En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 10: Hacia un nuevo amanecer
Semanas después, tras atravesar bosques devastados y aldeas desiertas, Tania y Leo encontraron un grupo de sobrevivientes que había logrado mantenerse unido. Familias, soldados y científicos compartían un mismo objetivo: sobrevivir y, si era posible, encontrar una cura para la infección. Entre ellos, había médicos improvisados, ingenieros y personas con conocimientos útiles para mantener el asentamiento funcionando. Cada uno aportaba algo, pero necesitaban liderazgo y coordinación.
—Podemos ayudarnos entre todos —dijo Tania, mostrando confianza—. No podemos hacerlo solos, pero juntos tenemos una oportunidad.
Los sobrevivientes, aunque cautelosos al principio, comenzaron a colaborar. Tania y Leo ayudaron a organizar patrullas para vigilar los alrededores, establecieron puntos de observación y diseñaron rutas seguras para recolectar alimentos y medicinas. Se crearon horarios y turnos de guardia, y los más jóvenes empezaron a aprender habilidades básicas de supervivencia bajo la supervisión de Tania.
Tania se convirtió en una figura clave del grupo, enseñando todo lo que Karen le había transmitido: cómo moverse sin hacer ruido, cómo identificar señales de peligro, cómo usar armas de corto y largo alcance y cómo planificar estrategias antes de enfrentarse a los monstruos. Cada misión de reconocimiento era un ejercicio de aprendizaje, no solo para Tania, sino para todos los que la seguían. Su voz y decisiones transmitían seguridad, y su ejemplo demostraba que la determinación podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Cada amanecer era un recordatorio de la fragilidad de la vida en ese mundo devastado. Desde la colina cercana al asentamiento, Tania observaba el horizonte: los árboles calcinados, las casas destruidas, los caminos abandonados. Todo eso era un testimonio de lo que habían perdido, pero también de lo que podían reconstruir. La tristeza por la pérdida de Karen seguía viva, pero también estaba la fuerza que le había dejado: coraje, estrategia y un amor profundo que enseñaba a proteger a los demás incluso cuando parecía imposible.
—Lo lograremos, abuela —susurró, apretando los labios y mirando al horizonte—. Sobreviviremos y reconstruiremos algo de este mundo, aunque sea pequeño.
La vida en el asentamiento comenzó a tomar forma: se construyeron barreras improvisadas con restos de madera y metal, se organizaron pequeños huertos para garantizar alimentos, y los médicos improvisados establecieron un área de cuidado para los heridos o enfermos. Cada día traía desafíos, pero también pequeñas victorias: una patrulla regresaba con suministros, un grupo de niños aprendía a moverse sin hacer ruido, o un nuevo aliado demostraba ser útil en la defensa.
Con cada paso que daban, con cada decisión tomada, Tania sentía que la esperanza, esa chispa que parecía extinguida, volvía a encenderse. Los árboles, las ruinas y los sobrevivientes a su alrededor no solo eran parte del peligro, sino también del futuro que ella estaba dispuesta a construir. Por primera vez en mucho tiempo, podía respirar y sentir que, incluso en medio del apocalipsis, aún existía la posibilidad de un nuevo comienzo.
Tania entendió que su papel no era solo sobrevivir, sino liderar, enseñar y proteger. La responsabilidad pesaba, pero también era liberadora: mientras hubiera vida, mientras hubiera personas dispuestas a luchar juntas, siempre habría un amanecer por el que valía la pena seguir adelante.