NovelToon NovelToon
Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:561
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 18: "Flores"

La noche se había derramado sobre la mansión como un velo espeso, casi material, de esos que se sienten pegados a la piel más que vistos con los ojos. Afuera, el viento corría entre los árboles del jardín, y al agitar sus ramas levantaba hojas secas que se estrellaban contra los ventanales con un golpeteo apagado, semejante a un suspiro que no logra salir del todo. La luna, encadenada tras un paño de nubes delgadas, arrojaba una claridad incierta, grisácea, que entraba por el ventanal del dormitorio de Lyonel como un aliento frío. Esa luz se quebraba en líneas irregulares al filtrarse entre los pliegues de las cortinas, como si el propio aire estuviera hecho de cristales invisibles.

En la chimenea, el fuego ya no ardía: sobrevivía. Reducido a brasas agonizantes, exhalaba un crepitar tímido, tan leve que parecía confundirse con los latidos mismos de la casa dormida. El aire tenía un aroma húmedo, a tierra oscura, a lluvia detenida en la frontera del amanecer. Todo permanecía en calma, pero era una calma espesa, expectante, como si el mundo entero contuviera la respiración.

Lyonel dormía atrapado en esa quietud. Su cuerpo, cubierto hasta la cintura por una sábana arrugada, se agitaba con leves estremecimientos; sus dedos se cerraban de pronto sobre el colchón, como si intentara aferrarse a algo en su caída. En su rostro no había paz: las cejas tensas, los labios apretados y el brillo húmedo en la frente hablaban de un combate silencioso. Su respiración era irregular, entrecortada, como si corriera dentro de un pasillo del que nunca lograba salir.

En ese sueño —si es que la palabra “sueño” podía describirlo—, la vio. Una mujer de ojos que ardían con un fulgor imposible lo llamaba por su nombre. Su voz no venía del aire ni de su boca, sino de un lugar suspendido entre la vida y la muerte, como si atravesara muros invisibles para clavarse en él. Y detrás de ella, oscilaba una campana suspendida en un campanario que no existía: no sonaba a hierro, sino a carne, a hueso, a corazón latiendo demasiado fuerte. Cada tañido lo atravesaba por dentro, arrancándole el aliento.

Una luz dorada se encendió detrás de la figura, frágil como una llama en tormenta… y se apagó al instante, devorada por una sombra que parecía no tener fin. El rostro de la mujer se desdibujaba, huía en la penumbra como arena entre los dedos. Solo la voz permanecía.

—Lyonel…

El llamado era tan real que lo arrancó del sueño.

Abrió los ojos con un jadeo áspero, como si hubiera emergido del agua. Durante unos segundos no supo si había despertado o si el sueño había decidido cambiar de máscara. La habitación estaba igual y, sin embargo, distinta. El fuego parecía más débil, la luz de la luna más lejana, y el silencio… el silencio pesaba, denso, casi físico. Se incorporó, con el pulso martilleándole el pecho, y notó el sudor deslizándose por su cuello, helado como un dedo extraño.

El viento seguía moviendo las cortinas, pero ya no era un movimiento inocente. Tenía cadencia, un vaivén lento, casi calculado, como si alguien invisible cruzara la habitación rozándolas con la punta de los dedos. Lyonel se levantó, los pies desnudos sobre la madera fría, y avanzó hasta el ventanal. Afuera, el jardín se extendía bajo una bruma indecisa, borrando los contornos y haciendo del mundo un sueño líquido. Las rosas, que en la tarde parecían arder de color, ahora lucían apagadas, semejantes a flores de cera inclinadas en una ofrenda silenciosa.

Fue entonces cuando lo vio —o creyó verlo—. Una silueta atravesó el portón, apenas un destello humano en medio de la niebla. Lyonel parpadeó, clavó los ojos en ese punto, pero ya no había nada.

El viento sopló de nuevo, y entre sus pliegues arrastró un susurro, tan leve que apenas fue más que un pensamiento.

