❄️En lo profundo de los bosques nevados de Noruega, oculto entre pinos milenarios y auroras heladas, existe un castillo blanco como la luna: silencioso, olvidado por el mundo, custodiado por un único dragón que ha vivido demasiado tiempo en soledad.
Sylarok Vemithor Frankford, un príncipe de sangre de dragón antiguo, parece un joven de veinticinco años... pero ha vivido más de dos siglos sin envejecer, sin amar, sin pertenecer. Su alma es fría como su aliento de hielo, su vida, una rutina congelada entre libros, armas y secretos.
Hasta que una muchacha cae inconsciente en su bosque, desmayada sobre la nieve como un copo a punto de morir.
Celeste, una nómada de mirada estrellada y corazón herido, huye de su pasado, de los bárbaros que arrasaron su familia, y del invierno que amenaza con consumirla.
Y Sylarok aprenderá que no hay armadura más frágil que el hielo cuando el calor del amor comienza a derretirlo.
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Una señorita en el castillo del dragón
La vio de pie, despeinada, desorientada, en vestido ajeno y empuñando el candelabro como si fuera una guerrera vikinga.
—Oh, genial. Estas saludable y fuerte—suspiró sin mirarla directamente a los ojos—. La señorita está armada.
—¡¿Qué me hiciste?! —pregunta Celeste, con los ojos brillando entre furia y confusión—. ¿Quién eres tú? ¿Dónde están mis cosas? ¿Por qué tengo ropa interior que no es mía?
—¿Debo responder en orden, o prefieres del más escandaloso al menos grave?
Ella frunció el ceño.
—¡¿Cómo llegué aquí?! ¡¿Y qué hacía ese lobo en la cama?!
Le lanza el candelabro y solo le da en el hombro. Toma otro candelabro.
—¡Oye! Eso duele...Ese lobo te trajo hasta aquí... junto conmigo —responde Sylarok, dejando la bandeja en la mesa sin miedo al candelabro—. Estabas muriéndote en la nieve. No me agradezcas con golpes. Me arrepiento un poco. Siempre me meto en problemas por ayudar a otros.
Ella bajó la otra arma apenas unos centímetros, con la respiración agitada.
—¿Dónde está mi ropa? ¿acaso tú...?
—Congelada. Literalmente. No servía ni para un espantapájaros. Te vestí yo mismo. Con... esfuerzo.
—¿Tú me vestiste?
—Con los ojos semi cerrados y mucha torpeza. No sé nada de chicas, ¿de acuerdo? Soy un experto en pájaros heridos y osos perdidos, no en chicas medio muertas que amenazan con candelabros. Y mi mayordomo no quiso ayudarme.
Celeste lo mira con más atención, esos ojos color grises como acero le penetraban en el alma. Su piel parecía hecha de escarcha. Había algo extraño en él. Algo... que no era del todo humano. Parece irreal tanta belleza.
—¿Quién eres? —pregunta ella, bajando el candelabro del todo.
Sylarok suspira, pasando una mano por su cabello con resignación dramática.
—Sylarok Vemithor Frankford. Príncipe heredero unico hijo que vive aquí. Sí, lo sé. Parece una novela barata. Pero es lo que hay.
Ella lo mira como si aún estuviera entre la vida y la fiebre.
—Creo que morí. No se supone que un hombre toque a una señorita sin ningún tipo de relación. Mi integridad...
—Si esto es el purgatorio, estás amenazando a tu ángel salvador con un candelabro. Buena forma de ganarte el infierno. No iba a dejarte congelada, no es mi naturaleza disfrutar como una vida de va al más allá. Míralo de una forma profesional.
En ese momento, Ryujin apareció en la puerta, con los brazos cruzados y expresión de absoluto fastidio.
—Veo que ya te presentaste principe. ¿Le explicaste que debe irse apenas pueda caminar? ¿O seguimos con tu colección de criaturas que no deberías tener?
Celeste lo mira, después a Sylarok, luego al candelabro, y por último a su vestido prestado.
—¿Esto... es real?
—Lamentablemente sí —responde Ryujin—. Y tú estás ocupando una cama y un espacio muy caro.
