Cuarto libro de la saga colores.
Edward debe decidirse entre su libertad o su título de duque, mientras Daila enfrentará un destino impuesto por sus padres. Ambos se odian por un accidente del pasado, pero el destino los unirá de una manera inesperada ¿Podrán aceptar sus diferencias y asumir sus nuevos roles? Descúbrelo en esta apasionante saga.
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EL NIÑO DESPRECIADO
...EDWARD:...
Pedí que me volvieran a llenar el plato después de que la Señorita Daila se marchara a su habitación.
Tenía demasiada hambre.
Hambre de comida, hambre de Daila.
La ama de llaves entró.
— Ah, todavía está aquí.
No era de su agrado, ella, como la mayoría de la gente que convivió con mi familia, prefería y casi adoraba a Guillermo y a mi padre.
Ahora estaba haciendo un esfuerzo por soportarme, obviamente no le hacía gracia que yo hubiera tomado el ducado, pero eso ella no podía evitarlo, así que tendría que callar y obedecer.
— ¿Hay algún horario que mi hermano haya asignado en cuánto al tiempo al cenar? — Me limpié la boca con la servilleta.
Se alisó la falda del vestido.
— Solo es la costumbre, a ésta hora ya él estaba durmiendo y yo me encargaba de dejar todo limpio.
— Tendrá que acostumbrarse al cambio, no soy mi hermano, yo suelo tardarme más al comer.
Recordaba que esa mujer una vez se había tomado el atrevimiento de pegarme. Me había hallado tratando de juntar los pedazos de dibujos que mi padre había roto y cuando ella había intentado recogerlos para tirarlos a la basura me molesté demasiado, como era solo un niño grité y lloré, tratando de quitarle los trozos de las manos, pero ella me pegó, sin derecho a hacerlo, me había abofeteado y luego me reprendió, recogiendo mis dibujos y no solo eso, buscó las libretas y los carboncillos por ordenes de mis padres, también los metió en la cesta para quemarlos mientras yo gimoteaba en la alfombra.
A pesar de que solo seguía órdenes, ella había disfrutado de arrebatarme mis materiales y de pegarme.
No solo eso, siempre reprendía y humillaba a las sirvientas con las que estuve, una vez hasta llegó al extremo de contarles todos mis actos inapropiados a mi padre.
— Entiendo, su excelencia, lo haré.
Me sentía un poco satisfecho de que ahora le tocara servirme.
— Espero que trate bien a mi esposa, a la menor equivocación o ofensa, voy a reemplazarla por una más joven — Le advertí mientras me levantaba, sin escatimar en mi severidad, no podía ser blando con una de los causantes de mi infeliz vida — ¿Le quedó claro?
— Sí, mi lord — Dijo, sin poder ocultar la irritación en su voz — He tratado a la duquesa como es debido, le he servido con eficiencia y eso no va a cambiar.
— Mmm, si ella me informa de alguna deficiencia, se acabó para usted.
— No veo porque habría alguna deficiencia, soy una mujer que ama su trabajo y sabe cual es su lugar.
— ¿Está segura de eso? — Me alejé de la mesa y los sirvientes se apresuraron a servir todo.
— Claro.
— ¿Cuántos años tiene usted?
— Cincuenta y cinco, mi lord.
— ¿No está demasiado vieja para andarse con mentiras? — Cuestioné y se tensó.
— Yo no he mentido, su esposa ha recibido buena atención de mi parte.
— Nunca le simpaticé, así que no creo que pueda mantenerse tan servicial...
— Lo que yo piense de usted no importa, es el duque y como tal debo servirle.
— Tenga eso siempre presente — Me crucé de brazos — Y mantenga la boca cerrada, no voy a permitir habladurías a mis espaldas y menos delante de mi esposa. Mi padre era un cotillero que la usaba como espía, yo no. Odio el chisme y los conflictos.
— No se preocupe — Sostuvo mi mirada — No voy a arriesgarme a perder el trabajo que he llevado durante décadas.
— Ya que hemos aclarado esa parte, puede volver a sus labores.
