Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.
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SIN DUDA ENAMORADOS.
...Victor:...
Cuando Romina me pidió que la acompañara esa mañana, no pregunté a dónde íbamos.
Solo la seguí.
Me bastaba con verla vestida con jeans, una camiseta blanca, una coleta improvisada y esa mochila pequeña colgada del hombro. Iba tarareando una canción vieja en el asiento del copiloto, sin decir mucho, pero con una paz que no le había visto en días.
Tomamos una salida secundaria de la ciudad. Y después de varios minutos, nos metimos por calles que no salían en los mapas de lujo. Calles de tierra, techos de lámina, muros grafiteados. El contraste con la inauguración, con los trajes y los reflectores, me golpeó como un gancho al pecho.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, al ver cómo se ponía una vieja credencial al cuello.
—Necesito respirar —dijo simplemente—. Aquí aprendí a hacerlo.
Aparcamos frente a una pequeña clínica comunitaria improvisada. No era más que un par de habitaciones conectadas por un pasillo de concreto sin pintar. Pero afuera, había niños corriendo, una mujer embarazada esperando en una silla de plástico, y dos hombres mayores jugando dominó con piezas gastadas.
Romina bajó del auto con una sonrisa. Saludó a todos. Por su nombre. La abrazaron, le brillaban los ojos. Uno de los niños le dijo “doctora”, aunque sé que no lo era.
—Fui voluntaria aquí en mis años de estudiante —explicó, como si hablara de otra vida—. Atendía emergencias, repartía medicamentos… a veces solo me sentaba a escuchar.
La seguí, en silencio. Como si pisara un terreno sagrado.
Me presentaron a una señora que había perdido a su hijo por una bala perdida. A un anciano que, según él, Romina le salvó la vida en plena calle. A una madre que había dado a luz en su coche con ella como única ayuda.
Romina no era solo útil aquí. Era necesaria. Querida.
Y yo…
Yo solo podía observarla.
Y preguntarme cuándo fue que me jodí tanto por dentro que olvidé lo que era dar sin esperar nada.
Ella lo hacía con tanta naturalidad. Como si tuviera una reserva infinita de compasión. Como si no le doliera. Pero sí le dolía.
La vi mientras limpiaba una herida pequeña de un niño. Se le quebraba la voz al preguntarle si su mamá ya había llegado del trabajo. Después de despedirse de él, se quedó un segundo más, dándole un dulce, acariciándole el cabello.
Y entonces lo entendí.
Romina había crecido sin amor, pero estaba hecha de amor.
Como si cada carencia que la rompió se hubiera convertido en una gota más del océano que era.
Ella salvaba vidas. Mientras yo… yo las había arrancado.
—¿Por qué haces esto? —le pregunté, cuando salimos a tomar aire.
Me miró, sin responder de inmediato.
—Porque cuando doy… siento que existo —dijo finalmente—. Es lo único que no pudieron quitarme nunca. Mis ganas de amar.
Y yo sentí cómo algo se partía dentro de mí.
Algo se quebró.
Porque la amé.
La amé ahí mismo. De pie, bajo el sol que caía sobre ese barrio olvidado.
La amé con una intensidad nueva, sucia, redentora. Como si ella me lavara un pecado con solo existir.
No dije nada. Solo me acerqué.
Le tomé la mano.
Y por primera vez, no como Víctor Luján, el que aprendió a matar.
Sino como un hombre que por fin había aprendido a sentir.
No dijo nada cuando entrelacé nuestros dedos.
Solo bajó un poco la mirada y dejó que su pulgar rozara el mío.
Ese roce…
Tan simple.
Tan jodidamente cargado.
—¿Sabes lo que más me dolía antes? —preguntó de pronto, con la mirada fija en una pared descascarada—. Que mis padres siempre pensaban que todo lo hacía para llamar la atención. Que ser voluntaria, ayudar, correr entre ambulancias, era puro teatro.
Negué con la cabeza.
—Es porque no podían entenderlo. No podías dar lo que no conocías.
