"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
NovelToon tiene autorización de VickyG para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 15: Entre ausencias y nuevos horizontes
El domingo por la tarde todo en la casa se había sumido en un silencio gris. Aika observaba el pasillo con desgana: la puerta de la habitación de su hermano, siempre cerrada de prisa; el eco lejano de los pasos de su madre, que entraban y salían con prisas entre la sala y el hospital; y el murmurar continuo de la radio antigua, repetía noticias sin sentido para ella. Había estado así todo el fin de semana: sin desayunar –su madre no volvió a llamar– y sin dormir más de dos horas, revolviendo un libro de historia sin poder concentrarse.
Su hermano menor, Ren, había caído enfermo el jueves por la noche. Un vómito imparable y fiebre alta lo confinó al hospital, y la preocupación de su madre encendió una sombra permanente en su rostro. Cada vez que Aika la veía, la encontraba con los ojos rojos, la voz quebrada, las manos temblorosas mientras sujetaba el teléfono para interrogar al doctor. Era la misma mujer que la había humillado apenas hace unos capítulos, pero ahora… ahora su madre se había transformado en alguien distinto: vulnerable, frágil, asustada hasta los huesos.
Aika pasó el sábado entera susurrándole a la puerta de Ren, deseando que estuviera bien. Le urgía sentirse parte de algo; necesitaba ocuparse de algo que no fuera simplemente aguantar el aire en su propia casa. Limpió el pasillo, ordenó los zapatos, cambió las toallas de mano; cualquier gesto, por pequeño que fuera, le daba un propósito. Pero cuando terminaba, el peso de la soledad volvía a aplastarla. Sabía que Hikaru y Luna estaban allí fuera, moviéndose en sus vidas, pero el mundo real de Aika quedaba detrás de esas paredes.
—Aika, ¿vienes a cenar algo? —le preguntó la vecina, la señora Pons, que llevaba una bandeja de sopa humeante.
—No tengo hambre —contestó ella, mirando la sopa con ojos vidriosos—. Gracias.
La señora Pons dejó la bandeja en la mesa y le rozó el hombro con ternura. Aika la sintió como un abrazo breve, renovador. Pero al cerrar la puerta, la soledad regresó a galope.
Al lunes siguiente, en el instituto, los pasillos bullían de emoción: se organizaba un viaje escolar a Italia, una estancia de diez días para conocer la historia de un pueblo medieval costero. Aika apenas escuchaba las explicaciones de la profesora de historia. Con cada palabra sobre villas antiguas, murallas y castillos, su mente viajaba a esa casa sin risas, a la cama de hospital donde su hermano yacía febril, al rostro demacrado de su madre. ¿Cómo podría disfrutar de un viaje tan lejano con el corazón tan cerca del dolor?
En el recreo, Luna se acercó con un brillo nervioso en los ojos.
—Aika, ¿vas a la reunión del viaje? —inquirió, sosteniendo un folleto lleno de fotos de calles empedradas y plazas con fuentes antiguas.
—Creo que sí —respondió ella, con voz apagada—. Depende de mi mamá… no sé si me dejará ir, con Ren en el hospital.
Luna asintió en silencio, comprensiva. Pero Aika vio cómo su compañera apretaba los labios: una preocupación genuina, y tal vez un ligero alivio, pues Luna sabía que la distancia la libraría de la sombra que siempre pesaba sobre Aika.
—Yo voy de cabeza —dijo Luna con un destello de entusiasmo—. Está genial. Pero… si no puedes, entiendo.
Antes de que Aika respondiera, Hikaru apareció a su lado, con la mochila colgando de un hombro y el cuaderno de notas contra el pecho.
—¿Han hablado del viaje? —preguntó, posando la mirada en el folleto que Luna sostenía.
—Hoy tendremos la inscripción —explicó Luna—. Fecha límite: viernes. El viaje es en julio.
Hikaru giró su rostro hacia Aika.
—Si quieres ir, te acompaño al trámite —ofreció con suavidad—. Nos podemos organizar: estaré con Luna en grupo, y luego tú estarás con nosotros. No te preocupes por Ren… en cuanto salggas, puedo avisar a tu madre de tu itinerario.
Aika sintió un apretón en el pecho. Quería aceptar, pero la culpa tiraba de ella.
—No lo sé… —murmuró—. Mi mamá…
—Entiendo —dijo Hikaru sin presionar—. Habla con ella. Si confía en que Ren estará bien, podrías venir. Y si quieres, escribo todos los días.
Ella esbozó una media sonrisa, conmovida por la simplesza de la propuesta. Era la primera vez que alguien se ofrecía a compartir algo tan grande con ella, pese a lo que llevaba sobre los hombros.
En esa tarde, Aika pasó por el hospital. Vio a su madre sentada junto a la cama, con la mirada fija en un respirador que indicaba el pulso de Ren. Los tubos, las luces, el silencio mecánico: todo en esa sala parecía gritar que la enfermedad no dejaba espacio para nada más. El cardiólogo entró y les dio un parte de calma: la fiebre empezaba a ceder y el riñón de Ren respondía al tratamiento. Era una buena noticia, pero la tensión no se disipó de inmediato.
—¿Ves? —dijo la madre, apoyada en la cama, con lágrimas que ya no dolían sino aliviaban—. Quizá… quizá puedas tomarte unos días de descanso. Creo que tu hermano va a mejorar.
Aika la miró largo rato. Era la primera vez en mucho tiempo que su madre le pedía algo por preocupación y no por deber. El nudo en su garganta desapareció. Por un instante, comprendió que su madre también estaba vulnerable, muerta de miedo, y por eso la había desterrado de su vida como si fuera un estorbo.
—Mamá… yo… me gustaría ir a Italia —dijo al fin, con la voz temblorosa—. Prometo avisarte cada día. Puedo enviar fotos y llamadas.
La madre asintió, con la mirada empañada de sueño y cansancio.
—Está bien. Ve. Tu hermano estará en buenas manos… y yo también.
En el autobús escolar rumbo al avión, Aika se sentó junto a Hikaru y Luna. El ruido del motor, el movimiento del paisaje, el murmullo de sus compañeros fue como una laringe nueva que le permitía volver a respirar. El volante del micro deslizándose por la autopista hacia el aeropuerto le recordó al fluir de ese río donde tantas veces caminó con él: un trayecto hacia lo desconocido, pero compartido, y eso le devolvía el aliento.
Mientras el sol caía tras los montes a lo lejos, Aika apretó la mano de Hikaru, y supo que aquel viaje no solo sería para ver castillos y murallas antiguas. También sería un viaje hacia su propia historia, hacia las cicatrices que aún llevaba por dentro, y hacia un futuro posible lleno de miradas que la vieran —de verdad— y la abrazaran cuando más lo necesitara.