—Lyonel…

Se giró con violencia, buscando con desesperación el origen de esa voz. Solo encontró su reflejo en el espejo del tocador: pálido, exhausto, con las ojeras como dos heridas abiertas. Pero detrás de ese reflejo, por un instante fugaz, una sombra femenina se deslizó, delgada, con el cabello cayendo en cascada sobre los hombros.

Parpadeó. Y la sombra ya no estaba.

El corazón le golpeaba el pecho como si quisiera quebrarlo desde dentro. No era la primera vez que esa voz venía a buscarlo, pero ahora lo comprendía con certeza: no era un recuerdo. No era un eco. Era un llamado.

El silencio se había instalado en la habitación como un huésped invisible. En la estancia contigua, Eliza dormía profundamente, ajena al temblor que recorría los pensamientos de Lyonel. El muro que los separaba parecía más grueso que nunca: del otro lado, ella respiraba con la serenidad de quien se ha entregado al sueño; de éste, él permanecía prisionero de un desvelo que no sabía explicar. Por un momento pensó en llamarla, romper la distancia, buscar consuelo en una voz humana. Pero se contuvo. No quiso contagiarla con ese miedo sin nombre que empezaba a apoderarse de él, un miedo que no nacía de algo tangible, sino de lo que no podía verse, de lo que parecía ocultarse justo en el borde de las sombras.

Avanzó despacio, tanteando en la penumbra hasta alcanzar la mesa donde reposaba un vaso de agua. Sus dedos rozaron el cristal; el líquido estaba frío, casi helado, y al llevárselo a los labios el sabor le pareció metálico, como si la noche se hubiera disuelto en él. Bebió despacio, dejando que el agua descendiera por la garganta, pero no lo alivió. El aire a su alrededor seguía cargado, con esa textura invisible que anuncia la tormenta antes del trueno.

Entonces, sin saber por qué, levantó la vista hacia el espejo del tocador. Fue un acto instintivo, una reacción sin pensamiento, y lo que vio en él lo dejó sin aliento. Detrás de su reflejo —tras esa figura pálida y tensa que apenas reconocía como suya— se alzaba una silueta. No un cuerpo entero, sino una insinuación de forma: hombros estrechos, un contorno de cuello, el brillo opaco de un cabello que parecía flotar más que caer. La figura permanecía quieta, suspendida, como si esperara algo. No podía distinguirle el rostro, pero aun así sintió sus ojos.

El vaso tembló en su mano.

Se giró con brusquedad, el corazón golpeando el pecho como un tambor. La habitación estaba vacía. Solo el fuego moribundo, las sombras alargadas, el murmullo del viento colándose por la rendija del ventanal. Nada más. Pero el aire había cambiado: el olor, la temperatura, incluso el silencio eran distintos, como si algo hubiera pasado por allí y hubiera dejado una huella invisible, una nota disonante en el aire.

Lyonel se quedó inmóvil un momento, escuchando, tratando de discernir si aquel temblor que sentía provenía de su cuerpo o de la propia casa. Luego volvió la mirada al espejo. La superficie devolvía únicamente su imagen, distorsionada por la luz débil, y sin embargo no pudo evitar pensar que había algo detrás de ese reflejo, un fondo oscuro que lo observaba a través de sí mismo.

Pasó una mano por el cabello, intentando calmarse, y respiró hondo. Desde el cuarto de al lado llegaba el rumor apagado del sueño de Eliza, el roce de las sábanas cuando se movía levemente. Ese sonido, tan simple, tan humano, lo sostuvo por un instante. Le recordó que el mundo real seguía existiendo, que aún había una frontera entre los vivos y aquello que lo acechaba en los espejos.

Pero cuando volvió a mirar hacia la ventana, el reflejo cambió: las cortinas se mecían despacio, como si alguien las hubiese tocado desde afuera. Lyonel se acercó al ventanal y apoyó la palma en el cristal. El frío le mordió la piel, y su propio aliento empañó el vidrio, dibujando sobre él un velo blanco. En ese instante sintió, o creyó sentir, una respiración ajena mezclarse con la suya. Un suspiro que no era suyo, leve, casi imperceptible, pero real.

