Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo XVII La señora Carrero
Don Rafael miró a Catia, buscando una señal, una lágrima, algo que probara que estaba siendo obligada. Catia, recordando la humillación de la mañana y la nueva realidad de su deuda de lealtad, se mantuvo firme.
—Don Rafael —dijo Catia, con la voz suave, pero clara—. Lo que usted me exigió fue un compromiso. Lo que Alejandro me ha dado es el matrimonio. Yo estoy aquí por mi voluntad. Y mi lugar, de ahora en adelante, está al lado de mi esposo.
La declaración de Catia fue el golpe final. Don Rafael entendió que no solo había perdido el control sobre su nieto, sino que había subestimado la fuerza moral de la joven.
—Sebastián, esto no ha terminado —gruñó Don Rafael, dirigiéndose a su nieto y sintiendo pena por la joven.
—Sí que ha terminado, abuelo —intervino Alejandro, mostrando el documento al abogado—. Mi esposa y yo tenemos una luna de miel que preparar. Y usted tiene un imperio que dejar de intentar desmantelar.
Don Rafael, derrotado, se rindió. Dio media vuelta, su figura envejecida cargada de una frustración aplastante. Sebastián, con una última mirada de odio puro hacia Alejandro y un deseo apenas velado hacia Catia, siguió a su primo.
Cuando la puerta se cerró, el juez, el abogado y los testigos se retiraron rápidamente, dejando a la pareja sola en el silencio ensordecedor de la cima de la Carrero Tower.
Alejandro, el vencedor, soltó el certificado. El triunfo no le trajo alegría; solo una fatiga profunda.
—Está hecho —dijo Alejandro, mirando por la ventana las luces parpadeantes de la ciudad—. Eres libre, Catia. Tu deuda de pasteles se ha pagado.
Catia se quitó el anillo de compromiso y lo sostuvo en la palma de su mano. Brillaba con una intensidad aterradora.
—No estoy libre —susurró, con la voz rota—. Estoy casada.
Alejandro la miró. El empresario, el tiburón, había desaparecido, dejando solo a un hombre exhausto en una habitación vacía.
—Lo sé... Debemos irnos, fue un día largo y merecemos un respiro. — Catia sabía que él respiro era para él, pues ella estaba aterrada por lo que pudiera pasar en su noche de bodas.
El ascensor se detuvo en el piso ejecutivo, donde se encontraba el penthouse privado de Alejandro. La suite era fría y moderna, diseñada para el trabajo, no para la vida.
Alejandro se dirigió directamente al vestidor. —Dormirás en esta suite. Hay otra habitación en el piso de abajo para invitados, si lo prefieres, pero será más complicado para que la gente de la torre no sospeche.
—¿No vamos a compartir la suite? —preguntó Catia, con una mezcla de alivio y una extraña decepción.
—No tienes por qué seguir actuando, Catia. El contrato se firmó. No estoy acostumbrado a compartir mi espacio. Y tú, por lo que has demostrado, tampoco lo estás.
Alejandro salió, vestido con ropa de dormir. Su tono no era de rechazo, sino de respeto por el límite que ella había establecido. Se dirigió al minibar y se sirvió un vaso de agua.
—Duerme bien, Sra. Carrero. El matrimonio termina cuando el control de la empresa esté asegurado, y mi abuelo desista. Hasta entonces, somos socios.
Alejandro entró a su dormitorio, cerrando la puerta sin llave.
Catia se quedó sola, en el centro de la sala de estar, con un anillo de bodas real y un matrimonio de mentira. Se acercó al gran ventanal, mirando la ciudad que ahora era, en parte, suya.
Ella era la esposa del hombre que la había odiado y ahora la necesitaba. Y en esa primera noche de bodas, Catia no sintió el frío del abandono, sino el peso de una verdad: su corazón ya no le pertenecía por completo. Una parte de él se había quedado en el jardín, en el beso robado, y en la extraña y solitaria mirada de su nuevo esposo.
La mañana después de la boda relámpago en el piso 50, la vida de Catia cambió drásticamente. Despertó en una suite que parecía sacada de una revista de arquitectura, rodeada de silencio y cristal. El anillo en su dedo era la única prueba tangible de que ya no era la humilde panadera, sino la Sra. Carrero, la esposa del empresario más imponente de la ciudad.
Alejandro ya se había ido cuando Catia se levantó. Encontró una nota concisa en la mesa de centro, escrita con la letra firme y angular que ya conocía:
"La farsa continúa. Hoy, te presentas. Estarás en la oficina ejecutiva. Te he asignado un estipendio. Úsalo para vestirte de forma adecuada a tu nuevo estatus. No quiero que parezcas una secretaria, sino mi esposa. Al llegar le ordenas a Valeria que te consiga chófer, auto y una cita con el diseñador de que viste a la Sra. Del Castillo. Cero errores. - A.C."
Al llegar al piso ejecutivo, el ambiente estaba cargado. Los empleados, que la habían visto entrar durante meses como una asistente temporal castigada, ahora la miraban con una mezcla de shock, envidia y absoluto respeto.
El cambio más dramático fue el de Valeria Solís, la secretaria ejecutiva que antes la había tratado con desprecio gélido. Valeria se acercó a Catia, con la compostura de una profesional, pero con una visible incomodidad y resentimiento, ya que ella misma había anhelado estar en el lugar de Catia.
—Buenos días, Señora Carrero —dijo Valeria, forzando la palabra "Señora" como si fuera un veneno—. El señor Carrero está en una reunión. Me pidió que me pusiera a su disposición para ayudarla a establecerse.
—Gracias, Valeria —respondió Catia, adoptando inconscientemente el tono tranquilo y autoritario de Alejandro—. No necesito ayuda. Solo un escritorio y acceso a la agenda del Sr. Carrero.
Valeria parpadeó, sorprendida por el nuevo tono de la ex-panadera. Catia entendió de inmediato la dinámica: su poder ya no venía de su bondad, sino de su apellido. Si quería que la farsa funcionara, tenía que actuar como la dueña.
—Necesito que me consigas un coche y un chofer. Y haz una cita con el diseñador que viste a la Sra. Del Castillo. Ahora mi imagen es importante para la empresa. — eran las palabras textuales de su ahora esposo.
Valeria asintió en silencio, derrotada. El orden de Catia era tan lógico y eficiente como el de Alejandro.