Asintió con la cabeza y me marché del comedor.
No le iba a gustar Daila, ya que ella era igual a mí y tarde o temprano se daría cuenta de eso, no me importaba lo que pensara la doña, ella era solo una sirvienta y debía recordarle siempre que podía perder su trabajo si se tomaba el tiempo en los conflictos y no en sus obligaciones como ama de llaves.
...****************...
Me desperté duro como una roca, pensando en que ha solo una pared estaba la Señorita Daila.
Así que antes de volverme a aliviar me levanté.
Debía hacer otro tipo de ejercicio, no quería perder figura ni resistencia.
Después del baño estuve listo, me coloqué unos pantalones cortos de color crema y una camisa holgada.
Salí, directo al salón que se usaba para entrenar.
Debía traer el personal de mi otra propiedad, necesitaba entrenar con compañía y uno de mis cocheros era muy hábil con la espada y con los puños, era mi acompañante para muchos duelos.
Entré al salón, amplio y de paredes grises, con un cuadrilátero de boxeo en el centro, un saco de arena colgando, espadas para esgrima, pesas y baras de suspensión.
Mi hermano Guillermo practicaba esgrima y también boxeo, pero todo eso había terminado cuando empeoró su salud, cuando venía de visita, en escasas ocasiones, me dedicaba a entrenar con él y solo en esos momentos nos comportamos como verdaderos hermanos, bromeando y riéndonos uno del otro.
Lástima que fue tan poco.
Recordaba que siempre lo sentí demasiado ausente y extraño, ya que él se concentraba más en complacer a mi padre, también tenía su atención y no le hacía falta la de su hermano pequeño.
Los solía ver jugar en el jardín, sentado en las escaleras del frente, con un sentimiento de desolación y tristeza, ya que en esos momentos mi padre dejaba de ser un hombre severo y era feliz, alzando a su hijo en brazos, pasándole la pelota y enseñándole a montar a caballo.
Todo eso mientras yo era ignorado y reprendido.
Muchas veces fui llorando a los brazos de mi madre, celoso y dolido porque no obtenía el mismo trato que mi hermano, porque mi padre lo quería a él y a mí no.
Mi madre solo negaba todo, diciendo que él también me quería, pero que como Guillermo era el primogénito necesitaba aprender más cosas y que cuando él ya no necesitara la atención de su padre, por fin podría jugar, pero nunca pasó.
Hice muchos intentos fallidos de acercarme en esas horas de juego, pero mi padre me miraba con desprecio y me regañaba cuando tomaba la pelota antes que Guillermo.
Me odiaba, le causaba irritación con solo verme y eso que de los dos, yo era el que físicamente se parecía más a él.
Era como una versión infantil y ahora era su versión adulta.
Odiaba parecerme tanto al hombre que me hizo ser un niño infeliz.
Hice todo para llamar su atención, incluso realicé travesuras. Le echaba pintura a la ropa de Guillermo, atrapaba ranas y las dejaba en los bolsillos de las chaquetas de mi padre, echaba tierra dentro de sus botas, gusanos en su copa y también rayaba las paredes, cortaba las cortinas, arrancaba las hojas de los libros de mi hermano, hacía figuras de papel con ellas, interfería con las lecciones de Guillermo, haciendo enojar a los institrutices con mis travesuras y mis gritos.
Hice renunciar a muchos maestros, salían furiosos, con tinta en los rostros, con el bigote cortado y la ropa manchada, incluso algunos salían rascándose cuando les echaba hormigas.
Mi padre me prestó atención, pero no de la forma en que creí.
Me gritaba y me daba bofetones, diciéndome todo tipo de palabras crueles. Jamás le oí decir un te quiero, tampoco recibí una caricia en la cabeza cuando hacia algo bueno, solo ignoraba mis buenos actos y mis avances en el aprendizaje, pero cuando hacía algo malo si lo notaba.
Golpeé el saco de arena, después de enrollar mis manos en vendas.
Enojado, sudado, impotente por no haber encontrado la razón de tal decepción.