Giró una última vez hacia el espejo, impulsado por una necesidad absurda de comprobar su cordura. No había nada. Solo el reflejo de un hombre exhausto, con la mirada extraviada y el alma encogida, en una habitación que parecía más grande de lo que era. Pero, al dar un paso atrás, notó que el borde inferior del espejo estaba empañado, y sobre el cristal se formaba lentamente una palabra, escrita por una mano invisible.

“Lyonel.”

El sonido de su nombre flotó en el aire como un hilo invisible entre los dos mundos. Y en ese momento, en el silencio absoluto de la noche, juraría que, del otro lado del muro, Eliza dejó de respirar por un segundo, como si la voz hubiera cruzado también sus sueños.

Aurora abrió los ojos con lentitud, como quien regresa de un sueño demasiado profundo, un sueño que no pertenece del todo al mundo de los vivos. Durante un instante, el silencio fue absoluto. Luego oyó su propia respiración: irregular, desacompasada, casi extraña, como si ese cuerpo al que volvía no le respondiera todavía.

La luz que se filtraba por las rendijas del campanario era pálida, blanquecina, y en ella flotaba el polvo suspendido, cada partícula girando con la solemnidad de un recuerdo antiguo. Esa claridad tenue apenas alcanzaba los muros agrietados, los hierros retorcidos, las campanas oxidadas que colgaban sobre su cabeza, mudas, detenidas en un tiempo que parecía haberse rendido.

El cuerpo le pesaba, no como a quien despierta de un largo sueño, sino como a quien carga algo que no pertenece a este mundo. Los músculos tensos, la piel sensible, y un dolor que no era físico sino más profundo, un eco punzante que nacía en el alma misma: la huella del toque de Lucifer, ese roce helado que no se borra aunque uno despierte mil veces.

Se incorporó despacio, apoyándose en una columna fría, y durante un segundo creyó que las sombras del techo se movían con ella, obedientes, como animales oscuros que reconocían a su dueña. Miró sus manos: la piel parecía translúcida, casi luminosa, y bajo ella corrían venas finas y oscuras, como hilos de tinta viva trazados sobre mármol.

Descendió la escalera en espiral con la torpeza de quien ha olvidado el significado del movimiento. Cada piedra, húmeda y helada, le devolvía una sensación distinta: culpa, vértigo, miedo, una nostalgia sin nombre. Cuando llegó al último peldaño, el aire cambió. Un hilo de viento se colaba por la puerta entreabierta y traía consigo el olor de la aldea: pan recién horneado, humo de chimeneas, el aliento terroso de la lluvia reciente pegándose a los muros.

Aurora dio un paso afuera. El sol la golpeó en el rostro como una revelación dolorosa. No era un sol hostil, pero sí distante, como si brillara sobre un mundo que ya no la recordaba. Parpadeó varias veces hasta que las formas se hicieron nítidas: las casas de piedra, los tejados de pizarra, los balcones con ropa tendida, las calles donde alguna vez caminó sin pensar en la eternidad. Todo seguía allí, y sin embargo, nada era igual.

Los colores parecían drenados, como si una capa de ceniza cubriera el pueblo; incluso los sonidos —el rumor del agua en la fuente, las voces de las mujeres comprando en el mercado— llegaban distorsionados, arrastrados por una lejanía imposible, como si vinieran desde otra vida.

Comenzó a andar por la plaza con pasos vacilantes. Buscaba rostros, memorias, alguna señal de pertenencia, pero la gente pasaba junto a ella sin mirarla, sin percibirla. Era un fantasma caminando entre los vivos. Hasta que oyó risas.

A un costado de la iglesia, en un claro donde el sol caía más franco, un grupo de niños jugaba a perseguirse con coronas de flores marchitas. Sus risas eran ligeras, tan puras que parecían pertenecer a otro mundo. Aurora los observó inmóvil, con una ternura que dolía. La inocencia de aquella escena —tan simple, tan humana, tan lejana para ella— le atravesó el pecho como un recuerdo que no duele por lo que fue, sino por lo que nunca volverá.

Y entonces, uno de los niños se detuvo.

Era pequeño, de cabello oscuro y mejillas manchadas de tierra. La miró. Pero no con la curiosidad distraída de un niño: la miró con la fijeza de quien ve algo que no debería existir. Los demás seguían jugando, ajenos, pero él permaneció quieto, los ojos muy abiertos, respirando con dificultad.

