En su vida pasada, fue engañada por el hombre que amaba: falsamente acusada de adulterio el día de su boda, despojada de todas sus posesiones y llevada al suicidio por la traición de él y su amante.
Pero el destino le otorgó una segunda oportunidad: tres meses antes de aquella tragedia.
Decidida a cambiar su final, acepta el compromiso arreglado por su abuelo con un CEO en silla de ruedas, el mismo hombre que alguna vez rechazó y que fue humillado por todos a causa de ella.
Sin embargo, durante la ceremonia de compromiso, una revelación sacude a todos: él es el joven tío de su exprometido.
Esta vez, ella lo defiende, enfrenta las humillaciones y decide casarse con él, sin imaginar que aquel “inválido” oculta secretos oscuros y un plan de venganza cuidadosamente trazado.
Mientras ella lo protege de las burlas, él destruye en silencio a sus enemigos y le devuelve todo lo que le fue arrebatado.
Pero cuando la máscara caiga, ¿qué quedará entre ellos? ¿Gratitud, amor… o una nueva forma de traición?
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Capítulo 19
La noche aún no había terminado. La habitación estaba envuelta en un silencio diferente a todos los demás: no era el silencio pesado de la guerra, ni el silencio de cálculo de nuestras estrategias. Era un silencio íntimo, vivo, lleno de cosas que no necesitaban ser dichas para ser entendidas.
Gael permanecía sentado en el sillón, el cuerpo relajado de una forma que nunca había visto. La silla estaba al fondo, olvidada, como si formara parte de una escena antigua. Yo, a su lado, aún con el corazón acelerado, sujetaba su mano sin soltarla. La verdad de que él podía ponerse de pie ya no era solo un secreto entre nosotros, ahora era también una promesa de vida compartida.
—Cuando pensé en hoy... —dijo, rompiendo el silencio con su voz grave—. Imaginé cada trampa, cada amenaza, cada mirada que intentaría derribarnos. Pero no imaginé esto.
—¿El qué? —pregunté, girándome hacia él.
—Tú. Así. —Apretó ligeramente mis dedos—. Con la mirada limpia, sin velo, sin miedo. Como si hubieras nacido para encararme sin que yo necesite esconderme.
El calor subió por mis mejillas. Era extraño pensar que, en medio de todo, él también cargaba inseguridades, pero allí estaban, dichas sin máscara.
—Ya me he escondido demasiado, Gael —susurré—. En la otra vida, fue eso lo que me mató. Esta vez, quiero ser vista. Quiero que me veas.
Él sonrió, pequeño y raro, ese que solo aparecía cuando su muralla cedía.
—Te veo, Lívia. Siempre.
Mi nombre, de nuevo. Y cada vez que lo decía, parecía que el mundo entero se reorganizaba a mi alrededor.
Dejé la cabeza reposar en su hombro. El ritmo de la respiración de Gael se mezclaba con el mío, y me quedé allí por largos minutos, en paz. Después, él se levantó otra vez: el gesto ahora natural, no como revelación, sino como continuidad. Caminó hasta la ventana y abrió por completo las cortinas.
La ciudad de afuera brillaba en mil puntos de luz. Coches aún pasaban, personas aún reían en aceras, bares aún servían copas. Pero nosotros estábamos por encima de todo, aislados, como si el mundo entero se hubiera detenido solo para testimoniar aquel comienzo.
—¿Sabes por qué elegí esta suite? —preguntó, sin girarse.
—¿Por qué?
—Desde aquí, se pueden ver los dos extremos de la ciudad —apuntó—. Allí, los rascacielos que dominan los negocios. Y allí, la parte antigua, donde los secretos aún son enterrados en casas viejas. El futuro y el pasado —finalmente se giró—. Hoy, nosotros nos quedamos entre los dos.
Me levanté y fui hasta él. Apoyé la mano en su pecho, sintiendo el latido firme.
—Entonces que el futuro comience aquí —dije.
Él sujetó mi rostro con cuidado, como si tuviera miedo de quebrarme, y me besó. No fue apresurado, no fue violento. Fue un beso de quien reconoce a la otra persona no como territorio conquistado, sino como hogar.
La madrugada avanzó entre gestos pequeños y conversaciones largas. Hablamos sobre la infancia que él nunca reveló a nadie, sobre cómo, aún niño, sentía que cargaba el peso de ser siempre el más capaz entre los Castellani, el heredero que todos envidiaban e intentaban destruir.
—Aprendí pronto que mostrar dolor es abrir brecha —confesó, mirando al techo—. Entonces escondí todo, hasta de mí. Pero cuando dijiste que sabías de la frase del paramédico... —Hizo una pausa, tragando saliva—. Fue como si alguien me hubiera visto en el peor día de mi vida. Y no corrió.
Sujeté su mano, con firmeza.
—No corro, Gael. Nunca más.
Y, a cambio, conté cosas de mi propia infancia, antes de la tragedia de la otra vida. Memorias que yo guardaba como piedras preciosas escondidas: el olor del pastel de mi madre en las tardes de domingo, la primera vez que aprendí a andar en bicicleta con mi abuelo corriendo detrás, los sueños que tuve de estudiar música antes de que me arrojaran en reuniones de negocios.
—La vida me robó mucho —dije, con la voz embargada—. Pero no voy a dejar que robe de nuevo.
Él me abrazó fuerte, y en aquel abrazo había un pacto: no dejaríamos que nadie nos arrancara nada más.
El reloj marcaba las tres de la mañana cuando finalmente nos acostamos. No hubo prisa. No hubo el ansia de probar nada al mundo. Apenas el tiempo lento de dos almas que aprendieron con el dolor a darle valor a la delicadeza.
Gael besó mi frente, mi hombro, cada parte de mí como quien graba una certeza. Yo lo toqué como quien descubre territorio conocido y nuevo al mismo tiempo. Y cuando nuestros cuerpos se encontraron, no fue un fin, sino un recomienzo.
La guerra del lado de afuera continuaba, pero, por algunas horas, nos permitimos olvidar. Lo que importaba no era la venganza, ni el poder, ni las heridas abiertas. Era apenas eso: nosotros dos, acostados, respirando juntos, como si hubiéramos ganado de regalo lo que nunca tuvimos antes.
Desperté con la luz de la mañana entrando por la ventana. La sábana se deslizaba de mi cuerpo hasta la cintura, y sentí el brazo de Gael sobre mí, pesado y protector. Él aún dormía, pero el semblante era tranquilo. No había dureza, no había cálculo. Apenas paz.
Me quedé observando por un tiempo, hasta que él abrió los ojos despacio.
—Buenos días, Lívia —dijo mi nombre como si fuera la primera palabra del día.
—Buenos días, Gael.
Nos miramos en silencio, sonriendo como adolescentes que acaban de descubrir que el mundo puede ser simple. Después, él se irguió, apoyándose en el brazo de la cama, y extendió la mano hacia mí.
—¿Vamos a escribir el resto juntos? —preguntó.
—Vamos —respondí, sin dudar.
Y en aquel instante, supe que, independientemente de lo que Domenico y Adrian aún intentaran, teníamos algo que ellos jamás podrían destruir: un amor nacido no de la ingenuidad, sino del coraje.
Un amor que comenzó en medio de la guerra, pero que prometía ser el hogar que ni la muerte consiguió arrancarnos.