Esta historia nos narra la vida cotidiana de tres pequeñas familias que viven en el mismo complejo de torres, luego de la llegada de Carolina al lugar.
Tras ser abandonada por sus padres, y por sus tíos, la pequeña se ve obligada a mudarse con su abuela. Ahí conoce a sus dos nuevos amigos, y a sus respectivos padres.
Al igual que ella, todos cargan con un pasado que se hace presente todos los días, y que condiciona sus decisiones, su manera de vivir, y las relaciones entre ellos. Sin proponérselo, la niña nueva provoca encuentros y conexiones entre estas familias, para bien y para mal.
Estas personas, que podrían ser los vecinos de cualquiera, tienen orígenes similares, pero estilos de vidas diferentes. Muy pronto estas diferencias crean pequeños conflictos, en los que tanto adultos como niños se ven involucrados.
Con un estilo reposado, crudo y directo, esta historia nos enfrenta con realidades que a veces preferimos ignorar.
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Capítulo 22: El juguete robado
Con una sonrisa en su cara, Argelia contempló cómo su nieta salía a jugar con su amiga, siendo acompañadas ambas por el confiable perro de la casa. Desde la ventana, las observaba divertirse, en intervalos de un minuto. Por supuesto que aún no aprobaba todas las actitudes y los modos que la nueva amiga de Carolina había manifestado horas atrás, pero en aquel momento ya no las consideraba como algo muy importante. Estos solo la fastidiaron durante el almuerzo de ese mismo día, cuando la niña comenzó poniéndose melindrosa con la comida, y continuó usando expresiones como gato, facho, y gorila, para referirse a cualquier persona que, por algún motivo, no le agradaba de los programas de televisión que usaron para distraerse, antes, durante, y después del almuerzo. Claramente estaba imitando a alguien cercano a ella. No perdía oportunidad de hacer muecas de asco exageradas (incluyendo en las ocasiones en las que Argelia le ofreció diferentes opciones de comida), que la dama mayor consideró como una posible señal de mala educación. Todavía no conocía personalmente a la madre de la menor (solo la había visto algunas veces, y sabía su nombre porque Daniel la mencionó una vez), pero aquellos modos de Sofía no le hablaron a Argelia bien de ella.
No obstante, su acostumbrada siesta, y la alegría en el rostro de su nieta al ver que esa niña había ido a buscarla nuevamente para jugar juntas, hicieron que se olvidara de todo eso, dejándolo como detalles sin real importancia.
Al igual que Carolina, Sofía estaba genuinamente interesada en mantener esa amistad, y Argelia se daba cuenta de esto. Por lo tanto, era para ella un verdadero placer el verlas divertirse juntas, como en aquel momento en que iniciaron pasándose la pequeña pelota, evitando que Toby la agarrara (era la regla del juego).
—Che, ¿ya sabes a qué escuela vas a ir cuando empiecen las clases? —preguntó Sofía, luego de sentir el deseo de conversar sobre algún tema.
—A una que está por allá —respondió Carolina, señalando hacia su izquierda con la mano que tenía libre—. Mi abuela me explico que está a cinco cuadras de acá.
—¿Cinco cuadras para allá? Entonces vas a ir a mi escuela.
—Sí, Germán me dijo que le parecía que vos también irías a esa escuela, así que los tres vamos a ir juntos.
—Qué bueno. Pero allá vamos a estar en salones distintos, porque este año empiezo cuarto grado, y vos empezás tercero, ¿no?
—Sí, y Germán va a ir a quinto, pero tenemos los recreos.
—Podés jugar conmigo y con mis amigas. Hasta podes invitar a las amigas que hagas en tu salón, si hacés alguna, así somos más.
—Y si Germán y sus amigos quieren jugar también, vamos a ser muchísimos. Eso estaría buenísimo.
Sofía atrapó la pelota con su mano izquierda, y la devolvió casi inmediatamente. No contestó al último comentario de su amigo, optando por el silencio. Este no duró más de medio minuto.
—Juguemos a otra cosa —sugirió, tras recibir el pase de su amiga, y antes de dar por terminado el juego, entregándole la pelota al perrito, quien la recibió feliz luego de haberla deseado durante todo aquel último rato.
