En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 15: El Sacrificio de la Sombra
Capítulo 15: El Sacrificio de la Sombra
El aire de Halicarnaso estaba cargado de presagio. Durante días, el cielo se había oscurecido con nubes que no descargaban lluvia, como si aguardaran un instante preciso para desatarse. Las calles permanecían en silencio, los mercados vacíos, y hasta los pescadores más osados habían regresado temprano, murmurando que el mar estaba inquieto, que su respiración era distinta.
Artemisia sabía lo que aquello significaba. El oráculo lo había anunciado: el juramento no estaba completo. El hierro había sido probado en la traición de Darion; el espejo, quebrado por el amor prohibido a Lyra. Solo faltaba la sombra. Y la sombra tenía un nombre: Selene Claes.
Desde el balcón de su cámara, la reina contemplaba el puerto, las olas que chocaban contra los muros con furia contenida. Llevaba tres noches sin dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía en sueños el rostro de Selene, hundiéndose en aguas negras, su sangre extendiéndose como un velo sobre el mar.
Cuando Selene apareció en el umbral, no lo hizo como consejera ni como guerrera, sino como alguien que ya había tomado una decisión irrevocable. Sus pasos eran firmes, pero su voz tenía la serenidad de quien se acerca a la muerte como a un destino escrito.
—Majestad —dijo, inclinándose apenas—. El mar exige su precio.
Artemisia se giró bruscamente. Su rostro, endurecido por la guerra, se quebró en un instante de vulnerabilidad.
—No me lo repitas, Selene. No pronuncies esas palabras.
La otra mujer sonrió, aunque su mirada estaba empañada por un brillo que solo Artemisia, que la conocía como a sí misma, pudo leer: tristeza.
—Lo sabes tan bien como yo. El juramento fue sellado con tres pilares. Si uno falta, todo se derrumba. Tú has sido hierro. Tú has sostenido el espejo. Ahora yo debo convertirme en la ofrenda que cierre el círculo.
—¡No! —Artemisia dio un paso adelante, temblando de rabia—. No aceptaré que entregues tu vida. He desafiado a los dioses, a las profecías, a los hombres. Puedo torcer este destino.
Selene negó suavemente con la cabeza.
—El destino no se tuerce, Artemisia. Se cumple o se destruye. Y yo… yo elegí hace mucho tiempo. Cuando juré servirte, cuando juré proteger tu nombre, también acepté que la sombra debía disolverse cuando llegara la hora.
Las palabras quedaron flotando entre ellas, cargadas de un peso insoportable. Artemisia, incapaz de responder, solo pudo sostener su mirada. En ese instante, la reina no era la mujer de hierro que había sometido a piratas y nobles, sino una amiga que se resistía a perder a su otra mitad.
Esa noche, las puertas del puerto secreto fueron abiertas. Era un lugar al que pocos mortales habían entrado: el círculo del juramento, tallado en la roca viva bajo la montaña que protegía Halicarnaso. Antiguas sacerdotisas del mar habían marcado allí símbolos de hierro, sombra y espejo, incrustados con piedras brillantes que reflejaban la luz de las antorchas.
El mar golpeaba con violencia las cavernas cercanas, y cada oleada hacía vibrar el suelo bajo sus pies. Los murmullos de la Hermandad acompañaban el caminar solemne de Artemisia, Selene e Irina, seguidas a cierta distancia por Lyra, que observaba en silencio, con los ojos encendidos por un dolor que aún no podía nombrar.
Selene se adelantó al centro del círculo. Vestía una túnica negra bordada con plata, los símbolos del juramento sobre su pecho. En sus manos llevaba un cuenco de sal marina y un cuchillo ceremonial de hoja curva.
Artemisia la siguió hasta casi rozarla.
—No lo hagas, Selene. Te lo ordeno como reina.
Selene sonrió con ternura.
—Me lo ordenas como reina, pero me lo pides como amiga. Y como amiga, ya lo decidí. Artemisia… tú eres el eco. Yo solo soy la sombra que lo sostiene.
