El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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10
Al amanecer, la primera y pálida luz del día comenzó a filtrarse perezosamente a través de las ventanas sucias, iluminando las innumerables motas de polvo que danzaban en el aire quieto como espectros en una danza lenta. Esa luz tenue reveló la figura de su padre. Derek dormitaba sentado contra la pared, la cabeza inclinada con incomodidad sobre el pecho de Luka, que seguía dormido. En la cruda luz del nuevo día, Derek parecía haber envejecido diez años en apenas uno. Las arrugas de su frente, marcadas no por el paso del tiempo sino por la culpa y una impotencia devastadora, se veían más profundas que nunca. Verlo así, al brillante neurocirujano que comandaba salas de operaciones reducido a un simple y quebradizo refugio humano para su hijo, le partió el corazón a Valery en mil pedazos. Pero ese dolor, agudo y punzante, no la debilitó. Por el contrario, consolidó su determinación, transformando la pena en una fría y férrea resolución.
Cuando Derek se despertó sobresaltado por un crujido imaginario, sus ojos, velados por el sueño y la pesadumbre, buscaron inmediatamente a Valery en la penumbra. El fugaz destello de alivio al encontrarla sana y salva fue rápidamente reemplazado por la sombra habitual de culpa y dolor que ahora parecía tallada en sus facciones.
—Tienes que comer algo —dijo Valery, rompiendo el silencio y tendiéndole una de sus preciadas y escasas barras de cereal, su voz aún áspera por la falta de sueño.
Derek la aceptó con una mano que no podía evitar temblar, pero se limitó a sostenerla, a mirar el envoltorio plastificado como si no tuviera la más mínima idea de qué hacer con él, como si el simple acto de alimentarse requiriera una energía que ya no poseía.
Valery respiró hondo, llenando sus pulmones del aire cargado de polvo. Había ensayado mentalmente estas palabras durante las largas y solitarias horas de oscuridad.
—Papá —comenzó, su tono era bajo pero extrañamente claro, cortando como un cuchillo la espesa capa de silencio y polvo que los envolvía—. No podemos seguir hoy. No podemos.
Derek alzó la vista lentamente, una chispa de confusión y algo que se parecía al miedo encendiéndose en sus ojos cansados.
—El lago... —murmuró, aferrándose al mantra, al objetivo final que era lo único que parecía darle un sentido de dirección en el caos.
—El lago está a dos horas y media —lo interrumpió Valery con su pragmatismo habitual, implacable—. Dos horas y media de carretera abierta, de potenciales bloqueos, de... de gente como los del puente. —Hizo una pausa deliberada, dejando que la grotesca imagen de las llamas y los gritos se asentara en la mente de ambos—. Mira a Luka. Tiene fiebre. Está exhausto, mental y físicamente. Tú estás exhausto. Yo —y aquí su voz casi, casi, se quebró— estoy exhausta. No somos máquinas.
Derek bajó la mirada hacia el rostro febril de su hijo, cuya respiración aún era pesada y preocupantemente irregular. En el fondo, en lo más profundo de su ser agotado, sabía que ella tenía razón. La lógica era inapelable.
—Este lugar —continuó Valery, haciendo un gesto amplio con la mano para abarcar la casa en ruinas, el polvo, el silencio— está muerto. Lleva años, quizás una década, muerto. Y eso, ahora mismo, es nuestra mayor ventaja. Significa que nadie, nadie, vendrá buscando nada aquí. No hay comida que saquear, no hay agua, no hay medicinas, no hay combustible. Es un cascarón invisible, un punto ciego en el mapa del hambre y la desesperación. —Se inclinó un poco hacia adelante, capturando la mirada perdida de su padre, obligándolo a enfocarse—. Las paredes, aunque viejas, aguantan. La puerta la podemos asegurar mejor. Tenemos el SUV escondido, cargado de gasolina. Podemos... podemos parar. Solo unos días. Solo eso.
—Parar —repitió Derek, la palabra le sonaba extraña en la boca, ajena, como un concepto arcaico de un mundo que ya no existía. ¿Cómo te detienes, cómo descansas, cuando sientes que el mismísimo infierno te pisa los talones?
