Hija De La Luna

Hija De La Luna

diamante en bruto

El sonido de las telas rozando el suelo llenaba la habitación. Adeline se mantenía de pie frente al gran espejo de cuerpo entero, mientras dos criadas abrochaban los últimos botones del vestido. El corsé ceñía su cintura con firmeza, y la falda celeste con bordes salmón caía en múltiples capas de seda, pesando sobre sus caderas como una armadura silenciosa. Aquel vestido, cuidadosamente elegido por su padre, era una joya digna de una princesa. Pero Adeline no se sentía una princesa; se sentía una niña disfrazada, envuelta en responsabilidades que aún no terminaba de comprender.

Una de las criadas le alzó el cabello con delicadeza, recogiendo los mechones blancos en un moño elegante, dejando algunos rizos sueltos que enmarcaban su rostro. Otra le aplicó una pizca de rubor en las mejillas y un tono suave en los labios. Cuando abrieron las cortinas, la luz matinal entró sin piedad, iluminando su rostro como si revelara un secreto.

-Estás lista, señorita O'Conel -dijo la doncella mayor, dando un paso atrás para observarla.

Adeline asintió, aunque su mirada se mantuvo fija en el reflejo. Su rostro pálido, sus ojos azul profundo con la pequeña media luna en el iris... Nadie más en el reino tenía aquella mirada. Había crecido escuchando murmullos: "La hija de la luna", la llamaban. Una rareza. Una joya helada.

Caminó por el pasillo del ala este con pasos medidos, acompañada por las criadas y un silencio expectante. Su padre la esperaba al final del corredor. El señor O'Conel, alto y de porte noble, la miró con orgullo y ternura, como si en ese momento viera a su difunta esposa y a su hija entrelazadas en un mismo suspiro.

-Estás hermosa, Ada -le dijo con una sonrisa suave-. Tu madre estaría tan orgullosa de ti como yo lo estoy ahora.

Ella le ofreció una mirada agradecida, sin palabras, y él le ofreció su brazo.

-La reina te espera.

Los salones del palacio estaban adornados con flores frescas, candelabros de cristal y una multitud de rostros bien vestidos. La corte entera había sido convocada. Y allí, en lo alto del trono, la reina observaba con una expresión impenetrable.

Cuando Adeline se acercó, la multitud pareció contener el aliento. El murmullo cesó. La reina, de ojos grises como tormentas antiguas, la contempló de arriba abajo. Y entonces, con una voz clara que resonó como campanas en un templo, dijo:

-Una joya como tu no se ha visto en generaciones... El diamante de la época.

Adeline bajó la mirada con una leve reverencia. Pero en su interior, algo tembló. No por la emoción, ni por el reconocimiento. Sino porque, por primera vez, sintió el peso de un destino que tal vez no quería. Y mientras los aplausos comenzaban a llenar la sala, su mirada se alzó... solo para encontrar, entre la multitud, a una joven con una corona sencilla y una expresión de interés. La primera princesa del reino.

Y así, sin que nadie lo notara, comenzó la historia.

Las campanas resonaban en la torre norte del castillo mientras los invitados comenzaban a dispersarse entre los salones y jardines. Adeline, aún bajo la mirada de decenas de ojos curiosos, se desplazaba con elegancia, aunque por dentro deseaba ser invisible. El título de diamante de la época parecía más una etiqueta que un halago, y su brillo empezaba a pesarle.

Mientras fingía interés en un grupo de damas hablando sobre moda parisina, un joven de cabello rubio dorado se le acercó con paso firme y sonrisa entrenada.

-Señorita O'Conel -dijo, inclinando la cabeza-. Soy Miller de Valfort, hijo del duque de Braventon. ¿Me permitiría el honor de acompañarla a tomar el té en los jardines?

Adeline, extenuada de los saludos, los cumplidos forzados y las miradas insistentes, pensó que quizás un cambio de aire no estaría mal. Asintió con cortesía.

-Será un gusto.

Los jardines del castillo estaban bañados por una luz dorada de tarde. Pájaros cantaban entre los rosales, y las fuentes susurraban agua fresca. Un sirviente ya había dispuesto una mesita con té y pasteles, todo perfectamente delicado. Miller le ofreció asiento, y ella se acomodó con gracia, aunque mantuvo la espalda recta como una dama educada debía hacerlo.