—Pero, ¿a qué podemos jugar? —preguntó la resignada Carolina, quien realmente aún no se había aburrido de lanzar la pelota—. Para jugar a la mancha, o a la escondida, dos personas es poquito. Necesitamos a alguien más, y Germán todavía no volvió.
—Usemos nuestros juguetes. Vos trae los tuyos, y yo traigo algunos míos.
—Bueno, dale ¿Cuáles querés que traiga?
—No importa, cualquiera, los que vos quieras.
—Pero no sé si mi abuela me dejará sacarlos. Me acuerdo que mi tía no nos dejaba, a mis primos y a mí, jugar afuera con los juguetes.
—Pero tu abuela seguro que te deja. Andá a preguntarle. Yo ya vengo.
No le dio oportunidad a su amiga de responder con una negativa a aquella última órden, pues se apresuró a regresar a su casa antes de terminar de pronunciar esas palabras.
Carolina no podía evitar recordar cómo sus tíos respondían con un disgusto que, a pesar de su corta edad, se le hacía evidente, cada vez que ella solicitaba autorización para hacer algo que deseaba. Le llevó solo unos pocos días decidir dejar de hacerlo, ya que únicamente podía pensar en su deseo de mantener alejadas de ella esas miradas de rechazo y desaprobación, lo que la condujo a hablar lo menos posible en aquella casa, principalmente en presencia de Bautista y Leonor.
En esa ocasión, a pesar de tener siempre presente que su abuela era muy diferente a ellos, dudó un momento antes de optar por seguir la indicación de su amiga.
—Caro, ¿qué pasa? —preguntó la sorprendida Argelia, al ver a su nieta parada en el umbral de la puerta de entrada, junto a Toby, sin mover ni un músculo.
—Abu, ¿puedo sacar un ratito los juguetes? —le preguntó, tras unos segundos de silencio, a la vez que el perro terminaba de ponerse cómodo en el sillón.
—Ah, ¿era eso? Sí, está bien, pero no saques muchos, y tené cuidado, que se te pueden llegar a romper si no.
Olvidando por completo las dudas que acababa de experimentar, entró en la casa corriendo, sin prestarle más atención a su abuela. Ni siquiera había decidido cuáles juguetes iba a llevarse, pero lo decidiría en cuanto los tuviera delante suyo.
Todos cabían en el cajón de la mesa de luz, que Argelia tenía desocupado hasta la mudanza de su nieta, y hasta sobraba espacio aún, el cual tenía que ser ocupado por más juguetes que ella deseaba regalarle en un futuro cercano. Sin embargo, no estaba segura de poder hacer eso pronto, debido a que la cantidad de dinero de su jubilación que le quedaba, después de pagar el alquiler de su hogar, era cada vez menor.
Daba gracias de que la niña comprendiera eso por el momento (aparentemente), y no le exigiera cosas que no podía darle. Parecía conformarse, por el momento, con lo que tenía para entretenerse.
Sofía no le había dicho qué clase de juego era el que llevarían a cabo esa tarde, por lo que no le resultó sencillo elegir los juguetes para la ocasión. Su amiga ni siquiera le había dado un número aproximado de juguetes, solo sabía que no debía llevar muchos, siguiendo la indicación que su abuela le había dado. Lo único que podía hacer era seleccionar los que podrían llegar a gustarle a Sofía, en base a sus propios gustos, y a lo que sabía sobre su amiga.
Demoró más de lo que había imaginado, pero finalmente salió de la casa con una pequeña bolsa de plástico llena de muñecos, usando toda la velocidad que le permitía su casi ilimitada energía de niña. Sofía aún no había regresado.
—¡Acá estoy! —le avisó a Carolina, al llegar cinco segundos después que ella—. A ver, ¿qué trajiste? Mostrame.
Sin esperar respuesta de su amiga, agarró la bolsa de la mano de esta. Carolina, dócilmente, la dejó agarrarla, y contempló en silencio como Sofía la depositaba en el piso y se ponía a revisar su contenido.
—Te los compró tu abuela, ¿no? —quiso saber mientras miraba todo aquello con atención.
—No, me los compraron mis papás —contestó Carolina, pensando únicamente en comenzar con aquel juego, fuese cual fuese.