—Sí —insistió Valery, y su voz ganó una urgencia contenida, un dejo de súplica que rara vez permitía asomarse—. Parar. Para que Luka se recupere, para que la fiebre baje. Para que nosotros... para que nosotros recordemos cómo respirar sin que cada inhalación se convierta en un jadeo de puro pánico. —Miró sus propias manos, sucias, con cortes y moretones, manos que ya habían hecho cosas impensables—. No podemos llegar al lago, nuestro supuesto santuario, hechos añicos, convertidos en un lastre. Llegar así no sería sobrevivir, sería solo retrasar lo inevitable.
Derek guardó silencio durante un largo y pesado minuto. Su mirada, lenta y deliberada, recorrió la habitación polvorienta, los muebles fantasmales bajo sus sábanas, las telarañas que colgaban como estandartes de la derrota. Era un lugar profundamente triste, impregnado de una melancolía que se les pegaba a la piel. Pero también era, tal y como Valery argumentaba con tanta frialdad, un refugio inesperado y, en su propia y espantosa manera, perfecto. No ofrecía comodidades, ni calor, ni consuelo. Pero ofrecía lo único que necesitaban con desesperación en ese preciso instante: una pausa. Un respiro.
—¿Y si...? —empezó a decir, la duda y el miedo grabados a fuego en cada línea de su rostro.
—Si pasa algo, lo que sea —cortó Valery con rapidez, anticipándose a cualquier objeción—, tenemos el SUV. Tenemos gasolina de sobra ahora. Nos vamos al instante, sin mirar atrás. —Fijó sus ojos en los de él, transmitiendo una certeza absoluta—. Pero tenemos que intentar esto, papá. No podemos correr para siempre sin rompernos por el camino. Y nos estamos rompiendo.
La simple y brutal verdad de sus palabras finalmente logró traspasar la espesa capa de shock y culpa que había envuelto a Derek desde el bosque. Miró a su hija, realmente la miró, quizás por primera vez desde que todo empezó. Ya no veía a la niña a la que llevaba en hombros por la playa durante las vacaciones. Veía a la lider que los había guiado a través del infierno, a la estratega despiadada que los había salvado con una trampa de fuego y muerte, a la joven mujer que cargaba sobre sus hombros, con una estoicidad aterradora, un peso moral y práctico que debería haber sido suyo, el del padre. Y en sus ojos, más allá del agotamiento infinito y la coraza de hielo, vio, claro y nítido, un destello de súplica silenciosa. Una petición de tregua, no para ella, sino para todos ellos.
Con un suspiro profundo y tembloroso que parecía salir de las entrañas mismas de su ser, Derek asintió lentamente, el movimiento casi imperceptible.
—Unos días —murmuró, su voz era un hilo ronco, una rendición no ante su hija, sino ante la lógica desnuda de la supervivencia—. Solo unos días.
Valery no esbozó una sonrisa. No había lugar para el triunfo, ni siquiera para el alivio alegre, en esa decisión. Solo un asentimiento serio, un peso compartido, y un profundo y cansado alivio que le permitió, por fin, sentir el verdadero agotamiento recorriendo cada centímetro de su cuerpo.
—Hoy —dijo, volviendo al modo práctico, señalando con la cabeza hacia la puerta atrancada y el mundo exterior— priorizamos el agua. Revisaremos el viejo pozo, si es que hay uno. Inspeccionaremos los canalones y el tejado, por si podemos recoger lluvia si llega. Yo haré un reconocimiento más amplio y silencioso del perímetro, asegurándome de que realmente estamos tan solos como parece. —Hizo una pausa y lo miró fijamente—. Tú te quedas con Luka. No lo dejes solo ni un segundo.
Era una orden, no una sugerencia. Y Derek, una vez más, asintió. No por sumisión o por debilidad, sino porque, por primera vez en mas de horas interminables, el plan que su hija trazaba no sonaba como una huida frenética hacia adelante, sino como un frágil, desesperado y necesario intento de aferrarse a algo, por mínimo que fuera, que se pareciera remotamente a la vida. Incluso si esa vida estaba hecha únicamente de polvo, silencio y la tenue esperanza de que, por unos días, la pesadilla les diera la espalda.