Sylarok se gira hacia el mayordomo, con fastidio contenido.
—Tiene que comer algo antes de irse, al menos. Y descansar varios dias. No es un búho. No puede volar de vuelta a su muerte.
Ryujin levantó las manos.
—Haz lo que quieras. Pero cuando empiece a gritar, no cuentes conmigo para manejar la situación.
—Todo en este lugar es raro, Señorita —respondió Ryujin, dándose media vuelta—. Y tú aún no has visto la mitad. Estarás mejor fuera.
Sylarok se mantuvo firme, ignorando la mirada ofendida de Celeste mientras tomaba un trozo de queso de la canasta. Sin una palabra más, dio media vuelta, cruzó la puerta con su largo abrigo de piel blanco ondeando detrás de él.
—Bienvenida, espero que te recuperes pronto.
Sky, el lobo, lo siguió con pasos suaves.
—Vamos, chico —le murmura Sylarok al lobo, sin mirar atrás—. Déjala ser... No vaya a ser que te abra la cabeza con un candelabro.
Celeste oyó la frase. Sintió una mezcla entre ira renovada e incomodidad. ¡Como si fuera una salvaje sin modales! ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Agradecerle por desnudarla y dejarle un vestido que olía a lavanda y... ¿memorias ajenas?
El portazo suave retumbó en la habitación.
Y entonces...
El aroma del pan.
La fruta.
El queso.
Su estómago rugió como una vieja entrando en edad. Tragó saliva.
—No es justo —dijo en voz baja—. Tengo hambre, pero estoy molesta. ¡Y con razón!
Cinco minutos después, estaba masticando la tercera rebanada de pan con mantequilla de nuez y queso, sentada al borde de la cama, mirando a su alrededor. La habitación era hermosa: blanca, luminosa, cálida. A través de una puerta de cristal, se vislumbraba el invernadero. Curiosa, se levantó descalza, con el vestido flotando alrededor de sus piernas.
El aire estaba más cálido al cruzar la puerta del invernadero.
Flores. En invierno.
Tulipanes, lirios, violetas. Plantas medicinales que reconocía de los libros de su madre.
Todo florecido. Todo... imposible.
Se acercó a una maceta con albahaca.
—¿Estoy muerta o esto está embrujado?
El vidrio del techo dejaba ver la nevada constante del bosque exterior. Pero allí dentro, el calor era de primavera, y el aroma... de hogar. Sintió un nudo en el estómago que no tenía que ver con el hambre.
Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. Solo se abrazó a sí misma.
Iba a irse. Pensó en ello. Pensó en la puerta, en correr, en alejarse de ese castillo de hielo con flores sin razón.
Pero entonces lo pensó bien.
Estaba sola.
Sin padres.
Sin hogar.
Sin un sitio al cual pertenecer.
Y él... ese extraño de voz fría y mirada gris, no le había hecho daño, aunque actuó de una forma pervertida. Podía haberla dejado morir. Podía haberla... hecho cosas peores. Pero no.
La vistió. Le dio comida.
Y se fue deseándole que se mejore.
Con dignidad, sí, pero también con torpeza.
Suspiró.
—Fui una malagradecida —murmura, apretando los labios—. Aunque... también se merecía un golpe. ¿Quién le dijo que podía tocarme así? ¿No sabe que un chico no puede ver a una chica sin su permiso? ¡Mucho menos vestirla! Eso es... eso es... casi una propuesta de matrimonio en algunas culturas.
Ella no sabía que, entre los Vemithor, un dragón no toca a una mujer humana sin una intención seria. Que la ropa que usaba era de la madre de Sylarok. Que ponerle un vestido a una joven significaba algo mucho más profundo de lo que él mismo comprendía en ese momento.
Celeste miró por la ventana del invernadero. El lobo Sky estaba acostado sobre la nieve, como una estatua viva.
Sylarok estaba sentado en una roca, mirando hacia el bosque. Silencioso. Solo.
Un chico que parecía de 25, pero cuya alma arrastraba siglos de inviernos.