Aurora sintió su mirada como una caricia helada sobre la piel. Por un instante creyó que la reconocía, que aquel niño la había visto antes —en otro tiempo, en otro cuerpo, en otro cielo—.

El viento sopló, y su melena se agitó bajo la luz, los hilos castaños encendiéndose como fuego líquido. El niño dio un paso atrás, asustado, como si aquella luz lo hubiera delatado. Luego giró y corrió hacia el grupo, desapareciendo entre las risas que, de pronto, ya no sonaban tan alegres.

Aurora quedó sola, de pie, con el corazón acelerado, sin saber si lo que sentía era miedo o el estremecimiento de saberse vista. Bajó la mirada: una de las coronas de flores había caído al suelo, deshaciéndose lentamente. Los pétalos giraban en el aire antes de ser arrastrados por la brisa hacia la calle, como si se resistieran a morir del todo.

Entonces lo sintió. No un sonido, sino una invasión. Un susurro que no venía de afuera, sino de adentro, deslizándose entre sus pensamientos como una mano fría.

La voz de Lucifer.

—Obtén su corazón, Aurora… —dijo, con un tono suave, casi paternal—. O lo arrancaré yo mismo.

Cerró los ojos. El aire se volvió más espeso, cargado de algo invisible. No necesitaba mirar al cielo para saber que el pacto seguía ahí, invisible, adherido a su sombra.

Comenzó a caminar sin rumbo, con las piernas temblorosas y el pulso desbocado, sintiendo que su corazón —aunque aún latía— ya no era suyo.

Y entonces, desde lo alto, las campanas de la iglesia comenzaron a tañer solas.

Un sonido grave, doliente, que no anunciaba misa, sino condena.

El pueblo respiraba una quietud que solo se encuentra en los lugares olvidados por el ruido del mundo. Las calles, cubiertas de polvo y piedras irregulares, se extendían entre casas de madera y piedra que parecían sostenerse más por costumbre que por fuerza. El sol, alto y tibio, caía sobre los tejados oxidados, sobre los ventanales donde colgaban cortinas descoloridas y sobre los callejones donde el aire olía a pan, a humo y a hierba recién cortada. Aurora caminaba despacio, arrastrando la mirada por todo aquello con una mezcla de extrañeza y familiaridad, como quien regresa a un sueño que ya no encaja con la realidad.

El pueblo tenía encanto, sí, pero era un encanto melancólico, de esos que nacen de la sencillez y del tiempo detenido. Las gallinas picoteaban a la sombra de los muros, los perros dormían en las puertas, y desde las ventanas abiertas se escapaban fragmentos de conversaciones cotidianas: voces que hablaban de mercados, de lluvia, de bodas, de nada. Aurora las escuchaba sin oírlas, perdida entre la multitud de sus propios pensamientos.

Lyonel.

Ese nombre la perseguía incluso bajo el sol. Todavía no podía creerlo: el hombre que alguna vez le había salvado la vida, que había sido su refugio en medio de su condena, llevaba en la sangre la sombra de Lucifer. Su mente se debatía entre el horror y la compasión, entre la idea de que él era una pieza más del juego infernal y la certeza de que su corazón seguía siendo el mismo.

¿Era eso lo que el infierno quería de él? ¿De ella?

¿Convertir el amor en un arma?

Sin darse cuenta, sus pasos la llevaron hasta la plaza central. El aire allí era más claro, vibrante. El ruido de la fuente se mezclaba con las risas de los niños y con el chillido metálico de una carreta que pasaba. Los bancos de hierro estaban calientes por el sol, y las palomas se agitaban con el vuelo perezoso de las horas tranquilas. Aurora se sentó en uno de ellos, dejando que el peso del día le cayera encima. Se llevó las manos al regazo y, por un momento, olvidó fingir. Dejó que la expresión se le aflojara, que la tristeza le cruzara los ojos sin resistencia.

—Es un lindo día, ¿verdad? —dijo una voz femenina, suave, cercana.