Ella me miró, sorprendida. Me reí, apenas.
—¿Qué? —preguntó.
—Que tú crees que yo soy el frío aquí… pero tienes una forma brutal de esconder lo que te duele.
—Y tú no.
—Yo solo aprendí a no mostrarlo —murmuré—. Hasta que llegaste tú.
Caminamos unos metros más, en silencio. Ella detuvo el paso en una zona sin pavimento, donde un árbol seco daba un poco de sombra. Se apoyó en el tronco. Yo quedé de frente. Vi su pecho subir y bajar con fuerza, como si todo eso la desarmara por dentro.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Por qué me sigues el paso? ¿Por qué no huiste cuando me subí a ese escenario y te arrastré con mi locura?
La pregunta era válida.
Lógica.
Y sin embargo, no tenía una respuesta razonable.
—No lo sé —admití—. Tal vez porque contigo siento que… que puedo ser alguien que no he sido antes.
—¿Y quién es ese?
—Alguien a quien no le gustaría perderte.
Alguien que quiere más días contigo. Más momentos como este. Más verdades.
Romina parpadeó. Su barbilla tembló apenas.
—Estoy rota, Víctor —susurró—. Estoy hecha de partes que apenas sostienen algo parecido a una persona.
—Yo no quiero una mujer perfecta —dije, acercándome—. Ya tuve máscaras. Ya fui parte de juegos sucios. Lo que quiero… es que si tú sangras, sea conmigo. Y si tú amas, también.
Ella se impulsó, se despegó del tronco.
Se me acercó.
Se detuvo apenas a un suspiro de distancia.
—¿Y si me vuelvo a romper? —preguntó, con los ojos vidriosos.
—Entonces te ayudo a reconstruirte.
Y sin más, la abracé.
No con deseo.
No con tensión.
Con una ternura que no sabía que tenía.
Sentí su cara hundirse en mi cuello. Su aliento temblar contra mi piel.
Y por un instante… el mundo fue más suave.
—Gracias por traerme aquí —le dije al oído—. Ahora entiendo por qué brillás como lo hacés.
Ella sonrió contra mí.
—¿Por qué?
—Porque viniste a encender donde muchos solo supimos apagar.
Y no lo dije en voz alta, pero lo pensé con el corazón latiéndome como un tambor:
Estoy enamorándome de vos. Como un condenado que encuentra redención en una risa que no le pertenece.
...****************...
La noche anterior a la boda no se parecía a nada de lo que había imaginado. No había copas brindando, ni trajes colgados esperando la ceremonia, ni esas risas nerviosas que dicen que siempre acompañan a los novios. Solo estábamos ella y yo. Sentados en el piso, descalzos, con las luces apagadas y el ruido de la ciudad filtrándose por las ventanas.
Romina tenía la cabeza recargada en mi hombro, sus piernas cruzadas, y los dedos jugando con los míos como si no pudiera decidir si quería entrelazarlos o soltarlos del todo.
—¿Estás nerviosa? —pregunté en voz baja.
Ella asintió sin hablar. Su cabello rozó mi cuello.
—No por casarme contigo —murmuró luego—. Por lo que significa. Por lo que puede cambiar.
Me giré apenas para verla. Tenía la mirada clavada en la nada. En el silencio. Como si temiera romperlo.
—Romina…
Ella suspiró.
—He perdido el control tantas veces que ahora me aterra soltarlo justo con alguien como tú. Porque tú podrías romperme. —Se detuvo—. Pero también sé que si me rompo, no hay nadie más en el mundo en quien confiaría para recoger mis pedazos.
Mis pulmones se comprimieron. Quise decirle que yo también estaba asustado. Que mi historia con el compromiso era tan jodida que apenas entendía lo que estaba haciendo. Pero que si había una mujer en la tierra por la que valiera la pena arriesgarse… era ella.
—Entonces prométeme una cosa —dije.
—¿Cuál?
—Prométeme que cuando tengas miedo… vas a mirarme. Que aunque no digas nada, me vas a mirar. Y yo voy a saber qué hacer.
