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LA NOCHE DE LAS BRUJAS

LA NOCHE DE LAS BRUJAS

Status: En proceso
Genre:Vampiro / Equilibrio De Poder / Demonios / Brujas
Popularitas:1.6k
Nilai: 5
nombre de autor: lili saon

Ivelle es una estudiante de segundo año en la Academia de la Flor Dorada, una institución prestigiosa donde muchos estudiantes estudian los Elementos, habilidades mágicas ancestrales que han sido transmitidas a través de generaciones. Hasta ahora, su vida en la academia ha sido normal y sin complicaciones, centrada en sus estudios y en fortalecer sus habilidades mágicas. Todo cambia con la llegada de un grupo de estudiantes nuevos. La presencia de estos nuevos estudiantes desencadena una serie de eventos que sacuden la tranquilidad de la academia y alteran la vida de Ivelle de maneras inesperadas.

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CAPITULO TRES

Sir Eris descendía las escaleras con paso firme y determinado, su capa ondeando tras él mientras se adentraba en las profundidades de las mazmorras del castillo. El sonido de sus botas resonaba en los fríos pasillos de piedra, llenando el aire con un eco ominoso. A medida que avanzaba, pasaba por las celdas donde yacían aquellos que esperaban el juicio, sus rostros marcados por la incertidumbre y el miedo. Habían criaturas de todo tipo; desde vampiros, hombres lobos hasta brujas y hechiceros que usaron la magia para causar el mal. Sus pasos fueron interrumpidos por el sonido de una celda siento golpeada intensamente. Era un prisionero quien estaba golpeando los barrotes de hierro con una espada.

— No lograrás hacerle nada a los barrotes. Es mejor que dejes de perder el tiempo en eso y aceptes tu destino —el prisionero comenzó a gritar mientras continuaba golpeando los barrotes con su espada, la cual aunque estaba hechizada para romper cualquier cosa, no podía romper los barrotes debido a la maldición que estos tenían.

Finalmente, Sir Eris llegó a la última celda, donde se encontraba la prisionera más reciente, aquel cuyo destino aún estaba por determinarse en el próximo juicio. Sir Eris la miró fijamente, evaluando su comportamiento. Su hija se acercó a los barrotes y puso sus manos ahí mientras su cabeza sobresalia entre los espacios de este.

—¿Por qué me odias, padre? — su voz resonó fría, cargada de resentimiento —¿Por qué no pudiste amarme como yo te amaba? Fuiste un padre terrible, un esposo lamentable, un hombre despreciable. Me has herido profundamente. Jamás te perdonaré por lo que me has hecho. Nunca. Incluso en mi lecho de muerte, recordaré tus acciones. ¡Lárgate!

Sir Eris caminó por los pasillos del castillo, su mente plagada de pensamientos tumultuosos mientras el eco de las palabras de su hija resonaba en su cabeza. El aire frío de los pasillos del castillo lo envolvía mientras continuaba su camino, perdido en sus pensamientos. Tenía miedo, mucho miedo de que su hija pudiera decir algo que arruinara su reputación. No deseaba que ella abriera la boca.

— Necesito que cambien algo del juicio.

—¿Qué deseas Sir Eris?

Unos años después, Ivelle bajaba las escaleras hacia su laboratorio en el sótano de la casa, un espacio que había construido con la ayuda de su hermano mayor, un gran aficionado a la ciencia que desde pequeña le había enseñado los maravillosos secretos de ese mundo. Abrió la puerta y entró; en una esquina estaba su mascota, una rata blanca que tenía la habilidad de hablar, aunque solo lo hacía para regañarla y humillarla cuando algo salía mal. Después de varias horas trabajando frente a los planos en una mesa, la puerta se abrió y apareció su hermano mayor.

— ¿Por qué sigues aquí si ya es tarde? — se sentó junto a ella, con una mirada preocupada. — Deberías estar en la cama, Victoria. Sabes que no me gusta que te saltes las horas de dormir. Podría causarte daño.