El silencio cayó sobre todos. La lluvia, retenida durante días, comenzó a caer de repente, como si el cielo hubiera estado aguardando aquel momento. Las antorchas chisporrotearon, y el círculo de piedras brilló con una luz azulada.
Selene alzó el cuenco, y su voz resonó con fuerza en el recinto.
—Yo, Selene Claes, sombra de la reina del mar, entrego mi vida al juramento eterno. Que mi sangre selle el hierro, que mi silencio sostenga el espejo, que mi sacrificio complete el eco.
Artemisia no pudo contenerse más. Corrió hacia ella, sujetándole las muñecas con desesperación.
—¡No me dejes! He vencido enemigos, he conquistado mares. Pero no sabré reinar sin ti.
Los ojos de Selene se humedecieron, aunque su voz permaneció firme.
—Sí sabrás, Artemisia. Porque no estaré en tu sombra, sino en tu eco. Y mientras el juramento viva, yo viviré contigo.
Antes de que la reina pudiera detenerla, Selene giró el cuchillo hacia su pecho y lo hundió con firmeza. El acero desgarró carne y hueso, y la sangre brotó oscura, llenando el cuenco de sal.
El mar rugió con un estruendo que hizo temblar la caverna. Las olas se elevaron, golpeando contra las rocas, como si el océano entero hubiese despertado. El círculo de piedras absorbió la sangre, que se extendió como ríos de luz por las inscripciones antiguas.
Artemisia la sostuvo entre sus brazos mientras caía. Su voz era apenas un susurro, un último regalo.
—Perdóname… pero este es el único destino que me pertenece.
Sus ojos se cerraron. La sombra se apagó.
En ese instante, la tormenta estalló con una furia indescriptible. Relámpagos iluminaron el cielo, el mar rugió como una bestia desatada, y las piedras del círculo brillaron hasta deslumbrar. Luego, de pronto, todo quedó en silencio.
La tormenta cesó. El mar se calmó como un animal saciado. El aire olía a hierro, sal y lágrimas.
Artemisia permaneció de rodillas, empapada, con el cuerpo de Selene en brazos. No gritó, no lloró, no maldijo. Solo dejó que el silencio la envolviera. Irina, con el rostro endurecido, inclinó la cabeza, reconociendo la grandeza del sacrificio. Lyra se arrodilló junto a Artemisia, envolviéndola en un abrazo silencioso.
Al amanecer, el pueblo fue convocado. Artemisia ordenó que Selene no fuera enterrada en tierra, sino entregada al mar. Una nave adornada con flores y antorchas llevó su cuerpo hasta aguas profundas. Cuando la embarcación se hundió lentamente, las olas se tiñeron de rojo, y un murmullo recorrió la ciudad: la sombra había partido, pero el eco había nacido.
La gente lloró, pero también comprendió que su reina había sellado algo más grande que una era: había encadenado su nombre al destino de las aguas.
Esa noche, Artemisia volvió al Espejo de Oricalco. La grieta se había extendido, surcando el cristal como una herida imposible de cerrar. Y en él, vio a Selene, caminando hacia la oscuridad, desvaneciéndose entre las olas, mientras la propia Artemisia permanecía sola en la orilla.
—¿Este es el precio de la eternidad? —susurró.
El espejo no respondió. Pero Artemisia comprendió que el juramento ya no le pertenecía. El eco estaba completo. Y con él, el inicio de una nueva condena.
La reina del mar salió al balcón de su palacio. El pueblo la miraba desde abajo, en silencio. Su voz retumbó como un trueno:
—Selene Claes entregó su vida para sellar nuestro juramento. Desde este día, su nombre vivirá en las aguas, en las sombras y en la memoria de Halicarnaso. Recordadlo bien: el eco es eterno.
La multitud rompió en un clamor, uniendo lágrimas y gritos de honor. Pero en el corazón de Artemisia, todo era silencio.
El hierro se había oxidado. El espejo se había quebrado. La sombra se había disipado.
Ahora, solo quedaba el eco.