Hija De La Luna

La nieve caía en silencio sobre los campos que rodeaban la mansión O’Conel, cubriendo el mundo con un manto blanco que parecía detener el tiempo. Las ventanas resplandecían con luces doradas, y desde el interior se oía música suave, una melodía antigua que Julieta decía haber soñado mucho antes de conocerla.

Era Nochebuena, y en el centro de la casa, el enorme árbol de Navidad —decorado con cintas rojas, esferas de cristal y flores secas— relucía como una constelación doméstica. A su alrededor, Luz danzaba con un vestido verde oscuro y una corona de hiedra, riendo con la inocencia de quien sabe que está segura y amada.

—¿Recuerdan esta figura? —preguntó Luney, sacando de una caja un pequeño ángel de madera—. Me la regaló mi madre cuando yo tenía su edad.

Julieta lo tomó entre sus manos, lo giró con cuidado.

—Parece tallado a mano… con mucha paciencia.

—Dijo que lo encontró en un mercado, pero siempre sospeché que tenía algo especial. De niña, creía que se movía solo por las noches.

—¿Y si lo hacía? —susurró Luz, con los ojos brillantes.

Julieta la miró y sonrió.

—En esta casa, todo es posible.

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Después de la cena —un banquete cálido de sopas, panes especiados y guisos humeantes—, las tres se reunieron frente a la chimenea. Luz, con su cuaderno en las manos, pidió la palabra.

—Tengo un regalo para ustedes. No es algo que se pueda envolver.

—¿Otro cuento? —preguntó Luney, sentándose junto a Julieta.

—Es más que eso. Es un recuerdo… que se ha convertido en historia.

Luz se puso de pie, y comenzó a leer:

> Había una vez, en un reino sin nombre, una princesa que se enamoró de una dama de ojos lunares.

No podían amarse en público, pero sus corazones gritaban en cada rincón del castillo.

Se escribían cartas con tinta invisible, se encontraban bajo los cerezos dormidos.

Una noche de Navidad, se juraron amor eterno frente a un espejo…

Y aunque el mundo las olvidó, sus almas buscaron el camino de regreso.

Lo encontraron en una vieja mansión, bajo la nieve.

Y esta vez, nadie podría separarlas.

Luney y Julieta no dijeron una palabra al principio. Solo la miraron. Y luego, se tomaron de las manos.

—Eres la prueba viviente de que el amor trasciende los siglos —murmuró Julieta—. Gracias, Luz.

—Gracias a ustedes —dijo ella—, por enseñarme a no temerle a las memorias.

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Cuando llegó la medianoche, Luz insistió en salir al jardín. Se envolvieron bien y caminaron hasta el centro del terreno, donde aún se alzaba el viejo roble.

—¿Recuerdan cuando te escondías aquí, Luney? —preguntó Julieta.

—Cada vez que algo me dolía. Me sentaba aquí, y sentía que la tierra me abrazaba.

—Yo también vine una vez —dijo Luz—. La primera vez que soñé con la princesa de ojos de fuego.

—Juliette… —susurró Julieta.

—Y Adeline —dijo Luney, tomando sus manos.

La nieve seguía cayendo. Y entonces, sin previo aviso, comenzó a brillar débilmente. Como si cada copo llevara consigo un fragmento de memoria.

Las tres se miraron. Algo en el aire cambió.

—¿Lo sienten? —preguntó Luz—. Es como si… alguien más estuviera aquí.

El viento susurró entre las ramas.

—Gracias —se oyó, o quizás fue solo el eco de sus pensamientos.

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De regreso en casa, encontraron un regalo bajo el árbol que ninguna de ellas había colocado. Una caja envuelta en tela azul celeste, con una nota: Para quienes recordaron lo que no debía olvidarse.

Dentro, había un relicario antiguo. Al abrirlo, encontraron dos miniaturas: una joven de cabello blanco y otra de ojos ardientes, abrazadas.

—Juliette y Adeline —dijo Julieta, sin dudar.

—Ya no son solo leyendas —susurró Luz—. Están con nosotras.

Luney asintió, tocando el relicario como si al hacerlo conectara con algo más profundo.

—Feliz Navidad —dijo.

Y la frase, tan sencilla, sonó como una bendición que atravesaba los siglos.

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Esa noche, Luz durmió con el relicario bajo la almohada.

Soñó con bailes en salones dorados, con cartas escritas a la luz de las velas, con voces que reían en otro tiempo.

Y al despertar, no supo si lo había imaginado todo.

Pero sobre su mesa encontró un pétalo seco de rosa blanca.

Y un susurro en el aire:

—Gracias por recordarnos.