Durante los primeros minutos, Miller hablaba sin pausa: de política, de sus viajes, de los caballos que poseía su familia. Adeline asentía en silencio, con la mirada puesta en las flores. La conversación apenas tocaba algo real, hasta que él decidió girar el rumbo.

-Y dime, Lady O'Conel... ¿Cuántos hijos te gustaría tener?

Ella levantó la vista, sorprendida por lo directo de la pregunta. Se tomó un segundo antes de responder, con voz suave pero firme:

-No quiero hijos.

Miller soltó una risa breve, como si no hubiera entendido bien.

-¿No quieres...? No, claro, supongo que es normal tener miedo al parto o a la responsabilidad. Pero con el tiempo, ya verás. Los hijos son la herencia de una mujer. Tu sangre, tu nombre... es un deber.

Adeline no respondió de inmediato. Observó cómo el vapor se elevaba desde su taza de té, formando espirales que se deshacían en el aire. Sintió un vacío familiar en el pecho. El mismo que había sentido al mirar su reflejo esa mañana.

-No es miedo -dijo finalmente-. Es decisión.

Miller, incómodo por la firmeza de su tono, se irguió en la silla.

-Pero las mujeres están hechas para dar vida. Para cuidar, para formar hogares. ¿De qué serviría un linaje sin descendencia?

Adeline lo miró entonces, con esos ojos azules tan claros que casi dolían. Una media luna destelló en ellos bajo la luz del atardecer.

-Tal vez no quiero un linaje. Tal vez quiero algo más.

Él la observó, desconcertado. Por un instante, pareció no saber qué decir, y optó por reírse suavemente, como si ella hablara en broma. Pero Adeline no sonreía.

En ese momento, una figura se acercó por uno de los senderos del jardín. Vestía con sencillez, pero con una elegancia natural que no necesitaba adornos. Era la primera princesa. Sus ojos se cruzaron con los de Adeline solo por un segundo... pero fue suficiente para que el aire se volviera más liviano, y la conversación con Miller comenzara a desvanecerse en el olvido.

Adeline dejó la taza sobre el platillo con una suavidad calculada. Miller seguía hablando, ahora sobre el apellido que podrían combinar sus futuros hijos, pero sus palabras eran apenas un murmullo lejano para ella.

-Disculpa, Lord Valfort -interrumpió con amabilidad-. Creo que necesito un momento a solas. El calor me ha dejado algo mareada.

Él se levantó con rapidez, preocupado por las apariencias más que por su bienestar real.

-¿Te acompaño? Puedo pedir que traigan agua con limón...

-No hace falta -dijo ella con una leve sonrisa-. Solo un paseo entre las flores.

Y sin esperar respuesta, se giró con la ligereza de una bailarina y caminó por los senderos de grava blanca, siguiendo los pasos de la princesa.

No sabía por qué lo hacía. Tal vez por esa mirada que la atravesó sin esfuerzo, como si la conociera desde antes. O tal vez por el deseo de escapar, aunque fuera por un instante, del mundo que la rodeaba.

La figura de la princesa desapareció entre los altos muros de un laberinto de rosas rojas, y Adeline, guiada por su instinto, entró tras ella. El aroma de las flores era denso, casi embriagador. El aire estaba quieto, y el silencio hacía crujir las hojas bajo sus pies como si cada paso fuera un secreto.

Giró una esquina.

Y allí estaba.

La princesa.

Sola.

Sostenía una daga de hoja fina y pulida, tan elegante como peligrosa. En un solo movimiento, la colocó contra el cuello de Adeline. La albina se quedó sin aliento. No por miedo... sino por sorpresa. Por la cercanía. Por la intensidad de los ojos oscuros que ahora la miraban.

-¿Por qué me sigues? -preguntó la princesa, con voz baja, pero firme como el acero de la daga.

Adeline tragó saliva, sin apartar la mirada.

-Porque me causaste curiosidad.

Hubo un silencio. El filo seguía junto a su piel, pero los ojos de la princesa dudaron, bajaron ligeramente. Como si la sinceridad de Adeline hubiera desarmado algo en su interior. Finalmente, la daga se apartó con lentitud.

-Curiosidad -repitió la princesa, ahora casi en un susurro.

-No todos los días alguien me mira como si pudiera ver más allá de mi vestido y mi apellido -añadió Adeline, sin perder la compostura.