—Bueno... al menos no intentó besarme mientras dormía —dijo con sarcasmo—. Eso ya es bastante para un tipo misterioso en un castillo congelado.
Suspira, y vuelve a mirar las flores.
Tal vez se quedaría... un poco más.
El castillo era más silencioso que un cementerio en la noche. Celeste caminaba por los pasillos blancos como el hielo, con columnas talladas en cristal y vitrales de copos de nieve. No había risas. No había voces. Solo sus propios pasos resonando en el mármol helado y mucho polvo.
No había nadie más.
Ni criadas.
Ni cocineros.
Ni sirvientes barriendo o limpiando chimeneas.
Solo él...y su lobo.
Y el mayordomo misterioso que aún no había vuelto a ver.
Hasta que empujó una gran puerta de madera tallada y se encontró con la biblioteca.
Era un salón inmenso, lleno de estanterías que subían hasta perderse en el techo abovedado. Un fuego tímido crepitaba en una chimenea de piedra blanca, y frente a ella, sentado con una copa de té humeante, estaba Ryujin Sarakfar.
Alzó la vista al verla entrar.
Sus ojos rasgados brillaban con ese tono plateado casi inhumano, como el de Sylarok, pero en él había algo más... antiguo. Como si supiera cosas que los demás jamás entenderían.
—¿Se perdió, señorita “candelabro”? —dijo sin levantar una ceja, tomando otro sorbo de té.
Celeste se quedó parada en la entrada.
—No sabía que había alguien aquí. Solo... estaba explorando. Y... no me llamo así. Me llamo Celeste Lysell.
—Ajá —respondió él sin dejar la taza—. Yo soy Ryujin, pero me basta con “no gracias”, “por favor” y “no le aviente muebles al joven amo”.
Ella frunció los labios y caminó lentamente hacia la chimenea.
—¿Entonces solo están ustedes dos aquí?
—Así es. Bienvenida a la fortaleza más solitaria de Noruega. Un castillo blanco como el hielo y vacío como la agenda social del amo Sylarok.
—¿Y el pueblo más cercano?
—A unos cuantos kilómetros. No imposible... si tienes provisiones, un abrigo decente y no te congelas como estalactita en el camino.
Celeste baja la mirada.
—No tengo a dónde regresar. Los bárbaros mataron a mis padres. Era verano... Mi padre me escondió. Desde entonces, he caminado. Robaba manzanas. Dormía en establos. Este invierno ha sido cruel con los nómadas como yo. Casi me mata.
Ryujin la miró más atentamente por primera vez.
—Ya veo.
—No quiero oro. No quiero caridad. Solo... —tragó saliva, con la voz más baja— solo quiero pagar mi deuda. Trabajar. Limpiar, cocinar, lo que sea. Por comida y un techo. No me quedaré para siempre, solo hasta que no parezca un espectro andante o hasta que pase el invierno. Y... lamento haber sido tan grosera. Pensé que...
—...que Sylarok era un lunático secuestrador que iba a comérsela —completó él con una media sonrisa—. Créame, no sería la primera. Ni la más creativa.
Celeste sonríe por primera vez, débilmente.
—¿Entonces?
Ryujin suspira y se levanta, caminando hacia un estante.
—No soy partidario de tener personas en esta casa. Son ruidosos. Curiosos. A veces huelen raro.
—Gracias —gruñó ella, cruzándose de brazos.
—Pero... —agregó el mayordomo mientras sacaba un libro titulado "Manual de labores domésticas"—, si quiere trabajar, trabajará. Si quiere quedarse, tendrá que ganarse su lugar. La cocina es suya. Y si envenena al joven amo... estarás en problemas serios. Al joven le gusta la carne… pero no muy cocida. Y si piensa cocinar, que no le deje la carne como suela de bota.
Celeste parpadea.
—¿Qué?
—Dije: me la como yo. ¿O no sabe que tengo dientes más filosos que los del lobo?—sonríe.
Ella abrió mucho los ojos. Ryujin solo sonrió, con una reverencia burlona.
—Bienvenida al castillo Vemithor, aprendiz de sirvienta. Si sobrevive a la primera semana, tal vez le prepare un té decente.