Ivelle dejó los planos sobre la mesa y miró a su hermano mayor con una sonrisa cansada pero afectuosa. Era evidente que, a pesar de haber crecido, seguía cuidando de ella como lo había hecho desde siempre. Él había cambiado; ya no era el niño con cabello dorado y ojos naranjas que solía deslumbrar con su inocencia. Ahora tenía el cabello negro y esos mismos ojos naranjas, y aunque su apariencia había cambiado, su preocupación por su bienestar seguía siendo la misma.

— No pensé que llegarías hoy. Pensé que te querías quedar allí —dijo, mostrando una sonrisa tímida—. Esperaba al menos una carta tuya, pero ni eso recibí de mi hermano. Papá volvió a gritarme. No sé por qué él no me quiere —sus ojos se nublaron—. Yo lo quiero mucho, pero ¿por qué él a mí no? ¿Es que acaso fallé como hija?

Él tocó el hombro de su hermana con delicadeza, consciente de que le gustaría consolarla. Sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y preocupación mientras escuchaba sus palabras. No podía evitar preguntarse por qué su padre había tratado a su hermana tan injustamente. Desde pequeños, habían sido educados para valorar y amar a su hermana como parte de la familia, sin importar su linaje de sangre. Sin embargo, últimamente las actitudes de su padre habían cambiado. Él sintió un nudo en la garganta. Recordó los momentos felices que habían compartido juntos, explorando la ciencia en el laboratorio del sótano, construyendo recuerdos que deberían haber unido aún más a su familia. Sin embargo, en los últimos tiempos, su padre había comenzado a excluir a su hermana de muchas cosas, tratándola de manera diferente.

—Lo sé, hermana. No entiendo por qué papá está actuando así últimamente. Sabes que siempre te ha querido. No has fallado como hija, nunca lo has hecho. El problema no eres tú, es papá y sus problemas. Nunca vuelvas a decir eso, Sirena.

Ella sonrió con gratitud y abrazó con fuerza a su hermano, quien correspondió el abrazó acariciándole la espalda.

Tiempo después, Ivelle salió de casa con su fiel compañero de viaje, un perro danés que la acompañaba a todas partes. El sol brillaba intensamente, haciendo resplandecer la nieve en el camino. Aunque era invierno, a Ivelle le encantaba caminar y no le importaba el frío. Los pájaros cantaban alegremente mientras se dirigían hacia un lugar que conocía muy bien: una montaña al norte de la aldea donde vivía.

Las montañas estaban cubiertas de nieve y a simple vista parecía imposible llegar a la cima, pero Ivelle continuó andando. Cuando finalmente llegó a la cima, estaba empapada en sudor y jadeaba, pero la vista del valle desde esa altura lo valía todo. Era uno de los momentos favoritos de Ivelle, tanto por el impresionante paisaje como por la sensación de libertad que experimentaba en ese lugar.

— Llegamos, Dan — pronunció ella, mirando a su perro quien se encontraba lamiéndose la pata como si de un gato se tratara. Ivelle río por eso. Aunque Dan fuera un perro, se comportaba como un gato siempre —. No eres un gato, Dan, deja de hacer eso.

El perro paró de lamerse la pata y la miró con sus ojos grandes y brillantes, como si supiera que le estaba haciendo gracia a su ama. Una de las características de Dan era que siempre estaba de buen humor y su forma de decirlo era dando vueltas como un cachorro, sin importar su edad. Ivelle le rascó la cabeza y le dijo, en un tono de lo más cariñoso:

—Tú eres un perrito, no un gato — ella se enderezo y miro la cueva que tendría al frente. Dio unos pasos adentro con Dan siguiéndola detrás. En dicha cueva habitaba una leyenda.

La leyenda de la flor dorada era simplemente deslumbrante y fascinante, una historia transmitida de generación en generación. Advertía a las personas sobre los peligros de acercarse demasiado a ella, dejando claro que quienes la tocaban lo hacían bajo su propio riesgo. Algunos creían que aquellos que se aventuraban a tocarla serían bendecidos con una suerte inquebrantable, con la fortuna siempre de su lado. Otros, en cambio, pensaban que tocarla los condenaría a una maldición eterna, con una vida llena de desgracias y tragedias.

