Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
NovelToon tiene autorización de Daemin para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
capítulo 4: Motor en llamas
Dylan llevaba horas despierto. No había dormido un carajo. Cada vez que cerraba los ojos veía la misma imagen: el rostro sereno de Nathan soltando aquella frase absurda, como si lo tuviera todo planeado.
"Mientras tú buscas la forma de escapar, yo solo pienso en cómo hacer para que no quieras irte."
Eso lo tenía enfermo. ¿Qué clase de psicópata decía algo así con tanta calma?
Se levantó de la cama y dio un par de vueltas por el cuarto, repasando el mismo plan que había descartado anoche. Ventanas blindadas, puerta cerrada… parecía una jaula de lujo. Pero algo le decía que si no lo intentaba hoy, iba a perder la única oportunidad.
Cuando salió al pasillo, el corazón casi se le salió por la boca. La puerta estaba abierta. No mucho, apenas un hueco, como si alguien hubiera olvidado cerrarla bien.
Él no lo pensó dos veces.
—No la pienses, Dylan. Muévete. —se dijo en voz baja.
El pasillo estaba vacío. Bajó las escaleras de puntillas, cuidando que las suelas de los tenis no hicieran ruido. Desde la planta baja llegaban voces: empleados moviéndose de un lado a otro, el sonido de vajilla, puertas abriéndose y cerrándose. La casa, enorme y elegante, tenía vida, pero nadie lo estaba vigilando directamente.
Se pegó a la pared, esperando el momento justo, y cruzó la sala principal. No miró los ventanales altos ni las esculturas modernas, no tenía tiempo para eso. Solo veía la salida, aquella puerta doble que anoche lo había frustrado.
Giró la manija con cuidado. Esta vez cedió.
El aire de la mañana lo golpeó en la cara. Frío, real.
Por poco grita de alivio, pero se contuvo. Cerró la puerta con cuidado detrás de sí y corrió. No sabía a dónde, pero tenía un destino en mente: el callejón donde había dejado su auto la noche de la carrera.
La ciudad era un laberinto de calles silenciosas a esa hora. Dylan corría doblando esquinas, jadeando, con el corazón explotándole en el pecho. Se obligaba a no mirar atrás, porque sabía que si lo hacía iba a perder velocidad.
Su única motivación era la idea de subirse al auto y desaparecer.
Cuando por fin llegó al callejón, se quedó parado, incrédulo.
Ahí estaba.
Su coche.
Polvoriento, con marcas de haber estado abandonado, pero intacto. Como si el mundo hubiera conspirado para dejárselo ahí, esperando. O peor… como si alguien lo hubiera dejado a propósito.
No quiso pensarlo demasiado.
—Vamos, vamos… —balbuceó, metiendo la mano en el bolsillo.
Sacó las llaves y se lanzó al asiento. Giró la llave. El motor arrancó con un rugido áspero, casi ofendido por haber estado parado tantos días.
Ese sonido lo atravesó de pies a cabeza. Era libertad.
Aceleró, saliendo del callejón. El coche tembló al tomar la avenida, pero avanzaba firme. Dylan se mordió el labio y sonrió por primera vez en días.
—Ahora sí… adiós, loco de mierda.
Mientras tanto en La sala de juntas de Liu Motors estaba llena. Voces mezcladas, gráficas proyectadas en la pantalla, papeles por todas partes. Los socios discutían sobre costos, plazos de entrega, contratos internacionales. Todos menos Nathan, que estaba sentado en la cabecera, con el mismo aire de aburrimiento de siempre.
Ni siquiera estaba mirando los documentos. Jugueteaba con el bolígrafo entre los dedos, como si todo aquello fuera un teatro repetido demasiadas veces.
Alex, a su derecha, hablaba con seguridad frente a los demás. —Si ajustamos la logística desde Monterrey, la cadena de distribución puede acelerarse tres semanas. Y si alguno de ustedes cree que la competencia tiene la misma capacidad de producción… están soñando.
El tono era firme, seguro, casi desafiante. Y nadie lo interrumpía.
De repente, el celular de Nathan vibró sobre la mesa. Un número interno. Seguridad.