Aurora levantó la mirada. No se había dado cuenta de que no estaba sola. A su lado, sentada en el mismo banco, había una joven de rostro luminoso, piel clara y un mechón de cabello suelto que el viento se empeñaba en moverle frente a los ojos.

—Sí… —respondió Aurora, algo sorprendida—. Es un lindo día.

La joven la observó un instante, con una curiosidad amable que no incomodaba.

—No te había visto antes. ¿Cómo te llamas?

Aurora tardó en responder. Sintió la necesidad de pensar, de recordar la historia que había inventado para sí misma, esa identidad que debía protegerla.

—Me llamo Anna —dijo al fin, con una sonrisa tenue, casi automática.

La otra sonrió también, con una calidez sincera.

—Un placer, Anna. Yo soy Florence. Y dime, ¿eres de por aquí? Nunca te había visto.

Aurora desvió la mirada hacia la fuente, el agua brillando como espejos rotos.

—Sí… algo así. Mi familia es ganadera, vivimos a las afueras del pueblo. No venimos mucho al centro.

Florence abrió los ojos con un gesto de sorpresa.

—Vaya, ganaderos. Entonces tu familia debe de tener dinero —dijo, entre divertida y envidiosa.

Aurora negó con la cabeza, aún mirando el suelo.

—No, no tanto. Solo lo suficiente para vivir —respondió, con voz tranquila.

Florence soltó una risa breve, ligera

.

—Bueno… al menos ganarán más que unos simples vendedores de flores.

Fue entonces cuando Aurora notó que la joven sostenía un ramo en las manos. Rosas frescas, de un rojo intenso, algunas con espinas, otras ya abiertas como heridas suaves.

—¿Tu familia vende flores? —preguntó, inclinándose un poco para verlas mejor.

—Sí —respondió Florence, alzando el ramo con orgullo—. No es un trabajo que pague mucho, pero es honesto. Y bueno… al menos no tengo que limpiar el estiércol de los animales.

Las dos se echaron a reír, una risa sencilla, cálida, casi doméstica. Aurora sintió cómo el peso del aire se aligeraba por un instante. La risa le salió sincera, limpia, como si brotara de un rincón que creía perdido.

—Supongo que tienes razón —dijo Aurora, aún sonriendo—. Las flores deben oler mejor.

—No siempre —replicó Florence, encogiéndose de hombros—. Algunas se pudren más rápido de lo que crees.

Aurora la miró, intrigada por la frase, pero Florence ya estaba mirando al cielo, como si no hubiera dicho nada especial. Durante unos segundos, ambas guardaron silencio, observando el ir y venir de la gente en la plaza. Aurora se sintió extrañamente en paz en compañía de esa desconocida. Tal vez porque no había pasado tanto tiempo desde que fue humana, y la humanidad, cuando se cruza de improviso, puede doler… pero también sanar.

Florence acomodó el ramo sobre el regazo, arrancando con cuidado una espina que asomaba entre los tallos. El gesto parecía distraído, pero tenía algo meticuloso, casi ritual, como de alguien acostumbrado a cuidar incluso lo que pincha.

—¿Sabes? —dijo por fin, con una sonrisa que se movía entre la complicidad y la resignación—. Hoy mi madre me levantó antes del amanecer para cortar estas flores. Jura que las rosas duran más si las arrancas cuando el sol todavía no ha tocado los pétalos. Pero no te imaginas el frío que hacía. Creí que se me congelaban los dedos.

Aurora la miró con una mezcla de sorpresa y diversión, y se dio cuenta de lo fácil que era escucharla.

—Debe ser horrible levantarse tan temprano —respondió, encogiéndose un poco dentro de su abrigo—. En mi casa nadie se mueve antes de que cante el gallo.

—Entonces en tu casa viven mejor que en la mía —replicó Florence, soltando una risa que parecía aflojar el aire entre ellas—. Yo juré que un día prendería fuego a ese maldito gallo.

Aurora rio, llevándose la mano a la boca para contenerse.

—No digas eso, pobre criatura.

