Segundo libro de- UNA MUJER EN LA MAFIA. Aclarando solo dudas del primer libro. No es que es una historia larga. Solo hice esta breve historia para aclarar algunas dudas.
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Una mujer en la mafia
Bárbara seguía hablando, su voz resonaba como un eco insoportable en mi cabeza. Sin pensarlo, le arrebaté la pistola y le apunté directamente a la frente. La mirada de Bárbara se congeló, pero no por miedo, sino por sorpresa.
—Tranquila —dije, apretando los dientes.
Scott sacó su pistola y la apuntó hacia mí.
—Baja el arma, Adeline —dijo con frialdad—. Sabes que mi madre no se está comportando nada bien, pero tampoco ha hecho nada para merecer eso.
James se movió rápido, desenfundó su pistola y la apuntó a Scott.
—Suelta el arma, Scott —dijo James con calma —. No hagas una estupidez.
Scott no bajó la pistola. Su mirada iba de James a mí.
—Adeline, baja tu arma también —insistió, sin apartar la vista de James.
Estaba a punto de hacerlo cuando los padres de Alison sacaron armas de un costado y comenzaron a disparar. Los disparos resonaron por toda la casa. James se estremeció y llevó una mano a su brazo. La sangre manchó su camisa.
—¡Papá! —gritó Amelia.
Corrí hacia James y lo sostuve mientras Amelia me ayudaba a levantarlo. Disparé hacia los abuelos de Amelia, obligándolos a buscar refugio tras un mueble.
Nos refugiamos detrás de una pared. Scott había corrido junto a Bárbara hacia una esquina de la habitación. Nuestras miradas se cruzaron por encima de la tensión.
Le hice una seña a Scott, indicándole que diera la vuelta para rodearlos. Asintió y nos movimos por lados opuestos de la habitación. Nos encontramos en la cocina, nuestras armas en alto. Los padres de Alison estaban de espaldas a nosotros.
—Mejor váyanse —les dije, con el arma fija en sus cabezas—. No les daré otra oportunidad.
Ellos se miraron, pero justo cuando estaban por bajar las armas, dos disparos resonaron y cayeron al suelo. Me giré rápidamente hacia Scott, pero él me miraba igual de sorprendido.
—No fui yo —dijo, levantando las manos.
Volteé hacia atrás y ahí estaba Amelia, con la pistola de James temblando en sus manos y las lágrimas corriendo por su rostro.
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El silencio que se hizo después de los disparos pesaba como una losa. Amelia seguía con la pistola de James temblando en sus manos, las lágrimas corrían por sus mejillas y apenas podía respirar.
Me acerqué lentamente, con las manos levantadas, sin apartar la mirada de ella.
—Amelia… —susurré, intentando no asustarla.
Sus ojos se alzaron hacia mí, asustada.
—Yo… yo no quería… pero ellos… —sollozó.
—Lo sé, lo sé. Está bien. Dámela —extendí la mano con suavidad.
James, aún con el brazo ensangrentado, se acercó también, colocándose a su lado.
—Pequeña, está bien. Suelta el arma —dijo, su voz más calmada de lo que esperaba.
Amelia tembló un poco más antes de dejar que la pistola cayera en mis manos. Apenas lo hizo, se lanzó a los brazos de su padre, llorando desconsoladamente.
Scott, al otro lado de la habitación, miraba la escena sin decir nada, pero su expresión estaba cargada de incomodidad y tristeza.
Barbara, que había permanecido inmóvil en un rincón, rompió el silencio.
—Ahora sí que estamos metidos en un lío…
—No. Tú estás metida en un lío —le respondí, guardando el arma en la parte trasera del pantalón.
James me lanzó una mirada de advertencia, pero no dijo nada.
—¿Y qué vamos a hacer con ellos? —preguntó Scott, señalando los cuerpos sin vida de los abuelos de Amelia.
—Nada. Nos vamos de aquí antes de que alguien más llegue —dije, tomando del brazo a James para ayudarlo a caminar.
Scott me miró de reojo.
