Mantuvo una postura tensa, como si estuviera a punto de levantarse y marcharse en cualquier momento. El silencio entre ellos duró unos segundos, roto solo por el chisporroteo del fuego.
-- Le llevé los documentos, como usted me lo indicó. Pero ella no aceptó. --
Leonora se levantó, caminando lentamente hacia la ventana. Las cortinas estaban corridas, pero ella la separó con delicadeza y miró hacia el jardín, donde la lluvia ya comenzaba a caer. Los relámpagos ardían en el cielos.
-- Te dijo. Por qué no aceptaba. --
-- No su única respuesta fue que ella solo quiere que se le permita ver a su hija. --
Leonora asintió suavemente, sin volver. Le respondió a Henry.
-- María ha sufrido más de lo que nos podemos imaginar, tal vez su negativa de no aceptar se deba a que yo tengo mucho que ver, en todo esto. --
-- ¿Qué piensa hacer señora? No creo que sería mejor hablar con Cristóbal. --
-- Lo he pensado Henry, ya soy una mujer vieja que en cualquier momento puedo partir de este mundo y no quiero llevarme este secreto a la tumba. --
-- Entonces ya está decidido. --
-- Esperaré un poco quiero que Cristóbal se dé cuenta de que está casado con la mujer correcta, que puede hacerlo feliz. --
Leonora camino hacía, Henry, y le tomó la mano entre las suyas. Su piel era, fina como el papel antiguo.
-- Le agradezco Henry, por Su amistad y saber guardar este secreto. --
La despedida fue breve. Henry abandonó la casa con pasos más lentos que los que había traído consigo. Al salir al jardín. La fina llovizna comenzaba a hacerse un poco más recia el cielo se había cubierto de nubes densas, pero el aire aún era templado. Respiro hondo, como si el aire húmedo pudiera aliviar la opresión en su pecho. Él camino de regreso a su auto le pareció más largo, las palabras de María tan amables. Como firmes aún resonaban en su mente. Pero, sin embargo, había algo que tenía que hacer. Y eso era convencer a Cristóbal, de qué Lucía pudiera ser visitada por su madre. Así Lucía podría sentirse un poco más feliz en esa mansión tan solitaria donde solo era acompañada por los empleados.
Cristóbal había llegado a su lujosa mansión, al entrar se dirigió directamente a su habitación, después de tomar una larga ducha decidió salir de su habitación. Mientras descendía las escaleras de mármol blanco con el andar medido de quién se ha convertido la elegancia en costumbre. Llevaba un libro en la mano, una edición antigua de Maquiavelo. Encuadernada en cuero, la noche transcurría con normalidad, recibió una llamada de Singapur, hasta que vio a Lucía.
Lucía apareció desde la galería que daba al ala este. Caminaba descalza, sostenida por su bastón. Sus pies desnudos contra el mármol frío, sin prisa. Llevaba puesta una camisa masculina qué caía por sus hombros, vieja con un estampado de colores brillantes, y unos pantalones de lino arrugados, atados con un cordón improvisado. El cabello recogido de forma caótica, el rostro libre de maquillaje, una expresión ausente. Como si estuviera sola en el mundo. Cristóbal se detuvo. La miró un par de segundos mientras continuaba pendiente a su llamada. Le pareció estar frente a una pintura mal colgada en su propia galería.
-- ¿Qué estás haciendo? --
Preguntó, con voz baja, pero con filo. Lucía se volvió hacía él. Con una media sonrisa que cruzó su rostro sin esfuerzo.
-- Buenas noches a ti también, Cristóbal. --
-- Lucía, estás caminando descalza por una casa revestida en mármol importado. ¿Dónde están tus zapatos? --
Ella solo se encogió de hombros, respondiendo. -- No los encontré. Y no pensé que el suelo se fuera a romper con mis pies. --
Cristóbal descendió el último escalón, con el ceño fruncido, aún sosteniendo el teléfono en su mano, y con la otra el libro.
-- Esto no es una casa de campo ni una residencia bohemia. Es mi hogar. Hay reglas. No puedes simplemente vagar por los pasillos como si estuvieras en una galería alternativa. --
Lucía lo miro de frente, con la misma calma con la que se enfrentaría al mar en una tarde sin viento.
-- No sabía que tus estándares incluían un uniforme. ¿Debió darme un código de vestimenta desde un principio. --
Cristóbal avanzó, con paso lento hacia donde estaba Lucía.
-- Estás... descompuesta. --
Cristóbal movió su mano señalando la vestimenta de Lucía.
-- Desordenada. Pareces alguien que no pertenece aquí. --
El golpe de Cristóbal fue sutil, pero. Lucía arqueó Una ceja.
-- ¿Eso es lo que te preocupa? ¿Que no encaje a la perfección en tus impecable paredes? ¿O que algún mayordomo me vea y piense qué no pertenezco a tu mundo Pulido? --
Cristóbal apretó la mandíbula. su rostro se volvió más seco más denso, era evidente que estaba molesto por las palabras dichas por Lucía, Pero rápido reaccionó respondiendo lo más sereno posible.
-- Lo que me preocupa es que conviertas esta casa en un espacio caótico. Inestable. No traigas el caos aquí. --
Lucía río, suave se paró firme frente a él.
-- No. Claro que no. Aquí no. Aquí, solo hay silencio, mármol frío y un hombre que cree que el control es amor. --
Cristóbal entrecerró los ojos, pues era evidente que entre más él le decía a Lucía, ella buscaba la manera de hacerlo enojar.
-- No empieces. --
-- ¿empezar qué? --
Ella replicó, volviéndose a parar frente, descalza aún, firme sobre el mármol.
-- ¿A recordarte que soy una persona, y no una estatua decorativa? ¿Qué tengo días buenos, días raros, y a veces quiero caminar sin zapatos porque siento que el suelo es lo único real en esta casa?
Cristóbal se quedó quieto. No por falta de palabras, sino por exceso de ellas.
-- Esto no es una simple casa, Lucía. es una extensión de mi vida, de lo que he construido. No puedo permitir que se desdibuje por. Un capricho. --
-- ¿Y yo? --
Dijo ella.
-- ¿Soy parte de lo que has construido, o solo un adorno más, como esa escultura en la biblioteca que nadie toca?
Hubo un silencio espeso, cargado, como una pausa en medio de una tormenta que se avecinaba.