La princesa dio un paso atrás, guardó la daga en el cinturón oculto de su falda y la observó con intensidad renovada.

-Tú no eres como los demás.

-Tampoco tú -respondió Adeline.

Y por primera vez, ambas sonrieron. Apenas un gesto, apenas un roce de expresión. Pero bastó.

Bajo el cielo que comenzaba a teñirse de anaranjado, en un jardín escondido tras muros de flores, algo -pequeño, frágil y secreto- acababa de nacer.

Las sombras comenzaban a alargarse en el jardín, dibujando siluetas suaves sobre los senderos de grava. El silencio entre ellas no era incómodo, sino casi sagrado. La princesa caminó unos pasos más por el laberinto hasta llegar a una pequeña fuente de mármol blanco, oculta entre los muros de rosas. El agua brotaba con un murmullo constante, rompiendo la quietud sin perturbarla.

Se sentó en el borde, cruzando una pierna sobre la otra con elegancia instintiva. Adeline la siguió y tomó asiento a su lado, con la espalda recta, sus dedos apenas tocando la superficie del mármol. Por un momento, no se dijeron nada. Solo escucharon el agua y los pájaros que aún no huían de la luz.

-¿Cuál es tu color favorito? -preguntó Adeline de pronto, rompiendo el silencio con una dulzura inesperada.

La princesa alzó una ceja, divertida.

-Adivina.

Adeline se giró ligeramente hacia ella, observándola con detenimiento. No se detuvo en su vestido, ni en su postura, sino en la expresión de sus ojos, en la forma en que apretaba los labios cuando pensaba, en el modo en que no necesitaba adornos para ser imponente.

-El morado -dijo con firmeza.

La princesa la miró, sorprendida.

-¿Cómo sabes?

Adeline esbozó una pequeña sonrisa, no de burla, sino de certeza.

-Porque eres elegante. Hermosa, a pesar de tu vestido sencillo. Tienes una sonrisa muy bonita, pero también difícil de obtener. Todo eso me dice que eres como el color morado... elegante, fuerte, tal como el color.

La princesa desvió la mirada hacia el agua. Por un instante, su expresión fue casi vulnerable.

-¿Y por qué la pregunta? -preguntó entonces-. Eso suena como algo que preguntaría una niña. No una joven a punto de ser casada.

Adeline bajó la vista, observando cómo sus dedos jugaban con una hebra suelta del dobladillo de su falda.

-Porque en la sencillez de la pregunta... se puede encontrar lo esencial de la persona.

La princesa guardó silencio. El aire se volvió más denso, como si la temperatura hubiera bajado levemente. Luego, habló con voz más baja, casi como si no quisiera que las rosas la escucharan.

-Nadie me hace preguntas sencillas. Solo las correctas. Solo las importantes.

-Tal vez por eso nunca te han hecho las que de verdad importan -respondió Adeline, con una mirada que no temía encontrarse con la suya.

Los ojos de la princesa vacilaron, como si aquella frase hubiera tocado una cuerda olvidada. Su rostro, que siempre parecía en control, dejó entrever un atisbo de ternura. Luego, en un gesto inesperado, se quitó una pequeña flor que llevaba prendida al hombro. Era una violeta oscura, casi negra bajo la luz tenue del atardecer. La sostuvo entre los dedos por un instante, y luego la extendió hacia Adeline.

-Entonces dime tú... si sabes tanto de colores... ¿qué color eres tú?

Adeline no respondió de inmediato. Tomó la flor con delicadeza y la sostuvo sobre su regazo.

-Soy como la luna. No tengo color propio... solo brillo cuando todo lo demás se apaga.

La princesa la observó. Su rostro ya no era el de la heredera al trono, ni el de la joven con una daga escondida. Era simplemente ella. Una muchacha de diecisiete años sentada junto a otra, en un rincón secreto del mundo donde podían hablar sin máscaras.

-¿Y no te asusta eso? -preguntó en voz baja-. Brillar solo cuando nadie más te mira.

Adeline miró al cielo, ya teñido de lavanda y azul profundo.

-No. Porque a veces lo más verdadero solo se revela cuando el mundo duerme.

Hubo un silencio suave entre ambas. El tipo de silencio que no incomoda, sino que une. La princesa bajó la mirada, pensativa, mientras Adeline giraba la flor entre sus dedos.

-Adeline... -dijo ella entonces.

La albina se volvió hacia ella.