La flor misma era una belleza indescriptible. Para algunos, era un símbolo sagrado, una conexión con lo divino. Para otros, simplemente una flor más que habitaba los misteriosos valles y bosques encantados. Su color dorado brillante parecía resplandecer con la luz del sol, como una estrella en el firmamento, con un brillo interno que atraía todas las miradas. Pero lo más llamativo de esta flor era su centro: en medio de sus pétalos dorados, un pequeño punto rojo intenso, como una gota de sangre. Este detalle añadía un toque de misterio y peligro a la flor, como si estuviera impregnada de un poder oscuro y desconocido.

Ivelle era una joven pueblerina que amaba profundamente la naturaleza. Pasaba largas horas explorando el hermoso valle de la bellota, que se encontraba cerca de Dorotea, el encantador pueblo donde vivía con sus padres. Desde muy temprana edad, había escuchado la leyenda de la misteriosa flor dorada más que cualquier otra persona en el pueblo, y desde ese momento, la flor dorada se convirtió en su flor favorita. Para ella, aquella misteriosa flor no solo era especial por su rareza y belleza, sino que también porque era el hogar de los Olipos, una clase de mariposa, pero mucho más pequeña que las mariposas normales.

— ¡Dan! — el perro detuvo lo que hacía —. No te las comas. No son comida. Pueden causarte daño. Este lugar no es para ti. Vamos, vamos, perro glotón. Debemos ir a entregar estas cosas.

El brillo felino de los ojos de Dan se apagó al ver que su presa se escapaba. ¿Acaso su amo lo estaba engañando? ¿Qué es esa cosa llamada “daño”? Triste y confundido, se puso en cuatro patas y siguió el rastro de su amo. Aunque confiaba en ella, esas cosas coloridas, redondas y húmedas olían tan bien.

Su destino era la tienda de gemas ubicada en el corazón del pueblo. Este establecimiento, construido con madera y concreto, pertenecía al señor Freezer, un anciano enano y corpulento, con una barba blanca que descendía hasta su pecho. Sus ojos, pequeños como diminutos puntos negros en el espacio, contrastaban con su piel escamosa y amarillenta. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran sus dientes, tan amarillos que causaban repulsión en cualquier observador. El anciano Freezer era conocido por su pasión por las piedras preciosas y gemas y estaba dispuesto a pagar generosamente por ellas.

Mientras deambulaba por el animado pueblo, impregnado de una vitalidad singular, Ivelle se vio envuelta en la melodía de una canción que brotaba suavemente de sus labios, acompañando el ritmo contagioso que animaba sus pasos sobre el pavimento gastado. A pesar de las miradas curiosas que atravesaban su camino, ella seguía danzando con gracia y ligereza, sumergida en su propio universo de música y alegría. Al llegar al modesto establecimiento del señor Freezer, lo encontró absorto en su comida, entregado con una pasión que solo él podía demostrar. Ivelle se aproximó con una sonrisa en los labios, anticipando la reacción del anciano, y extendió las manos, presentando las piedras preciosas.

La bandeja provocó un destello de anticipación y gratitud en los ojos del señor Freezer, quien dejó a un lado su comida con prontitud y se acercó a las gemas con una mezcla de emoción y admiración. Con delicadeza, examinó cada piedra, deleitándose con sus colores y formas como si fueran tesoros recién descubiertos. Luego, las olió con reverencia, como quien respira el aroma de las flores en primavera, y las acarició con ternura, como si fueran seres queridos esperados durante mucho tiempo.

—Oh, qué preciosidad. ¡Son reales! Te daré 10 Grial por eso. ¿Acepta usted señorita? Vea que es un negocio estupendo — dijo con un acento francés el comprador, observando las gemas con admiración. Ivelle asintió enérgicamente, emocionada por la oferta. — ¡Perfecto! — exclamó, extendiendo su mano para aceptar el trato —. Me fascina hacer negocios con muchachas como usted — añadió el hombre con una sonrisa mientras completaban la transacción.