Sofía, mientras continuaba analizando a su manera cada uno de esos trebejos de entretenimiento, pensó en decirle a su madre, al volver a su casa, que se había equivocado en su afirmación de unos minutos atrás.
—Debe haberte mentido esa nena —le comentó Reyna a su hija, un rato después—. Seguro la vieja le dijo que tenía que contestar eso si alguien le preguntaba, para que nadie sepa que tienen plata.
—También puede ser que sea verdad, que no le quiera comprar nada a Caro —fue la respuesta de Sofía.
Reyna reconoció que la explicación planteada por su hija era muy posible también. Así veía ella a los jubilados como Argelia: como a personas que no contribuían para nada a la sociedad, que solo se dedicaban a estar el día entero encerradas en sus casas, y a exigir que se le diera aún más dinero del que ya recibían.
Estaba convencida que la ayuda monetaria que recibía cada mes sería mucho más grande de no ser por esa gente que, según su opinión, no necesitaba ni la mitad de esa plata, a diferencia de ella que tenía una hija que criar. Eso es lo que su madre siempre se encargó de enseñarle, y lo que ella también siempre se encargó de hacerle saber a su hija. Por supuesto que tomaba en cuenta que aquella vieja ya tenía también una nena a su cuidado, pero le era imposible empatizar con ella, al igual que con la menor a su cuidado.
Si bien consideraba que la condición de vida de esta última era mejor que la de aquel nene llamado Germán, esa mujer seguía sin poder considerarse como una figura materna para la amiga de su hija, ya que había pasado la edad apropiada para eso, desde su punto de vista. Como todo niño, y toda niña, lo que ella necesitaba era una madre al igual que ese nene. Y lo peor era que, en ambos casos, la madre se encontraba con vida, pero por motivos diferentes, el nene y la nena se veían privados de las respectivas presencias de ambas, las cuales eran tan necesarias en sus vidas. Por eso, a pesar de permitirle a Sofía jugar con ella, e incluso con él (si quería hacerlo), continuaba sin estar del todo convencida respecto a esas dos amistades. Además, no dejaba de preguntarse si alguno de esos infantes no le influiría negativamente en su hija durante las horas de juego, pues estaba segura de que ese tipo y esa vieja debían pasar todo el día vigilando lo que ella hacía, o lo que dejaba de hacer, para después ponerse a criticarla con los menores de edad escuchando todo. Así había sido siempre el trato que su madre recibió por parte de esa clase de gente, según le contó ella misma. Por lo que había decidido pedirle a Sofía que recordara todo lo que esas personas hicieran, y dijeran, en presencia suya, y luego se lo comunicara.
Esa tarde, al verla entrar a buscar sus juguetes, le dijo que seguramente su amiga llevaría muchos, que su abuela le habría regalado usando el dinero que debería hacer para madres como ella.
Así que la niña, tomando esas palabras como una nueva tarea asignada por su mamá, le preguntó a Carolina cuál había sido la procedencia de las cosas que llevó.
—Pensé que tu papá y tu mamá eran malos —dijo Sofía, pensando en voz alta, después de la respuesta de su amiga.
—No siempre eran malos —respondió Carolina—. Me compraban cosas a veces, y cuando salíamos, o íbamos a visitar a alguien, no se peleaban.
El recuerdo borroso de su propio padre, y la expresión que Carolina estaba dibujando en su rostro, hicieron que Sofía optara por no seguir preguntando cosas respecto a ese tema.
Sin permitir que su amiga también se pusiera a revisar los juguetes que ella había traído, comenzó a acomodarlos todos a su gusto.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Carolina, curiosa.
—Estoy eligiendo los que vas a usar vos y los que voy a usar yo —le explicó ella, sin despegar los ojos de los juguetes que tenían las manos—. Vamos a hacer que eran dos equipos de... de siete cada uno. Y esta era la arena donde peleaban. Estos son los tuyos, y estos los míos. Tenés que elegir al capitán, o a la capitana.
Interesada por el juego que su amiga estaba planteándole, Carolina escuchó con atención lo que le estaba diciendo.
—Ahora elegí uno o una —indicó Sofía, después de haber seleccionado como contendiente al pequeño mono de peluche propiedad de Carolina—. Tienen que combatir, a ver quién gana. Todos y todas tienen poderes, pueden hacer muchas cosas.
