Traicionada por su propia familia, usada como pieza en una conspiración y asesinada sola en las calles... Ese fue el cruel destino de la verdadera heredera.
Pero el destino le concede una segunda oportunidad: despierta un año antes del compromiso que la llevaría a la ruina.
Ahora su misión es clara: proteger a sus padres, desenmascarar a los traidores y honrar la promesa silenciosa de aquel que, incluso en coma, fue el único que se mantuvo leal a ella y vengó su muerte en el pasado.
Decidida, toma el control de su empresa, elimina a los enemigos disfrazados de familiares y cuida del hombre que todos creen inconsciente. Lo que nadie sabe es que, detrás del silencio de sus ojos cerrados, él siente cada uno de sus gestos… y guarda el recuerdo de la promesa que hicieron cuando eran niños.
Entre secretos revelados, alianzas rotas y un amor que renace, ella demostrará que nadie puede robar el destino de la verdadera heredera.
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Capítulo 10
La madrugada caía pesada sobre la ciudad cuando Serena Valente dejó la empresa. Había pasado horas revisando documentos, cerrando informes y preparando nuevas denuncias para exponer los crímenes de los primos codiciosos. Estaba exhausta, pero su corazón permanecía firme. Con cada victoria, sentía que el camino de venganza y redención se hacía más claro. Aun así, una sombra la acompañaba en silencio, como un presagio difícil de ignorar. Desde la rueda de prensa, notaba las miradas más hostiles, los pasos discretos siguiéndola por las calles, los cuchicheos apagados que cesaban cuando entraba en un pasillo. Era como si los enemigos se estuvieran preparando para algo final.
Cuando entró en el coche, la lluvia comenzaba a caer en gotas gruesas, escurriendo por el vidrio en líneas tortuosas. El conductor arrancó, pero no tardó Serena en percibir nuevamente el coche negro surgiendo por el retrovisor. El mismo de antes, silencioso, insistente, como un depredador acechando a la presa. Apretó los puños en el regazo, manteniendo la calma, pero su pecho ardía de alerta.
—Doble por calles diferentes —ordenó al conductor, la voz baja.
Él asintió, cambiando la ruta. Pero el coche de atrás los acompañó, firme, implacable. El corazón se le aceleraba con cada esquina. En el momento en que entraron en una avenida más desierta, todo sucedió demasiado rápido. El coche negro aceleró bruscamente y chocó contra el lateral del vehículo de ella, lanzándolos contra la barrera de contención. El sonido metálico del impacto resonó en la noche lluviosa, acompañado de los gritos de neumáticos arrastrando en el asfalto mojado.
El conductor intentó retomar el control, pero otro impacto vino, esta vez en la parte trasera. El coche derrapó, girando parcialmente, hasta parar de forma brusca. Serena, con el cuerpo presionado por el cinturón, levantó los ojos y vio a dos hombres saliendo del coche negro, vestidos de negro, rostros parcialmente cubiertos. No estaban allí para conversaciones.
El conductor intentó salir, pero uno de ellos sacó un arma, forzándolo a retroceder. La puerta a su lado fue abierta a la fuerza, y manos ásperas la jalaron hacia fuera, arrastrándola a la lluvia helada.
—Finalmente sola —dijo uno de los hombres, la voz apagada por la máscara—. Vas a pagar por lo que hiciste.
Serena lo encaró con frialdad, aun temblando por dentro. —¿Quién los mandó? ¿Fue el primo cobarde que nunca tuvo el coraje de enfrentarme cara a cara?
El hombre rió, levantando el arma. —Hablas demasiado.
Todo pareció congelarse por un instante. La lluvia caía como láminas de vidrio, el asfalto brillaba bajo la luz tenue de los postes, y el cañón del arma reflejaba un brillo mortal. Pero antes de que el disparo resonara, el conductor reaccionó con coraje inesperado. Avanzó contra el agresor, desviando la mira. El tiro explotó en el aire, resonando por la avenida desierta.
Serena aprovechó el momento para soltarse y correr en dirección al otro lado de la calle. El segundo hombre avanzó contra ella, pero ella agarró una barra de hierro caída próximo a la barrera de contención y la usó para defenderse, alcanzándolo en el brazo. El choque reverberó en sus huesos, pero la fuerza de la supervivencia la movía.
—No voy a morir de nuevo —murmuró, casi para sí misma, mientras retrocedía con dificultad.
Los hombres insistían, determinados. El conductor luchaba contra uno de ellos, pero el otro consiguió alcanzarla y la empujó contra el capó de un coche estacionado. El arma volvió a apuntar a su cabeza, esta vez a centímetros de distancia.
Fue entonces que sirenas resonaron por la calle. El sonido cortó el aire como un milagro. Las luces azules y rojas se reflejaron en la lluvia, y los hombres retrocedieron inmediatamente. Uno de ellos disparó contra el asfalto, solo para despistar, antes de correr de vuelta al coche negro. En segundos, desaparecieron en la oscuridad, dejando solo la escena del caos: el vehículo de ella destruido, el conductor herido, y Serena de pie, con el pecho jadeando y los ojos chispeando de rabia.
Los policías corrieron hasta ella, pero Serena rechazó ayuda inmediata, pidiendo solo que llevaran al conductor al hospital. Quedó parada bajo la lluvia, el vestido empapado, los cabellos pegados al rostro, pero su mirada estaba más viva que nunca. Intentaron matarla. Esta vez, no se contentaron con humillarla o difamarla. Querían su sangre.
Horas después, ya en casa, los padres la recibieron en shock. La madre casi se desmayó al ver los rasguños y hematomas en sus brazos. —¡Hija mía, esto no puede continuar! ¡Van a acabar matándote!
Serena solo sujetó la mano de la madre con ternura y dijo, firme: —Ya morí una vez, mamá. No voy a morir de nuevo. No voy a permitir que hagan conmigo lo que hicieron en el pasado. Si quieren guerra, van a tener guerra.
A la mañana siguiente, la noticia del atentado estaba en todos los periódicos. “Hija de los Valente sobrevive a ataque misterioso”, “¿Intento de asesinato? El escándalo se profundiza” y “¿Empresaria en peligro tras confrontación con familiares?”. Aunque nadie lo dijera abiertamente, todos sabían quiénes eran los verdaderos mandantes. Y, curiosamente, en vez de debilitarla, el atentado generó ondas de apoyo. Parte de la sociedad, antes indiferente, comenzó a verla como víctima de una persecución implacable. Inversores menores, que ya se habían aproximado, se declararon oficialmente a su lado. Incluso algunos directores, antes neutros, pasaron a tratarla con respeto.
Pero Serena no se ilusionaba. Sabía que el peligro solo había aumentado. Ahora no se trataba solo de rumores y fraudes. Alguien había intentado quitarle la vida, y no pararían hasta conseguirlo.
Aquella noche, sentada al lado del marido en coma, le contó todo en detalles, como hacía siempre. Acarició sus dedos, buscando confort en la presencia silenciosa de él. —Casi me matan hoy —confesó, la voz embargada—. Pero estoy aquí. ¿Y sabes por qué? Porque no voy a dejar que el destino se repita. Yo prometí que iba a luchar por nosotros dos, y voy a cumplir. Ellos van a pagar por lo que hicieron.
Por un instante, juró ver los párpados de él temblar levemente, como si una chispa de consciencia despertara. El corazón se disparó, pero luego el movimiento cesó, y el silencio volvió a dominar el cuarto. Aun así, la esperanza se reencendió. Tal vez él estuviera más próximo a despertar de lo que todos imaginaban.