El grial era la moneda principal utilizada en Aureum, Dorotea y otros pueblos. Estas monedas tenían una forma circular y estaban hechas de un material especial que resistía el desgaste y el paso del tiempo. Cada grial tenía grabados símbolos y figuras que representan la historia y la cultura del mundo, desde emblemas reales hasta motivos mágicos y fantásticos.

— Igualmente, señor, Freezer — Ivelle salió apresurada de la tienda y se encaminó velozmente hacia la acogedora librería de la señora Carmelina. Al entrar, quedó maravillada por la imponente estructura de madera y la vasta cantidad de libros de todos los géneros y subgéneros imaginables. Con un brillo de entusiasmo en los ojos, se adentró más en el lugar, ávida por encontrar aquellos libros que le servirían en su camino como una científica y alquimista loca.

Ella recorrió los numerosos estantes, seleccionando varios libros y llevándolos hacia la caja. Para su alivio, descubrió que no eran demasiado costosos, y con apenas un Grial de plata podría pagar los cuatro libros que había elegido. Mientras se dirigía hacia la salida, chocó inesperadamente con alguien, provocando que sus preciados libros cayeran al suelo. La persona con la que colisionó resultó ser Marceline, la hija única del dueño de la tienda de relojes del tiempo. Marceline también era estudiante de La Escuela de Magia de la Flor Dorada, pero a diferencia de Ivelle, se erguía ante todos con una actitud de superioridad, como si fuera la reina del lugar.

— ¡Oye, ten cuidado! — exclamó Ivelle mientras recogía apresuradamente sus libros. Marceline, con los brazos cruzados, le dirigió una mirada burlona.

— Ten cuidado tú. ¿Acaso no ves por dónde caminas? —respondió Marceline con una actitud condescendiente.

— ¡Pero fuiste tú quien chocó conmigo!

— Fue un accidente, eso es todo. ¿No puedes apartar la vista de tus libros ni un segundo? Parece que vives en las nubes. ¿Y esos libros que llevas? Son tan aburridos. —Marceline adoptaba una actitud cada vez más condescendiente.

Ivelle le lanzó una mirada feroz, incapaz de soportar su arrogancia.

— Tan aburridos como tu existencia —dijo Ivelle mientras terminaba de recoger sus libros. Sin mirar de nuevo a Marceline, le dio la espalda y se marchó. Odiaba a las personas prepotentes como ella. Cuidadosamente, metió los libros en el bolso de tela que llevaba colgado al hombro, asegurándose de que estuvieran protegidos.

Después de caminar junto a su perro por unos minutos, llegó a la plaza central del pueblo, donde la música y la danza llenaban el aire con un aura de entusiasmo. Como siempre, su corazón latía al ritmo de la melodía, y una sonrisa juguetona adornaba su rostro mientras observaba a los grupos que se encontraban esparcidos por todo el lugar. Además de la ciencia, siempre había sido una apasionada de las artes escénicas. Se acercó a un grupo de bailarinas y cantoras cuyos vestidos blancos fluían como cascadas alrededor de ellas, dándoles un aire de elegancia y encanto. Los aplausos que ellas hacían con sus manos mientras cantaban al ritmo de los tambores creaban una mezcla de sonidos que encantaban el oído.

Ivelle estaba inmersa en su propio mundo, absorta en lo que veía, cuando una voz familiar rompió su concentración. El sonido inesperado la hizo saltar, y un leve grito escapó de sus labios, atrayendo las miradas curiosas de los presentes a su alrededor. Con una expresión de molestia en el rostro, giró bruscamente la cabeza hacia la dirección de la voz intrusa que la había interrumpido.