Surgieron algunas dudas en la cabeza de Carolina; sin embargo, no expresó ninguna de ellas, y luego de una revisión rápida de los peleadores que tenía en su equipo, seleccionó como capitán a uno con traje de astronauta (que era de Sofía), y a un pequeño pterodáctilo marrón para que sea el contrincante del mono que había elegido su amiga.
Como capitán de su equipo Sofía eligió también uno de los juguetes de Carolina, y no le resultó necesario pensarlo ni por un segundo, pues aquella muñeca pony de color morado llamó su atención en el instante en que posó la mirada sobre ella mientras la sacaba de esa bolsa. Le había encantado. Tenía cuerno de unicornio y alas de pegaso, además de unos ojos que se le hicieron irresistibles a la niña.
Pero dejó de pensar en ese juguete durante varios minutos para poder poner toda su atención en los combates. La primera suposición de Carolina fue la correcta: en ese juego no existía ninguna regla para determinar qué personaje era el ganador, por lo que todo se reducía a lo que Sofía quisiera que pasase. No obstante, el juego estuvo lejos de resultarle aburrido, ya que su amiga se encargó de que cada una de estas batallas fuera entretenida. Le gustaron mucho las habilidades que les daba a cada uno de los luchadores, y la comedia que lograba introducir entre los rivales de cada enfrentamiento, la cual consistía, la mayor parte de las veces, en uno de los dos siendo claramente superior al otro, pudiendo humillarlo prácticamente a su antojo. Ella contribuyó haciendo expresiones y gestos que Sofía encontró divertidos.
En lo que sí se equivocó Carolina, fue al pensar que esa imaginativa niña haría que todos sus personajes ganaran cada una de las contiendas. De hecho, perdió las primeras dos, a pesar de haber dotado al mono de fuerza sobrehumana y de la capacidad de lanzar bolas de fuego por la boca. Lo que resultó clave para el triunfo del pterodáctilo fue su velocidad al volar, así como lo que podía expulsar por su pico, que Sofía describió simplemente como rayos.
Todos los enfrentamientos acababan cuando uno de los dos guerreros caían fuera de la arena, en un área específica, por lo que ambas podían mover a los muñecos fuera del lugar sin que esto meditará una descalificación, a menos que tocaran el lugar elegido para esto.
Carolina perdió el interés por ganarle a Sofía cuando descubrió que ese no era el objetivo del juego. Se trataba de una competencia de fuerza y habilidad entre esta variedad de personajes. Debido a esto, llamó su atención el hecho de que ella alargara tanto todos los combates, aún cuando era predecible quién sería el ganador, lo que ocurrió en casi todos. Sofía siempre tenía una excusa preparada para evitar que los muñecos cayeran en la zona de descalificación rápidamente. Usualmente dotaba a los personajes de una gran resistencia, o de alguna habilidad (como volar, o levitar) que les permitía salvarse en el último momento para proseguir con el combate unos minutos más. Pero estos debían terminar en algún momento, y cuando uno de ellos era derrotado, las niñas lo colocaban en el sector de los perdedores, mientras que el ganador era retirado de la arena para volver a ser usado en una futura pelea.
—¿La pony también te la compraron tu mamá y tu papá? —preguntó Sofía repentinamente, mientras elegían a los peleadores para la quinta pelea, al no ser capaz de seguir aguantando la curiosidad por más tiempo.
—No, me la regaló mi prima —contestó Carolina—. No la quería más, porque ya no le gustaba. Me preguntó si la quería, y le dije que sí. Es igual a una que vi un día, y que mis papás no me compraron porque dijeron que era muy cara. Por eso aproveché y le dije que sí a mi prima.
—Ah. Yo también vi una así un día. Mi mamá tampoco me la pudo comprar. Qué suerte la tuya. Ojalá alguien me regalara una igual a mí también.
Carolina se apresuró a cambiar de tema, pues no quería arriesgarse a que su amiga le pidiese aquella muñeca pony como regalo. Lo hizo eligiendo al siguiente personaje que debía entrar en la arena de combate: una pastorcita vestida de Rosa, cuyas ovejas venían adheridas a ella, por lo que el personaje podía usarlas para atacar al enemigo, ya que eran animales muy obedientes a su dueña, según Sofía. Esta última seleccionó su muñeco elefante de plástico como adversario para la pastora.
