Una mujer de mediana edad que de repente se da cuenta que lo ha perdido todo, momentos de tristeza que se mezclan con alegrias del pasado.
Un futuro incierto, un nuevo comienzo y la vida que hará de las suyas en el camino.
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Un hombre que impone respeto
El día transcurría con la misma calma habitual en el centro cultural. Me encontraba organizando unos documentos en la recepción, disfrutando de la tranquilidad de la mañana, cuando vi entrar a Marcela, la secretaria de dirección. Su paso apresurado y la expresión nerviosa en su rostro me hicieron arquear una ceja. Algo pasaba, y no era difícil imaginar qué.
Ya había notado ese tipo de reacción en otros días: siempre que se mencionaba la posible llegada de "él", todo el ambiente cambiaba como por arte de magia. Murmullos, miradas nerviosas, una energía cargada flotando en el aire. Marcela se acercó a mí en voz baja, como si temiera que alguien más pudiera escucharla.
—Samanta, ¿puedes venir un momento a la sala de reuniones? —me pidió, con un tono apurado pero controlado.
Asentí en silencio, dejando los papeles a un lado. Mientras la seguía por el pasillo, el cambio en el ambiente era aún más evidente: el bullicio normal había desaparecido, y en su lugar, la mayoría del personal parecía absorto en aparentar que trabajaba frenéticamente. Algunos revisaban carpetas que normalmente habrían dejado para más tarde, otros se esmeraban en limpiar escritorios y organizar materiales. La tensión era casi palpable.
Cuando nos acercamos a la sala de reuniones, a través del vidrio pude verlo.
Un hombre de pie, de espaldas a nosotros, revisaba una serie de documentos que un joven de programación cultural le mostraba, con una expresión tan seria que casi parecía una escultura. No necesitaba decir una palabra para hacer sentir su autoridad.
En ese instante, Marcela murmuró algo apenas audible:
—Él es Alessandro Moretti... el dueño del centro.
Asentí sin responder, conteniendo un suspiro nervioso. Sabía que iba a conocer al dueño eventualmente, pero no me había preparado para hacerlo tan pronto, y mucho menos en medio de semejante expectación.
Desde donde estaba, pude observar parte de la interacción.
—¿Esto es todo lo que tienen? —preguntó, su voz grave y profunda, teñida de un acento italiano inconfundible que hacía que incluso un reproche sonara, de algún modo, elegante.
—Estamos trabajando en más opciones... —balbuceó el joven, visiblemente incómodo.
El señor Moretti no respondió enseguida. Cerró la carpeta con un movimiento seco y miró a su alrededor, como evaluando a todos los presentes. La tensión se incrementó, casi como si el aire mismo pesara más.
—No quiero trabajos a medias —dijo finalmente, su voz más baja, pero no menos firme —Este centro lleva mi nombre. Mi reputación. Y no pienso comprometer eso.
Cada palabra era como un golpe contenido, medido, pero certero. No gritaba, no gesticulaba, pero su sola entonación bastaba para imponer respeto, o quizá incluso temor.
Marcela me hizo una señal rápida, como animándome a avanzar.
Tragué saliva y me dirigí hacia la puerta. Me sentía como una novata frente al director de una importante empresa —porque, en cierta manera, eso era él.
Abrí la puerta con cuidado, procurando no hacer ruido, y caminé hasta donde Marcela se detuvo. Me coloqué a su lado, esperando que ella hiciera las presentaciones.
—Ella es Samanta, nuestra nueva administrativa —dijo, intentando sonar casual.
El hombre frente a nosotras desvió entonces su mirada hacia mí, y en ese instante entendí por qué todos parecían temerle.
Era imposible no notarlo.
Alessandro Moretti era alto, debía rozar el metro noventa, con una presencia que dominaba el espacio. Cada movimiento suyo era controlado y seguro, como si midiera sus gestos de manera casi inconsciente.
Su rostro, marcado por el paso del tiempo de la mejor manera posible, combinaba dureza y atractivo. La mandíbula cuadrada, los pómulos altos y bien definidos, la nariz recta, todo enmarcado por un cabello castaño oscuro en el que algunas canas comenzaban a aparecer en las sienes, dándole un aire de madurez irresistible.
Pero lo que más impactaba eran sus ojos. Un azul grisáceo profundo, frío y observador. Era como si su mirada pudiera atravesarte, leer tus pensamientos, juzgar tus intenciones. No había simpatía en su expresión, sino una concentración absoluta, una exigencia silenciosa que exigía competencia.
Vestía de manera impecable, con una camisa blanca que resaltaba su físico atlético, un pantalón oscuro de corte perfecto y una chaqueta negra de líneas sobrias. No necesitaba adornos ni ostentaciones para imponer su autoridad: su sola figura bastaba.
Cuando me miró, no sonrió. Apenas asintió ligeramente, reconociendo mi presencia de manera escueta.
—Espero que haga bien su trabajo —dijo, en un tono neutro, sin dirigirse a mí específicamente, como si su comentario fuera un recordatorio para todos los presentes.
No supe si era una advertencia o simplemente un protocolo de su parte. Pero algo en mí se tensó. No era un jefe común. No había en él margen para errores ni para excusas.
La reunión continuó, y yo me limité a tomar notas y observar. Cada tanto, Moretti intervenía de forma breve pero contundente. Sus correcciones eran precisas, a veces duras, pero nunca vacías. Sabía exactamente qué quería, y no aceptaba menos.
Algunos de los coordinadores intentaron presentar ideas nuevas para los talleres y exposiciones del próximo trimestre. Algunos temblaban ligeramente al hacerlo. Moretti los escuchaba en silencio, sin inmutarse, y luego, con una frase breve, derrumbaba semanas de trabajo si consideraba que no cumplía con sus estándares.
Podía resultar intimidante, sí, pero también era evidente que tenía una visión clara para el centro cultural. Un nivel de exigencia que explicaba por qué el lugar había crecido tanto en tan poco tiempo.
Y aunque en principio su actitud me ponía nerviosa, algo en mí también reconocía que trabajar bajo su dirección podía significar un enorme aprendizaje.
Cuando la reunión terminó, el alivio colectivo fue casi tangible.
Nos fuimos retirando en silencio, como si un peso invisible nos dejara por fin movernos más libremente.
Mientras caminaba de regreso a mi escritorio, no pude evitar pensar en lo que había sentido al estar frente a él. Sí, era mi jefe. Y uno muy exigente. Pero también era un hombre que, más allá de su dureza, parecía cargado de pasiones que había elegido mantener bien ocultas.
Respiré hondo mientras organizaba mis notas. Sabía que vendrían más desafíos. Que seguramente tendría que demostrar mi valía más de una vez. Y también sabía algo más: Alessandro Moretti no era un hombre fácil de ignorar.
Quizás, tampoco lo sería de olvidar.
Seguiré leyendo
Gracias @Angel @azul