— Sabía que te encontraría aquí — pronunció la voz con tono juguetón y una pizca de sarcasmo. Era Seth, su amigo de toda la vida, quien se acercaba con una sonrisa traviesa bailando en sus labios. Ivelle frunció el ceño, su disgusto palpable en cada gesto —. Deja de ser tan malhumorada, Ivey. Te saldrán arrugas antes de tiempo — bromeó Seth, pasando su brazo alrededor de ella en un gesto de camaradería.

— Te he dicho innumerables veces que no me hables tan cerca cuando estoy concentrada. Podrías causarme un paro — replicó Ivelle con un tono de exasperación, apartándose ligeramente de él con un codazo.

— No seas tan dramática, mujer — respondió Seth con una risa ligera, sin parecer afectado por el codazo que recibió de su amiga. Aunque sabía que la estaba molestando, nunca pudo evitar provocarla un poco. Después de todo, habían sido amigos desde la infancia, inseparables como dos piezas de un rompecabezas.

La madre de Ivelle solía decir que no podían vivir el uno sin el otro, y en muchos aspectos tenía razón. A pesar de las discusiones ocasionales y los roces, siempre encontraban el camino de vuelta el uno al otro. Era una amistad sólida, forjada en el calor de los años y reforzada por incontables momentos compartidos.

— ¿Vamos a la taberna de Hombresolo? Escuché que han llegado unas nuevas bebidas exquisitas — propuso Seth, tratando de romper la tensión con su habitual ligereza.

Ivelle se cruzó de brazos, aún algo ofendida por la interrupción anterior.

— No seas tan melodramático, hombre. No volveré a asustarte de esa manera — aseguró Seth con un guiño, tratando de calmarla con su característico humor.

— Siempre dices lo mismo, Seth. Ya no confío en tus palabras — respondió Ivelle, mirándolo de reojo.

— Eso dolió, Ivey, y dolió mucho — dramatizó Seth, poniendo una mano en su pecho como si estuviera herido — ¿Qué haré ahora con este gran dolor que me has causado con tus frías palabras, que parecen cuchillos afilados? — bromeó, tratando de disipar la tensión con un toque de teatralidad.

— Deja de ser tan dramático. De acuerdo, lobo. Vamos a Hombresolo, pero yo quiero una bebida de frijoles — declaró con determinación, señalando con el dedo.

— ¡Tienes unos gustos tan asquerosos, Ivey! No te entiendo, lo intentó, pero simplemente no puedo — exclamó Seth con una mueca de incredulidad, provocando una mirada de desaprobación de Ivelle.

— No me mires así, porque es verdad. A ninguna persona con un cerebro en funcionamiento se le ocurriría beber una bebida que tiene bolas de frijol como aperitivo. ¡Eso es un crimen contra la humanidad! — continuó con vehemencia.

— ¡Tu existencia es un crimen contra la humanidad! — contraatacó Ivelle con una sonrisa juguetona, desafiando a Seth con su habitual sarcasmo.

Hubo un momento de silencio mientras Seth procesaba la respuesta de su amiga, buscando la manera de contraatacar de manera ingeniosa. No podía permitir que ella se llevara la victoria tan fácilmente. Se inclinó hacia ella con una mirada traviesa en sus ojos.

— Si mi existencia es un crimen, ¿qué clase de crimen será la tuya? — preguntó con astucia, desafiándola a igualar su ingenio.

— Soy un regalo para la humanidad. Una bendición, un ser de luz. Soy un ángel —respondió Ivelle con un tono melodramático, aunque no pudo evitar que una sonrisa se asomara en sus labios mientras se entregaba al juego de palabras con su amigo.

— Ay, ya, mujer. Camina — dijo Seth entre risas.

— Le he ganado al gran Seth.

— No has ganado nada, mujer. Yo te dejé ganar por lástima.

— Definitivamente necesitas un novio. Le diré a mi primo que te invite a una cita.

— ¿Tu primo el que se come los mocos?

— Ese mismo. Harían una hermosa pareja.