A esas alturas, ninguna de las dos le ponía atención a su alrededor. Los adultos que observaban con curiosidad lo que hacían, durante los pocos segundos que les tomaba pasar a su lado para ir a atender sus obligaciones, no existían. Carolina ya había empezado a inventar poderes y habilidades para unos personajes, como la mirada láser de un pequeño robot de color gris, o la capacidad de causar leves terremotos con solo saltar, la cual poseía un muñeco musculoso. Sofía aceptó las inclusiones de su amiga, y el juego llegó hasta la predecible batalla final entre los capitanes de ambos equipos. Estos tenían tres vidas cada uno, según la mayor de las dos niñas, por lo que perdería el primero en ser derrotado tres veces.
—¡Caro, acordate que hoy tenés que bañarte! —le gritó la abuela desde la puerta del departamento—. ¡Dentro de cinco minutos entrá!
—¡Espera a que terminemos el juego, abu! —contestó la aludida— ¡Falta poquito!
Temerosa, como siempre, de estar consintiendo mucho a su nieta, Argelia accedió a que la niña terminara de jugar. No obstante, sería más firme cuando la volviera a llamar, minutos después. Quería que su nieta estuviera lo mejor posible en ese lugar, que jugara mucho y que hiciera muchos amigos, pero no estaba dispuesta a dejar de lado la disciplina. Carolina debe entender que podía confiar en su abuela, pero también que tenía que obedecerla.
—Dale, sigamos —exclamó Sofía, mientras levantaba la pony de la zona donde los luchadores debían caer para ser derrotados—. Al tuyo todavía le quedan las tres vidas, y a la mía le quedan dos.
No se notó en su cara, ya que logró disimularlo, pero sintió satisfacción al poder referirse a esa pony como "la mía". Hasta la fecha fue lo único que su mamá no había podido darle, el único pedido al que su madre respondió con una negativa en sus 8 años de vida. La niña ya había olvidado todo respecto a ese juguete hasta que lo tuvo en sus manos aquel día. Recordó claramente las palabras de su mamá cuando le estaba explicando el motivo para su negativa. El deseo por poseer aquel objeto se volvió a despertar dentro suyo. Sin embargo, el juego era mucho más importante en ese momento.
—¡Dale, Caro, ya vení de una vez! —volvió a llamarla Argelia, cinco segundos después de que aquella pony, con una vida restante, logró derrotar por tercera vez a ese astronauta volador, dándole así la victoria a su equipo— ¡Pueden seguir jugando mañana! ¡Entra!
—¡Ya voy, abu! —contestó su nieta, mientras ella y su amiga volvían a guardar todos sus respectivos juguetes en donde los habían llevado—. Ya me tengo que ir. Nos vemos mañana, y hacemos otro, como querías.
Sofía siguió a su amiga hasta su casa, a pesar de las palabras de despedida de esta, pero Carolina no le prestó atención a este detalle, pues creyó que solo llegaría hasta la puerta y se iría. Debido a esto, le extrañó que entrase detrás suyo.
—Dale, métete al baño —ordenó la anciana, sin percatarse todavía de la presencia de la otra niña.
Carolina le hizo un simple gesto de despedida a su amiga, y luego de dejar en el piso, junto a la puerta, la bolsa llena de juguetes, se apresuró a obedecer la indicación de su abuela.
—Sofía, vos mejor volvé a tu casa —le dijo Argelia a la niña, al ver que se encontraba ahí—. Nosotras ya vamos a comer dentro de poco.
—¿No me invitarían a comer otra vez? —pidió Sofía.
—Ahora no podemos, no nos alcanza. Además, tu mamá no va a querer que comas acá de nuevo. Va a querer que cenes en tu casa con ella.
—No, seguro que me deja.
—Pero, en serio, no nos alcanza. Otra vez será, te lo prometo.
La anciana ya había comenzado a planificar su siguiente argumento cuando, para su sorpresa, la niña finalmente se resignó. Debido a la actitud que esta había demostrado hasta el momento, Argelia creyó que se vería obligada a insistirle un poco más antes de conseguir eso.