—¿Pobre? —Florence negó con la cabeza y le brillaron los ojos—. Tiene una voz capaz de despertar a los muertos. El otro día empezó a cantar a las cuatro de la mañana. Mi hermano, que duerme en el altillo, le lanzó una piedra. Falló, claro; tiene peor puntería que un borracho. Pero el gallo calló media hora. Esa fue la mejor media hora de mi vida.

Aurora se reía de verdad ahora, con los ojos húmedos de la risa y las mejillas encendidas. Al principio el sonido le pareció extraño, casi ajeno, como si no recordara haber reído así en siglos.

—Parece que en tu casa no se aburren nunca —dijo, todavía sonriendo.

—Aburrirnos no. Discutir, sí —respondió Florence, apoyando el codo en el respaldo del banco y girando hacia ella—. Tengo dos hermanos, y los dos creen que el mundo gira alrededor suyo. Uno quiere ser herrero, el otro soldado, y yo… yo solo quiero vender flores sin que nadie me diga cómo hacerlo.

Aurora la observó un momento, reconociendo en esa rebeldía simple algo que ella misma había perdido hacía mucho.

—¿Y tu madre? ¿No te ayuda?

—Mi madre ayuda a todos menos a sí misma —dijo Florence, con un suspiro que no sonó triste, sino resignado, como si contara un secreto evidente—. Supongo que así son las madres.

El silencio se instaló entre ellas, pero era un silencio amable, lleno del murmullo de la plaza: el chirrido de una carreta al doblar la esquina, el tintinear de unas campanas lejanas, los vendedores pregonando pan y frutas con voces gastadas.

Florence rompió el silencio con una sonrisa pícara.

—¿Y tú, Anna? ¿Qué haces cuando no estás en la granja? No me digas que te pasas el día mirando vacas.

Aurora se encogió de hombros, buscando las palabras.

—No mucho. A veces leo. O camino por los campos. Me gusta ver cómo cambia la luz al atardecer.

—¿Lees? —Florence arqueó una ceja, interesada—. No muchas chicas de por aquí leen.

—Mi madre decía que leer te da un lugar donde esconderte cuando el mundo se vuelve demasiado grande —dijo Aurora en voz baja, casi para sí.

—Pues tu madre era sabia —asintió Florence—. Yo solo sé leer los precios del mercado, y a veces ni eso.

Aurora sonrió, más relajada.

—No hace falta saber mucho para entender el mundo.

—No —replicó Florence, inclinándose un poco hacia ella con un destello travieso—, pero ayuda cuando los hombres creen que eres tonta. Es divertido verles la cara cuando descubren que te das cuenta antes que ellos de que te están mintiendo.

Las dos rieron juntas, una risa que no buscaba esconder nada, que nacía del simple hecho de compartir un instante. El sol se movía despacio sobre la plaza, dorando el polvo del aire, y los sonidos cotidianos parecían acompasarse a su charla.

—Eres diferente, Anna —dijo Florence después de un rato, con una franqueza inesperada—. Es fácil hablar contigo.

Aurora la miró sorprendida por la sinceridad de esas palabras.

—Supongo que porque no conozco a nadie y no tengo con quién hablar.

—Entonces ya conoces a una —respondió Florence, poniéndose de pie con el ramo en la mano—. Si algún día te cansas de tus vacas o de leer, pásate por el puesto de flores, al lado de la fuente. Siempre necesito una mano para espantar moscas.

Aurora bajó la mirada, casi tímida.

—Lo recordaré.

Florence le guiñó un ojo, giró sobre sus talones y echó a andar por la calle empedrada, dejando un rastro de pétalos sueltos a su paso. Aurora la siguió con la vista hasta que desapareció entre la gente.

Por primera vez desde que había regresado al mundo de los vivos, sintió algo parecido a la normalidad. Una conversación trivial, una risa compartida, un instante sin órdenes ni sombras.

Le bastó ese respiro para olvidar, aunque fuera por unos minutos, que el infierno seguía esperando detrás de cada esquina.