Ella parpadeó. Una sola lágrima le cruzó la mejilla.
—Y tú prométeme que si te pierdes otra vez en la oscuridad… no vas a intentar salir solo.
La tomé de la cara con ambas manos. Mi frente apoyada en la suya. Y fue entonces cuando lo entendí.
No necesitábamos promesas adornadas. Ni votos de cuento.
Solo necesitábamos esto.
Ver al otro. En el momento más simple. Más real. Más crudo.
—Te lo prometo —susurré.
Ella cerró los ojos. Y en ese segundo… nos casamos sin papeles ni jueces. Con una promesa que sabía más real que todo lo que vendría después.
...****************...
Me aparté del bullicio del salón, con el teléfono vibrando entre los dedos. No contesté enseguida. Tenía el corazón demasiado agitado, la corbata demasiado ajustada. Pero el nombre en la pantalla no me dejaba opción.
Paolo.
Deslicé el dedo. Respondí.
—¿Qué pasa?
La voz al otro lado no era la de siempre. No era la de ese hombre imperturbable que podía negociar armas mientras bebía café.
Era la voz de alguien que se estaba ahogando.
—Víctor… no tengo a quién más llamar.
Fruncí el ceño. Miré de reojo la puerta cerrada del vestidor, justo al final del pasillo. Me aseguré de estar solo.
—¿Qué pasó?
—Se trata de mi familia —dijo. Y su voz… joder, su voz no sonaba así nunca. Nunca.
—¿Danna?
Silencio.
—No puedo hablar por teléfono —continuó, bajísimo—. Pero los tienen. Y si no actúo hoy… no sé si voy a volver a verlos.
Me apoyé contra la pared. Cerré los ojos un instante. Sentí cómo algo me oprimía el pecho. Paolo había hecho mucho por mí. Más de lo que debía. Y esta vez no era un negocio.
—¿Necesitas que vaya?
—Sí. Pero después de la boda —dijo, casi con culpa—. Te lo juro, te dejo terminar esto… pero después… por favor, hermano.
Suspiré. Asentí, aunque él no podía verme.
—Después de la boda —repetí.
Corté. Me quedé mirando la pantalla apagada unos segundos más. Pensando en lo que acababa de aceptar. En lo que Romina diría.
—¿Con quién hablabas?
Su voz me sobresaltó.
Me giré. Estaba ahí. En el marco de la puerta.
Vestida de novia. Perfecta. Hermosa. Inolvidable.
—¿Hace cuánto estás ahí? —pregunté, tragando saliva.
—Lo suficiente —respondió con calma, aunque sus ojos decían otra cosa—. No iba a entrar, solo vine a buscar una pulsera que olvidé… pero te oí. ¿Vas a irte?
No supe qué decirle. Así que solo asentí.
—¿Es un trabajo?
—No —negué de inmediato—. Es Paolo. Su familia está en peligro.
Ella bajó la vista un momento. Luego levantó la barbilla, como siempre hacía cuando estaba a punto de quebrarse pero no quería.
—¿Y piensas dejarme sola el mismo día que nos casamos?
—No. Me voy después —dije, firme—. Cumplo contigo primero. No hay nada más importante para mí hoy que eso.
Romina respiró hondo. Se acercó. Me tomó de la corbata con sus dedos fríos.
—¿Y después? ¿Me vas a volver a dejar? ¿Vas a perderte como antes?
—Te lo prometo —le dije, tocando su mejilla—. No vuelvo a ese mundo. No si tú me esperas en este.
Ella me sostuvo la mirada. Me creyó. O al menos… quiso hacerlo.
—Entonces cásate conmigo, Luján —susurró—. Y después… ve a pagar tus deudas. Pero vuelve. Porque si no lo haces, te juro que iré por ti hasta el infierno.
Sonreí.
Y en ese momento… supe que lo haría.
Volvería por ella.
O no volvería nunca.
...****************...
...Romina:...