Luego de decidir que era la mejor manera de comunicarle a Sofía que quería que se retirara, le dedicó un simple "chau" y le dio la espalda una vez más, para volver a poner toda su atención en la cocina.
—Voy a llevar los juguetes de Caro a la pieza —dijo Sofía, encaminandose a la habitación de ambas ocupantes del departamento, con la bolsa de juguetes en la mano, sin esperar una respuesta.
Cuando Argelia quiso decir algo, la menor ya no se encontraba con ella en la sala. No pude evitar el comparar a aquella niña con su nieta. A Carolina también le gustaba mostrarse servicial todo el tiempo, llevar a cabo una tarea solo por la sencilla satisfacción de hacerla, de sentir que estaba haciendo algo que a sus ojos era importante. Notoriamente ambas veían aún el mundo con el asombro y la curiosidad tan común de los niños, la cual los adultos comúnmente envidian, y desean poder recuperar. Siempre le enterneció esa actitud infantil, así que le permitió a Sofía hacer lo que quería sin poner objeción.
No habían transcurrido aún cinco segundos cuando la niña volvió a salir de ese cuarto, dirigiéndose a la puerta principal, llevando su propia bolsa en la mano. Argelia dedujo que debió haber recordado alguna indicación de su madre, respecto a la hora a la que debía regresar, ya que salió apresuradamente, y luego de unas palabras casi inteligibles de despedida, cerró detrás de ella la puerta del departamento.
Reyna no esperó a que su hija empezara a desvestirse, después de que esta entró en la casa, para preguntarle cómo le había ido en aquella tarde de juegos con su amiga. La niña, al recordar lo que su progenitora le había comentado respecto a los juguetes de Caro, le contó a esta que la cantidad de muñecos que esa nena había llevado era inferior a la que ella predijo, porque según la misma Carolina, no contaba con el dinero suficiente para permitirse tener más.
O esa anciana le había mentido, incluso a su nieta, o ambas habían mentido; Reyna no podía concebir otras explicación.
En el momento en que decidió dejar de pensar en esa gente, algo capturó toda su atención: el juguete que su hija acababa de sacar de su bolsa. Sabía que no era de la niña y, no obstante, le resultó familiar. Mientras Sofía volvía a poner todos esos muñecos en su lugar, lo más rápidamente posible, ella intentó recordar dónde había visto antes aquel pony violeta de plástico. No demoró de andar con la respuesta. Sin embargo, aún quedaba otra pregunta fácil de contestar, pues era evidente a quién pertenecía aquel juguete.
—¿Tu amiga te prestó eso? —exclamó Reyna, sin buscar que su interlocutora le diera una respuesta, ya que no la necesitaba— ¿Estás segura de que la nena y la vieja no se dieron cuenta de que lo agarraste?
Sofía se percató de la contradicción entre ambas preguntas, por lo que se mostró confundida ante su madre, sin saber que contestar de inmediato.
—Ninguna se dio cuenta —respondió al fin, tomando la segunda pregunta como la única válida de las dos—. Llevé la bolsa de juguetes de Caro a su pieza, mientras ella estaba en el baño, y la vieja en la cocina. Ahí puse esta en mi bolsa, y salí de ahí rápido. Ninguna me vio.
—Bueno, guárdala bien —aconsejó la mujer—. A Carolina se le pudo haber olvidado en el lugar en el que estaban jugando, y justo alguien la vio al pasar por ahí, y se la llevó. Si no la ve, está todo bien.
Era todo lo que Sofía necesitaba para sentirse satisfecha y tranquila. Podía divertirse con ese juguete ella sola, o con sus otras amigas, y lo que consideraba más importante, tendría esa muñeca pony ahí siempre, para ella, era suya.
Eso era también una victoria para su madre, pues a ella le encantaba ver que su hija tenía en su poder aquel juguete que tuvo que negarle en el pasado. Y, por si fuera poco, se daba el gusto de cobrarles algo a esa gente. No era gran cosa, pero era un comienzo.
Debía asegurarse de forjar bien la mente de su hija.
Pensando así, comenzó a recordar su niñez con nostalgia.