La mañana se filtraba lentamente por los ventanales altos de la biblioteca, llenándola de un resplandor dorado y tibio. La luz caía sobre los muebles con una delicadeza casi ritual, revelando el polvo suspendido en el aire: pequeñas motas de oro que parecían flotar entre las páginas del silencio. Desde fuera llegaban sonidos difusos —el rastrillo de los jardineros, el murmullo de las fuentes, el canto obstinado de un mirlo escondido en los rosales—, y todo parecía moverse con esa calma expectante de las horas tempranas.

Lyonel estaba allí desde hacía rato, con la camisa desabotonada en el cuello y las mangas arremangadas hasta los codos. En la biblioteca el silencio era distinto: no era un silencio muerto, sino uno que parecía pensar. Las hileras de libros se alzaban como torres silenciosas, y había en ellas algo parecido a una vigilancia amable, como si custodiaran los pensamientos de quienes habían pasado por allí antes.

Subido en una de las escaleras de mano, Lyonel recorría los títulos con la vista, buscando un volumen de historia que recordaba vagamente haber leído cuando era niño. Entonces vio algo que no encajaba. En la parte alta de una repisa, entre los lomos ordenados, sobresalía un pequeño bulto envuelto en un pañuelo de lino amarillento, endurecido por el tiempo.

Alargó el brazo, lo tomó con cuidado. El tejido crujió entre sus dedos, áspero, frágil, como si se quejara de haber sido despertado después de años de quietud.

Bajó despacio, con el hallazgo entre las manos, y se sentó junto al ventanal. El sol de media mañana se derramaba sobre el suelo, pintando una mancha cálida sobre la madera. Allí, con la luz temblando sobre el pañuelo, el objeto parecía un recuerdo que hubiera estado esperándolo.

Lyonel lo desenvolvió despacio. Bajo el lino reseco apareció un cuaderno encuadernado en cuero oscuro. No tenía título ni grabado alguno, solo un cierre oxidado que se resistía con terquedad. El cuero olía a polvo, a encierro, a tiempo detenido. Lyonel lo sostuvo unos segundos, reconociendo ese olor: el mismo que tenían los libros viejos del despacho de su tío Cedric.

Una sonrisa leve, casi nostálgica, se le dibujó en el rostro.

—Podrías haber sido tuyo, tío mío… —murmuró con afecto, como si Cedric aún pudiera escucharlo.

Recordar a su tío siempre le traía una mezcla de calidez y melancolía. Cedric había sido el único que lo trató como a un igual cuando era niño, el único que veía en sus preguntas curiosidad y no insolencia. Recordaba las tardes en que él lo llevaba a esta misma biblioteca, hablándole de libros prohibidos, de ideas que asustaban a los hombres demasiado cómodos con su fe. “El conocimiento no muerde, Lyonel —solía decirle con esa sonrisa de zorro viejo—, pero hay quienes preferirían quemarlo antes que mirarlo a los ojos.”

Por eso, sostener aquel cuaderno entre las manos lo llenaba de una familiaridad casi dolorosa. Lo abrió con cuidado, esperando encontrar los garabatos torpes de Cedric, sus notas en tinta marrón o alguna observación mordaz escrita al margen. Pero no. La caligrafía era fina, precisa, sin titubeos. En la primera página, en el centro, se leía un nombre que no reconocía:

Sigmund Fitzroy.

Lyonel repitió el nombre en voz baja, probando su peso en la lengua. Fitzroy. No le sonaba. Ni en las historias de su tío, ni en ningún otro lugar.

Fuera, el viento sopló contra los ventanales, agitando las cortinas y haciendo que las sombras de las ramas danzaran sobre los muros. Lyonel pasó la yema del dedo sobre la tinta ya desvaída. Sintió un estremecimiento leve, una inquietud que no sabía explicar. No era miedo, exactamente, sino una sensación de reconocimiento sin recuerdo: como si el libro supiera algo que él aún no.

Miró otra vez el nombre, luego el cuero envejecido, y pensó —con esa mezcla de intuición y duda que lo acompañaba desde niño— que aquel cuaderno no había estado perdido. Que no era un hallazgo casual.

Había estado esperando.

Esperando precisamente ese día, esa hora, esas manos.

Y aunque no lo supiera todavía, al abrirlo había tocado algo que lo ataría, silenciosamente, al mismo destino que una vez consumió a Cedric.

1
Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play