Cerró la puerta tras de sí, y el mundo quedó en silencio.
Solo quedábamos nosotros.
Yo, vestida de blanco. Él, con la sombra de algo más que nervios en la mirada.
Lo vi.
Víctor intentaba parecer tranquilo, pero sus manos temblaban. No como cuando está molesto, sino como cuando algo lo arrastra por dentro y no sabe cómo decirlo.
Me apoyé contra la pared. No podía moverme. Tenía el corazón latiéndome tan fuerte que me dolía el pecho. Pero no era por miedo a casarme.
—¿Estás asustado? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Asintió. Sin mentirme.
—¿Tú?
—Mucho —dije. Me ardía la garganta—. Pero no de casarme contigo.
Sus ojos se oscurecieron un poco. Se acercó con esa forma suya de invadirlo todo: lento, seguro, inevitable. Sentí que mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente. Como si ya supiera que ese hombre, con todas sus cicatrices, era mi hogar.
—No sabía que se podía querer así —murmuró—. No sabía que alguien como tú podía mirar a alguien como yo sin odio.
Me quebré.
No lloré. No aún. Pero sentí un nudo formarse bajo el esternón mientras apoyaba la frente sobre su pecho. El lugar donde más segura me sentía.
—Tampoco sabía que yo podía confiar en nadie —susurré—. Hasta que me tuviste entre tus brazos cuando aún estaba rota. Y no me soltaste.
Sus manos me acariciaron como si temiera romperme, cuando en realidad, era yo quien se había vuelto fuerte por él. Me abrazó con el cuerpo y también con el alma. Sentí su boca en mi sien, luego en mi mejilla, y cuando por fin me besó, fue como si el tiempo se detuviera.
Lo besé de vuelta.
Lo hice con todo lo que llevaba guardado desde que descubrí que podía amar. Con todo el miedo. Con toda la entrega.
Mi vestido tenía una abertura en la entrepierna el comenzó a subir su mano.
El calor empezó a subir en mi cuerpo y la necesidad en mi entrepierna comenzó hacerse insoportable.
Me besaba con su agarre firme en la nuca, presa entre el y el muro.
Si mano llego a lencería, esa misma oierna se aferraba a él rodeándolo.
— Me gustaría hacerte sentir otra cosa, pero este vestido me lo pone muy difícil.— Gruño contra mi boca.
Comenzó a mover sus dedos entre el encaje y me tensé cuando lo sentí ahí.
— Nos están esperando…. — Jadee.
— Shh — Siseó sin dejar de besarme. — Déjame darte esto.
No volvi a replicar .
No se que hacía exactamente pero el movimiento de sus dedos me estaba elevando, al punto, que dejar de pensar en el mundo allá afuera.
Si esto era el amor, no me cansaría jamás de él.
No se exactamente que pero cuando me arranco lo gemidos provicados por las sensaciones más placenteras que habia sentido mi vida, una mirada de completa satisfacción se reflejó en su rostro.
Nos separamos apenas, pero nuestras respiraciones seguían entrelazadas.
—Cuando regrese… —susurró— te voy a hacer el amor como lo mereces. Sin miedos. Sin despedidas pendientes.
Sentí un escalofrío recorrerme. Y un ardor en la garganta.
Lo miré a los ojos.
Aun sumida en ese placer que acababa de darme.
—Pero vuelve, Víctor. Vuelve con vida. No quiero casarme con un recuerdo.
Me apretó contra él. Tan fuerte que sentí que si lo dejaba ir, algo en mí también se soltaría.
Pero después, se apartó solo un poco y me ofreció el brazo. Su sonrisa temblaba, como si supiera todo lo que estaba en juego.
—Vamos a casarnos, mi Reina.
Me limpié la lágrima que amenazaba con salir antes de que él la viera. Le sonreí, porque a veces el amor también se demuestra con valor.
Tomé su brazo.
Y caminé a su lado, hacia el altar.
Porque aunque supiera que después tendría que dejarlo marchar… ese era, sin duda, el hombre con el que quería casarme