-¿Sí?

-Te seguirán haciendo preguntas importantes -dijo la princesa, con una sonrisa leve-. Pero espero que no dejes de hacer las tuyas. Las sencillas.

Adeline sonrió también. Por primera vez desde que llegó al castillo, sintió que podía respirar.

El sol comenzaba a ocultarse del todo, y en lo alto del cielo, la luna asomaba su silueta fina, como una sonrisa oculta.

Adeline regresó al salón principal cuando el cielo ya se había teñido de azul marino, con la luna fina como daga asomándose sobre los ventanales altos del castillo. Sus pasos eran suaves, pero su interior aún vibraba. No por miedo. Ni siquiera por confusión. Era otra cosa. Algo nuevo que no sabía nombrar.

Las luces de los candelabros caían en cascadas doradas sobre los rostros de los invitados. Risas, copas de cristal tintineando, y el murmullo constante de una aristocracia que nunca dormía. Todo era como antes. Y sin embargo, para ella, ya no era igual.

Su padre la encontró cerca de la mesa de dulces, preocupado, pero sin intención de mostrarlo demasiado. El señor O'Conel era un hombre sereno, pero sus ojos siempre hablaban antes que sus labios.

-Te perdí de vista un momento, hija -dijo con voz baja, mientras le ofrecía una copa de agua con limón-. Pensé que habías salido a respirar, pero han pasado casi dos horas.

Adeline tomó la copa y bebió un sorbo antes de responder.

-Tuve una conversación importante.

Él arqueó una ceja, pero no insistió. Su hija era reservada por naturaleza, y si algo había aprendido en quince años, era a respetar su silencio.

-¿Fue con algún joven? -preguntó, aunque su voz no tenía presión ni juicio.

Ella negó con una sonrisa pequeña.

-No exactamente.

Su padre no respondió. Solo la observó con ternura. Luego, suavemente, le acomodó un mechón suelto del recogido.

-Estás hermosa esta noche, Adeline.

-Gracias, papá.

Ambos se quedaron así unos segundos. En silencio. Como si compartieran una complicidad invisible.

Pero no todos habían olvidado su ausencia. Entre los invitados, Miller Valfort la observaba con una mezcla de despecho y curiosidad. Se acercó, copa en mano, con la sonrisa de quien intenta mantener la elegancia incluso cuando su orgullo ha sido herido.

-Señorita O'Conel -dijo con un tono excesivamente correcto-. Me alegra ver que ha regresado sana y salva. ¿Puedo preguntar dónde se encontraba?

Adeline giró hacia él, manteniendo el porte sereno. Su padre, discreto, se retiró unos pasos.

-Tomando un paseo. El jardín es... interesante.

-¿Tanto como para preferirlo a mi compañía? -replicó él, con una risa ligera que no alcanzó sus ojos.

Adeline inclinó la cabeza.

-Más interesante que hablar de nombres para hijos que no existen, sí.

El joven frunció el ceño, pero no dijo nada más. Dio media vuelta y se marchó, molesto, con la dignidad herida de quien no soporta el rechazo.

Adeline suspiró. La música cambió, y una nueva danza comenzó en el centro del salón. Los vestidos giraban como pétalos, las capas de los hombres se agitaban al ritmo del vals. Pero ella no se movió. En lugar de eso, sus ojos buscaron.

Y entonces la vio.

La princesa.

Al otro lado del salón.

Ya no llevaba la daga, ni el aire misterioso que la envolvía en el laberinto. Ahora era simplemente la heredera, con el mentón en alto y la espalda recta. Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Adeline, algo invisible volvió a vibrar.

La princesa no sonrió.

Pero tampoco apartó la mirada.

Adeline sintió que su pecho se llenaba de algo parecido a un secreto. Uno que no necesitaba palabras.

La música continuaba. La fiesta seguía. Pero para Adeline, el mundo se había reducido a un par de ojos oscuros, a una luna delgada en el cielo, y a una sensación que apenas comenzaba a despertar.

Y esa noche, al cerrar los ojos en su habitación, no pensó en ninguno de los caballeros que le habían hablado. Ni en el vestido, ni en los cumplidos. Pensó en el borde frío de una fuente, en una pregunta sencilla, y en una flor violeta que aún guardaba en su bolsillo.

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namjoon_skyi

namjoon_skyi

Me engancha, sigue escrib.

2025-05-12

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