Él contestó sin inmutarse, llevándose el teléfono al oído.
—Liu.
Del otro lado, una voz nerviosa: —Señor, el joven… Dylan. Ha escapado de la mansión. Tomó un vehículo, creemos que se dirige hacia…
Nathan no dejó que terminara. Una sonrisa lenta le apareció en el rostro. Una de esas sonrisas que incomodaban porque no sabías si estaba a punto de matar a alguien o de brindar con champagne.
—Entendido. —Colgó sin más.
Todos en la mesa lo miraron, confundidos. Alex arqueó una ceja.
—¿Qué pasa?
Nathan se puso de pie, abrochándose la chaqueta con calma.
—Tengo un asunto más importante.
Los socios protestaron al instante:
—¡Pero, señor Liu, el contrato de distribución…!
—Estamos a días de la firma, no puede irse ahora.
Nathan los miró apenas, con la misma calma que un cazador que sabe que la presa no tiene salida.
—Se encargará Alex.
Y sin esperar más, salió de la sala.
El murmullo estalló entre los socios, como una jauría confundida. Alex se acomodó la corbata y los calló con un gesto de la mano.
—Tranquilos. —Su voz cortó el aire como un cuchillo, firme, sin subir el tono—. Nathan confía en mí, y ustedes también deberían hacerlo.
Uno de los socios más viejos chasqueó la lengua. —¿Y por qué deberíamos confiar en un asistente?
Alex sonrió, ladeando la cabeza.
—Porque mientras ustedes hablan, yo resuelvo.
Un silencio incómodo llenó la sala. Alex tomó el control remoto y cambió la diapositiva en la pantalla.
—Ahora, si ya terminamos con la dramatización, hablemos de números reales.
Algunos bufaron, otros cruzaron los brazos, pero nadie se levantó. Todos lo escucharon.
Mientras tanto, en el ascensor privado, Nathan ajustaba los puños de la camisa y dejaba que la sonrisa se quedara en su rostro.
—Escapar, ¿eh? —murmuró para sí mismo, divertido—. Veamos qué tan lejos llegas, gatito callejero.
El elevador se abrió en el estacionamiento subterráneo. Su auto negro lo esperaba, rugio en cuanto giró la llave. Salió de la torre de vidrio directo a la caza.
Dylan acababa de salir del callejón a toda velocidad, las llantas chillando contra el asfalto. El aire frío le pegaba en la cara, y por primera vez en dos noches sintió libertad.
Pero entonces lo escuchó.
Un sonido que no esperaba.
El celular.
Estaba en la guantera. Su celular. El mismo que había dado por perdido cuando lo secuestraron. Vibraba como un loco.
Dylan parpadeó, incrédulo. Lo agarró con manos temblorosas y miró la pantalla.
Número desconocido.
La lógica decía que no contestara. Pero la adrenalina, el desconcierto, lo obligaron a deslizar el dedo.
—¿Aló?
El silencio duró apenas un segundo. Después, esa voz.
—Tardaste en encontrarlo.
Dylan se heló.
—… ¿Nathan?
El hombre rió suave, como si todo aquello fuera un chiste privado.
—Pensé que tardarías más. Pero admito que fue entretenido ver cómo buscabas salida.
Dylan apretó los dientes, el volante y el teléfono al mismo tiempo.
—¿Cómo carajos tienes mi número?
—Tengo mis métodos—respondió Nathan, tranquilo, como si hablaran de un préstamo cualquiera—. Solo estaba esperando que volvieras por él.
Dylan miró el retrovisor por reflejo. Nada. Ni un auto detrás.
—¿Dónde estás?
—Más cerca de lo que crees.
La frase lo hizo sudar frío. Se giró un segundo a la izquierda… y entonces los vio.
Faros negros. Brillando como dos ojos de depredador en la oscuridad.
Dylan tragó saliva con rabia.
—Eres un enfermo.
Nathan sonrió del otro lado de la línea.
—Llámalo como quieras. Yo lo llamo… adrenalina.
Y justo cuando Dylan pisó el acelerador para alejarse, Nathan agregó con un tono que no admitía réplica:
—Corre, gatito. Hazme la noche interesante.