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Subimos al auto en silencio, pero Scott se detuvo justo antes de cerrar la puerta. Se giró hacia Barbara, que seguía parada en la entrada de la casa, con los brazos cruzados y esa mirada que siempre me incomodaba. Era difícil leerla, como si disfrutara del caos que dejaba a su paso.
Scott la miró fijamente durante unos segundos.
—Sigue así… —dijo con la voz tensa, sin apartar la vista de ella—. Piensa como si nunca me hubieras visto. Yo seguiré pensando que estás muerta para mí.
Su expresión se mantenía tranquila, como si las palabras de Scott no le afectaran en absoluto.
—Scott, sube. —James habló desde el asiento del conductor, con ese tono firme que no admitía discusión—. La policía no tardará en llegar.
Scott permaneció un segundo más en su lugar, observándola con una mezcla de dolor y rabia, y finalmente cerró la puerta del auto con fuerza.
El viaje fue silencioso. Amelia, agotada, se había quedado dormida sobre el hombro de Scott. Él no la apartó ni intentó moverse, solo jugaba distraídamente con un mechón de su cabello, girándolo entre sus dedos con una expresión perdida.
James mantuvo la mirada en la carretera, pero el ceño fruncido delataba que su mente estaba lejos de ahí.
—Tenemos que volver a Francia —dijo de repente, rompiendo el silencio—. Aquí seremos fugitivos.
Yo seguía observando la herida en su brazo. La sangre había dejado de salir, pero la camisa estaba destrozada y la piel alrededor se veía roja. Solamente la bala lo había rosado.
—Tienes razón —asentí sin dejar de mirarlo—. No pueden quedarse.
El resto del trayecto transcurrió sin que nadie volviera a hablar. Al llegar a la casa de James, él apagó el motor y bajamos lentamente. Scott llevó a Amelia adentro, mientras James se apoyaba ligeramente en mí.
—Siéntate —le dije, guiándolo hacia el sofá de la sala—. Déjame curarte.
James no protestó. Se dejó caer en el sofá con un suspiro y se quitó la camisa con cuidado. Mientras buscaba el botiquín, escuché a Scott subir las escaleras con Amelia.
Volví con el botiquín y me arrodillé frente a James. Con delicadeza, empapé una gasa con alcohol y comencé a limpiar la herida. James apretó los dientes pero no se quejó.
—Scott, lleva a Amelia a descansar —dijo sin apartar la vista de mí, aunque Scott ya lo estaba haciendo.
—Ya lo sé, no tienes que decírmelo.
El sonido de las pisadas de Scott desapareció por las escaleras y, poco después, se escuchó la puerta de una habitación cerrándose.
Me enfoqué en seguir limpiando la herida.
—Te viste muy valiente hoy… —la voz de James era suave, pero su tono tenía un matiz diferente—. Aún sigo pensando que no te reconozco.
—¿Eso es algo bueno o malo? —pregunté sin levantar la cabeza.
—Ambas.
La tensión en mi cuerpo aumentó. Me detuve un segundo y volví a empapar la gasa, fingiendo que no había notado cómo su mirada se clavaba en mí.
—Perdón… —susurré finalmente—. Ya entiendo por qué me ocultaste la verdad. Por todo esto mismo. No sabes lo ridícula que me siento… cargar con todo esto no ha sido fácil.
Sentí que su mano sana se movía hacia mí, y antes de que pudiera reaccionar, me tocó la mejilla con suavidad. Sus dedos estaban cálidos, a pesar de la herida.
—No tienes que hacerlo sola. Estoy aquí. Y eso fue lo que te prometí cuando te conoci.
Desvié la mirada, apartando su mano con delicadeza.
—Estás herido —murmuré—. Deberías descansar.
—No tanto como para no seguir cuidándote.
Sus palabras hicieron que mis manos temblaran ligeramente mientras terminaba de vendar su brazo. Intenté no demostrarlo, pero era imposible no sentir cómo esas simples frases me afectaban más de lo que deberían.
—Listo. —Apreté el vendaje con cuidado—. Ya no debería doler tanto.
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