Jamás me dió una oportunidad, siempre me alejo y me sacudió de su lado.
Lo oía discutir con mi madre, sobre el dolor de cabeza que le provocaba tratar conmigo, que yo era un niño sin remedio y que no me quería por esa razón.
Lloré y sufrí mucho.
Me detuve, jadeando cuando el saco se sacudió bruscamente, recordando todo lo que me dolía.
Los golpes secos sonaban en todo el salón.
Mi madre tampoco era tan cariñosa, pero me trataba con dulzura y besaba mi frente.
"Dime, ¿Por qué nunca me quisiste? ¿Por qué siempre te decepcioné hasta con verte? ¿Por qué nunca fui digno de tu maldito orgullo?"
Había exigido esa última vez que había discutido con él.
Esa vez en que estallé y no soporté seguir viviendo bajo el mismo techo que mi familia.
Grité cuando el hombro dió una punzada, fue cuando me detuve, observando que me había excedido con los golpes.
Jadeé, sentándome en el banco, limpiando el sudor con mi toalla y frotando mi hombro.
Me gustaba más mi nombre sencillo, ese que usé para tener una vida común, lejos del ojo público, incluso detestaba mi propio apellido e inventaba otros en ocasiones cuando frecuentaba bares, tiendas y otros lugares en los que no juzgaban mi forma de ser.
Era un hombre libre, para hacer y deshacer.
Era como un marino, un cochero, un mozo, un joyero, un posadero, el dueño de un bar, el chico que repartía el periódico, el hombre que vendía cigarrillos, el campesino.
Javier era un hombre común como todos esos millones de hombres, pero con libertad y sin restricciones.
Lamentaba dejar atrás a Javier y volver a ser Edward. ¿Por qué no podía ser ambos? Porque uno era diferente al otro, porque tener ambas vidas era imposible.
Volví a levantarme del banco cuando el dolor cesó y golpeé el saco con mis piernas, con mis rodillas.
Estaba sudado cuando salí del salón, activo y fuerte después del entrenamiento, con la ropa húmeda pegada a la piel y cabello mojado, pegado a mi frente.
— Lord Edward ¿Dónde estaba? El desayuno ya está servido de hace rato — Dijo la ama de llaves, cuando llegué al vestíbulo.
— Estaba entrenando.
— Su esposa ya está en el comedor.
— Voy enseguida — Hice ademán de ir al comedor.
— ¿No se va a cambiar? — Cuestionó, observando mi ropa sudada.
— No — Me encogí de hombros.
— Vaya, usted y esa señorita son tal para cual — No comprendí sus palabras, se marchó, con su boca fruncida.
Al parecer ya se había dado cuenta de que Daila no era una señorita bien portada.
Caminé con los pies descalzos hacia el comedor.
— Buenos días.
Entré y la Señorita Daila estaba comiendo su torta de trigo rociada con miel.
— Buenos...
Elevó su mirada, viéndome avanzar hacia la mesa, observando mi ropa indecorosa y sudada, que se pegaba a mis músculos.
Tomé una silla lateral, odiando la distancia y uno de los sirvientes movió el plato, la tetera y todos los utensilios hacia mi nueva posición.
Luego se retiró para dejarnos a solas.
— ¿Qué le sucedió a su ropa? — Cortó el silencio — Parece que hubiera tenido un encontronazo con unos rufianes de camino al comedor y le hubieran robado el resto de su ropa.
Tenía un rollo alto, con dos mechones ondulados decorando los lados de su rostro, también usaba un bonito labial rosa, sus pestañas estaban rizadas y largas, llevaba una camisa color melón de botones, mangas largas abonbadas y cerradas en sus muñecas con flequillo.
— Es tan criticona — Tomé una fresa y me la llevé a la boca.
— Más bien, observadora.
Elevé una comisura.
— Eso ya lo sabía.
Volvió a su seriedad.
— ¿Cuál es el motivo de esa ropa tan ligera? — Preguntó con expresión burlona, moviendo esa sensual y provocativa boca al masticar.
