En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 13.
Los días pasaban con ritmo lento pero constante en la pensión. Victoria había aprendido a encontrar belleza en lo cotidiano: el aroma del jabón recién usado en la ropa colgada, los saludos entre vecinos, los cuentos que Carlitos leía con emoción. Su barriga de 29 semanas ya era redonda y firme. Sus pasos eran más lentos, pero sus pensamientos, más claros.
Doña María había viajado a otra ciudad, luego de recibir la noticia de que su hermana menor, Azucena, estaba internada en una clínica tras un grave accidente de tránsito. La noticia cayó como un balde de agua helada en el corazón de Victoria.
—¿Azucena? —preguntó ella, incrédula, mientras sostenía la taza de leche que casi se le resbala de las manos.
—Sí, hija… está mal, muy mal —dijo doña María aquella tarde antes de partir, con ojos tristes y manos temblorosas—. Me voy en el primer bus. Tú quédate aquí con Carlitos. Rosalía, la recepcionista, te ayudará con lo que necesites.
Victoria se quedó inmóvil por varios minutos. El rostro moreno y sereno de Azucena apareció en su mente como una película. Aquella mujer había sido su primera ayuda, su primer sostén, la única persona que le ofreció una palabra cuando estaba rota, abandonada y embarazada.
Fue Azucena quien le compró el pasaje para venir a la capital. Azucena quien le compartió su maní y su agua en aquel largo viaje. Azucena quien convenció a doña María de recibirla en la pensión.
Y ahora… estaba mal. Muy mal.
Victoria lloró esa noche, con la cara escondida entre las sábanas y su vientre encogido como si con eso pudiera proteger a sus hijos del dolor del mundo.
...
Mientras tanto, del otro lado de la ciudad, Mathias se preparaba para lo inevitable. Había ensayado una y otra vez en su mente cómo decirle a Karla que deseaba el divorcio. No quería lastimarla, aunque ya era evidente que el amor se había transformado en una pesada carga para ambos. Aún así, deseaba que las cosas terminaran con algo de dignidad.
La noche estaba en silencio. Karla estaba sentada sobre la cama, con las piernas cruzadas y el rostro inexpresivo. No hubo besos, ni saludos cálidos. Solo una tensión que llenaba cada rincón de la habitación.
—Mathias —dijo Karla de pronto, sin mirarlo directamente—. Tenemos que hablar.
Él asintió, con la garganta seca.
—Sí, yo también quería…
Pero ella lo interrumpió.
—Quiero divorciarme.
El corazón de Mathias se detuvo por un segundo. Sintió como si un rayo le atravesara el pecho. A pesar de haberlo pensado, no esperaba escuchar esas palabras saliendo de su boca. No de esa forma. No con ese tono tan frío.
—¿Qué…? —murmuró con voz quebrada.
—No hay nada más que hacer —continuó Karla, sin emoción—. Yo quiero ser madre, Mathias. Y tú… tú no puedes darme eso. Lo intenté, lo juro. Pero ya no puedo seguir luchando contra algo que no depende de mí.
—Karla… yo…
—Además —agregó ella con los ojos clavados en el suelo—. Conocí a alguien.
Mathias sintió como si todo el aire abandonara la habitación. Sus manos temblaron levemente, pero se obligó a mantenerse sereno.
—Ya veo…
Ella lo miró por fin. No con odio. Solo con vacío.
—No te odio. Pero no puedo quedarme en un lugar donde mis sueños no pueden nacer.
Hubo un silencio largo. Infinito.
—Yo también iba a pedírtelo —dijo Mathias al fin, con la voz cargada de tristeza—. Porque te amo. Y si tu felicidad está lejos de mí… entonces, ve. Búscala. Solo te pido perdón… por no haber podido darte lo que tanto soñaste.
Karla parpadeó, sorprendida por su nobleza. No dijo nada más. Solo se levantó, recogió sus maletas que ya tenía listas desde días atrás, y salió de la casa.
La puerta se cerró sin ruido, pero dentro de Mathias se sintió como un trueno.
Se quedó en la habitación oscura, solo, derrotado. A su alrededor tenía todo lo que un hombre podía desear: dinero, propiedades, éxito. Pero no tenía amor. No tenía familia.
...
Una semana después, Victoria intentaba mantenerse positiva. Cuidaba de Carlitos como si fuera su hermanito, hacían tareas juntos, le enseñaba canciones infantiles a sus bebés para que Carlitos las repitiera. Pero su mente seguía dividida entre el presente y la preocupación.
Una tarde, mientras tejía unos zapatitos color lila para Valeria, el teléfono de la pensión sonó con fuerza.
—¿Aló? —atendió Rosalía, la recepcionista.
La expresión en su rostro cambió en segundos.
—Sí… sí, está aquí. Ya le paso.
Victoria dejó el tejido a un lado, con un nudo en el estómago.
—¿Quién es?
—Doña María.
Victoria tomó el auricular con manos heladas.
—¿Aló? ¿Doña María? ¿Cómo está Azucena?
Hubo un silencio. Y luego, la frase que la destrozó.
—Mi niña… Azucena ya no está con nosotros.
Victoria se llevó una mano al pecho.
—No… no puede ser…
—Tuvo una hemorragia interna, el golpe en la cabeza fue muy severo. No resistió.
Victoria cayó de rodillas, aún con el teléfono en la mano.
—¡No! ¡Azucena no! ¡Ella… ella me salvó!
—Lo sé, mi amor… lo sé… —susurró doña María, también llorando—. Ella te quería como una hija. Hablaba siempre de ti.
Carlitos, que estaba dibujando en el suelo, corrió hacia ella.
—¿Victoria? ¿Estás bien?
Pero Victoria no podía responder. Lloró como no había llorado en mucho tiempo. Gritó en silencio. Azucena se había ido… y con ella, una parte de su historia, de su pasado, de su coraje.
Esa noche, se abrazó a Carlitos, como si el calor del niño pudiera calmar su alma rota. Sus hijos en su vientre parecían moverse más que nunca, como si quisieran consolarla desde dentro.
—No estoy sola… —susurró entre lágrimas—. Tengo a mis hijos… tengo amor. Pero Dios… cómo duele.
...
En una oficina silenciosa, Mathias miraba su anillo de matrimonio, ya fuera de su dedo. Lo colocó dentro de un cajón y lo cerró con firmeza.
Miró por la ventana, hacia la ciudad. Algo dentro de él había muerto esa noche. Pero también algo estaba por renacer sin que él lo supiera.