— Uis, noo. — Ivelle soltó una carcajada arrepentida. —¡Tú y tu imaginación maleducada, no me extraña que tu primo sea tu primo!— chistó. — ¡Sería una pareja hermosa si tu primo no tuviera una nariz tan grande que podría alojar una bola de boliche en cada orificio nasal!

— Oye, más respeto. Es que su nariz no se desarrolla bien.

Ivelle dio un paso atrás, con las manos hacia delante en un gesto de excusa.

— ¡Lo siento! ¡Fue muy de mal gusto! — dijo, riéndose entre los dientes. — ¡Tú sabes que no quise decir eso de tu primo! ¡Por favor, cuéntale que no quiero nada con él y su nariz perfectamente funcional!

— Vamos, a la taberna mejor.

— No, ya no quiero ir.

— Andale, camina.

Seth e Ivelle caminaron hacia la taberna. El sonido del viento agitando los árboles cercanos y el olor a madera quemada llenaba el aire. Cuando Seth abrió la puerta de la taberna, una onda de calor, y risas les golpearon en la cara, haciendo que Ivelle sonriera ligeramente, y así comenzó otra noche de juego, pero sobre todo, de comida deliciosa. La espada que él tenía en su espalda resonó cuando chocó contra la pared. Ivelle lo miró con una mueca antes de soltar una escandalosa risa.

— ¿Cuándo será el día en el que dejes de ser tan torpe?

— El dia en el que crezcas.

—Oye, no estoy tan baja. Mido un metro setenta y dos.

—Bueno, eres tan alta como un nabo. ¿Por qué crees que siempre estoy tan nervioso a tu alrededor?

Ivelle lo fulminó con la mirada, tratando de contener una risa.

— Y tú, ¿cuándo dejarás de tirar piropos tan malos? ¿No tienes otra cosa que hacer, que no sea hacerme enfadar?

— No, mi diversión es burlarme de tu altura. Eres como un pequeño duende, con tus ojos brillantes y esa sonrisa traviesa que parece sugerir que siempre estás tramando algo. No le digas a los duendes que dije eso. Podrían convertirme en picadillo con sus diminutas pero afiladas hachas, y no quiero correr ese riesgo —bromeó, aunque sus ojos denotaban un atisbo de preocupación fingida.

Ivelle sacudió la cabeza con incredulidad.

—Todo lo que haces es bromear, pero ¿sabes qué es más divertido que tus chistes, Seth? ¡Nada! Porque eso sería imposible.

Ella se adentró al lugar y se sentó en una mesa. El local estaba lleno de personas de todas las edades, algunas jóvenes, otras mayores, concentradas en una esquina apostando, como siempre lo hacían. Observó el menú que estaba pegado en la mesa y, después de unos segundos pensando en lo que quería tomar, posó su dedo sobre una bebida azucarada con poca cantidad de alcohol. La bebida que eligió apareció rápidamente frente a ella, como por arte de magia.

A lo largo del otro lado del local había una hilera de pieles de lobo colgadas. La variedad de colores y texturas espectaculares atraerían la mirada de los clientes. A pesar de que la situación no era la mejor, Ivelle pensó que el contraste entre el calor del lugar y los fríos recuerdos de la guerra del pasado daba a la taberna un encanto único.

— Oye, Seth… ¿esas pieles de lobo son reales? —preguntó Ivelle, con curiosidad, señalando las pieles colgadas en la pared.

Seth se rió. Eran pieles gruesas y peludas, pero claramente hechas de materiales sintéticos.

— Para nada. Si alguien tuviera la piel de mi especie, déjame decirte que no sobrevivirían para contarlo —respondió Seth con una sonrisa, mientras tomaba su bebida.

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Alexaider Pineda
me encanta este inicio ,tienes un gran talento
dana hernandez
Solo con este texto, empiezo a amar el libro 😍
Lourdes Castañeda
hola, podrías tradicirnos el francés, para saber que dice, muchas gracias y está muy buena la historia.
Rimur***
Retiro lo dicho anteriormente, ya no entendi nada.
Rimur***
No hablo francés pero creo que de momento entiendo lo que dice.
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