¿Me dejaría besarla? ¿Por lo menos un poquito?
Necesitaba probar esos labios gruesos, esa boca atrevida que quería callar a mordidas.
— Estaba entrenando un poco.
Observó mi cabello sudado y mi camisa pegada a los pectorales.
Otra vez se me endureció.
— ¿Qué tipo de entrenamiento practica?
El que implicaba estar desnudos en una cama, unidos, guiando mis caderas contra las suyas. Si decía eso se iba a molestar y no quería que estuviese de mal humor tan temprano, menos iniciar una discusión.
No cuando debíamos visitar a los arrendados.
En cambio dije — Boxeo, esgrima, trote, levantamiento de pesas.
— ¿Esgrima?
— ¿Le gusta la esgrima? — Pregunté.
— No observar.
— ¿Observaba? ¿A quién observaba? — Pasé una mano por mi cabello sudado.
— A mis hermanos.
Me relajé, no me hubiera gustado que dijera que a algún hombre por el que sintiera atraída.
— ¿Le aburría?
— Me aburría no poder hacer lo mismo que ellos.
Había dicho cosas crueles cuando ella me había lastimado con esa flecha, sobre que una mujer no debía tomar un arco sino hacer cosas de mujeres, como tejer y buscar esposo.
— ¿La arquería también le gusta?
La forma en que me observó, como si buscara algún tono de burla en lo que le había preguntado.
— No.
— ¿Entonces por qué tomó ese arco?
— Tenía curiosidad de saber lo que se sentía disparar un arma, pero al parecer me lo tomé demasiado a la ligera — Parecía apenada, observando mi hombro derecho, justo donde me dió.
— ¿Acostumbra a llegar tan lejos en su curiosidad? — Tensé mi mandíbula.
Se tensó — No.
— No la estoy acusando.
— Si, si me está acusando, me echó la culpa de todo y se vengó de mí — Se levantó, llevaba unos pantalones y supe la razón por la que la ama de llaves insinuó que éramos tal para cual.
Una mujer con pantalones no estaba bien visto en Floris. Eran de color café, ajustados al abdomen y sueltos en los muslos.
Se veía exquisita y sensual.
— Estaba molesto y dolido, por eso me empeñé en culparla — También me levanté — Pero usted también me trató como si disfrutara verme así, con el hombro vendado y prendido en fiebre, a punto de una infección.
— No lo disfruté — Salió de la mesa, tenía unas bonitos zapatos descubierto, con solo tiras para mantener el pie sobre la suela, dejaban al descubierto sus dedos pequeños y femeninos.
— ¿Entonces por qué me trató así?
— Porque tenía miedo de que tomara represalias, solo estaba protegiéndome a mi misma, mostrándole que era fuerte...
— ¿Qué le hacía pensar que le haría daño?
— Su moral baja, lo que le hizo a mi amiga... La falta de respeto hacia mí...
— Jamás le haría daño...
— Sí lo hizo — Elevó su rostro, observándome a los ojos — Usó artimañas para atraparme en un matrimonio no deseado.
— Fue un buen acuerdo, la salvé de casarse con un anciano.
— Pero me quitó la oportunidad de...
Se cayó y respiró con fuerza.
— ¿De qué?
— De amar y ser amada — Apretó sus puños.
¿Eso era lo que la detenía de entregarse a mí? Ella creía en eso que llamaban amor, eso que solo era deseo. Debí haberle preguntado antes de casarnos si creía en el amor, esto lo hacía más complicado.
— Tal vez yo no pueda darle amor, pero si puedo ofrecerle respeto y amistad, podemos llevarnos bien.
No sé porqué, pero decir eso y ver como sus ojos grises se opacaban, me hizo sentir como un idiota y con un extraño peso en el pecho.
¿Y sí si existía el amor? ¿Y si ese extraño vacío en el estómago significaba algo más? ¿Si estaba equivocado?
La Señorita Daila bajó su mirada y luego caminó hacia la salida.
Aclaré mi garganta.
— No olvide estar lista antes del medio día.
No se detuvo, ni miró atrás.