Haniel Estrada ha logrado obtener su título oficial de detective de la policía tras los eventos ocurridos en contra de su ahora muerto padre.🕵️♂️
Ahora como el tutor de su hermana adolescente y de la hija del detective Rodríguez, debe dividir su tiempo entre ser "Padre" y su pasión, pero toda felicidad tiene su fin.🙃
Su medio hermano Carlos ha jurado venganza en contra de Haniel y sus protegidas por la muerte de su padre y promete ser el próximo asesino serial y superar a su padre😬
¿Podrá Haniel proteger a sus seres queridos y evitar tantas muertes como las que ocurrieron antes?💀
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ECOS DE UNA CRUDA DECISIÓN
El amanecer trajo consigo un cielo despejado, pero para Jessica no hubo luz capaz de disipar la tormenta que llevaba dentro. Apenas había dormido. El sonido del celular, la voz enigmática que le habló la tarde anterior, las palabras “lo que más ama Haniel”… todo se repetía como un eco insoportable.
Mientras desayunaba frente a un plato que apenas tocó, evitó la mirada de Sofía. Su hermana le hablaba con naturalidad, preguntándole por su tarea de matemáticas, pero Jessica respondía con monosílabos. Cada vez que la veía, cada vez que pensaba en la posibilidad de que Sofía pudiera ser parte del plan que aquel hombre le insinuó, sentía un nudo en el estómago.
Cuando la patrulla la dejó en la escuela, el bullicio habitual de los niños en la entrada le pareció lejano, como si perteneciera a otra vida. Subió las escaleras hacia su salón de clases con pasos pesados, cargando su mochila como si en ella llevara el peso de un secreto demasiado grande.
La primera hora pasó entre el murmullo de los compañeros y la voz del maestro de ciencias, pero Jessica no escuchaba nada. Miraba el cuaderno abierto sobre su pupitre, pero no veía las palabras. En su mente, solo aparecía la imagen de Haniel disparando, de su padre cayendo al suelo, y luego la sonrisa oculta de ese desconocido al teléfono, prometiéndole un “regalo”.
—Jessica, ¿puedes leer el párrafo en voz alta? —preguntó de pronto el maestro.
Ella tardó unos segundos en reaccionar. Su rostro enrojeció cuando todos los ojos se posaron sobre ella. Tartamudeó, logró leer unas líneas, y después bajó la vista, sintiendo cómo la vergüenza le ardía en las mejillas.
En el recreo, se alejó del ruido de la cancha y se sentó bajo un árbol, donde las sombras se mecían con el viento. El olor a tierra húmeda la envolvió, y allí dejó que sus pensamientos corrieran libres. ¿Era capaz de dañar a Sofía? La idea le parecía imposible, y sin embargo, aquel hombre había plantado la semilla de la duda. Y lo peor era que una parte de ella… comprendía la lógica.
Una voz la sacó de su trance.
—¿Jessica? —era la orientadora escolar, la señora Mariela, con su tono siempre suave—. Te he visto muy distraída estos días. ¿Quieres venir a la oficina un momento?
Jessica dudó, pero al final la siguió.
El despacho era pequeño pero cálido, con estantes de libros de psicología infantil, un par de plantas verdes y el aroma a té de manzanilla impregnando el aire. Mariela le indicó que se sentara en un sillón acolchonado frente a su escritorio, y se acomodó en la silla de al lado, para no parecer una figura de autoridad, sino alguien cercana.
—No tienes que decir nada si no quieres, Jessica —dijo la orientadora, mirándola con serenidad—. Solo me gustaría entender qué es lo que te está pesando.
Jessica apretó las manos sobre su falda. Le costaba hablar, pero al fin murmuró:
—Descubrí… cosas de mi familia. Cosas que no sabía. —Se le quebró la voz, y bajó la mirada.
Mariela esperó, sin presionarla.
—Es como si… como si alguien a quien yo quería mucho hubiera estado mintiéndome todo este tiempo. —Jessica tragó saliva—. Y también descubrí cosas feas sobre mi papá. Cosas que… que me hacen sentir que ya no lo conozco.
El silencio llenó la oficina, apenas interrumpido por el tic-tac de un pequeño reloj de pared.
—Debe ser muy doloroso —dijo Mariela con calma—. Cuando uno se entera de secretos de la familia, es como si el piso desapareciera bajo los pies.
Jessica asintió, las lágrimas brillándole en los ojos.
—No sé si volveré a confiar. Es como si todos hubieran estado jugando conmigo.
—Es normal sentir eso —respondió la orientadora—. Pero no todo está perdido, Jessica. Descubrir verdades duele, pero también te da fuerza. Te ayuda a ver a las personas como son realmente, no como las idealizabas. Y lo más importante: tú decides qué hacer con esa verdad.
Jessica levantó los ojos hacia ella.
—¿Y si no sé qué hacer?
—No tienes que saberlo ahora mismo. Lo único que importa es que no cargues sola con lo que sientes. Hablar, aunque sea un poquito, ya es un paso enorme.
Jessica guardó silencio, pero sintió un pequeño alivio. No había contado toda la verdad, pero había compartido algo. Y en ese momento entendió lo que Mariela le había dicho antes: no estaba completamente sola.
El timbre del final para la siguente clase nterrumpió la conversación. Jessica se secó las lágrimas con rapidez, guardando las emociones en el rincón más profundo de su interior.
Mariela la despidió con una sonrisa cálida:
—Cuando quieras volver, aquí estaré.
Las últimas horas de clase pasaron lentas, y cuando la campana final sonó, Jessica recogió sus cosas sin prisa. La patrulla la esperaba afuera, como siempre. Mientras subía al asiento trasero, miró el cielo que empezaba a nublarse.
En su mochila, aún guardaba el papel impreso de la comisaría. En su mente, seguía retumbando la voz del desconocido. Y en su corazón, crecía una duda cada vez más peligrosa: ¿podría ella algún día convertirse en el arma contra Sofía?
El motor arrancó. Jessica apoyó la frente en el vidrio y dejó que la ciudad pasara frente a sus ojos, sabiendo que, aunque el mundo parecía seguir igual, dentro de ella algo había cambiado para siempre.
La patrulla dejó a Jessica frente a la casa con la misma puntualidad de siempre; las luces se apagaron un instante y el motor ronroneó hasta desaparecer. Ella bajó con la mochila apretada contra el pecho y avanzó por la acera, la sombra de los árboles proyectándose como manos largas sobre el pavimento. El olor húmedo de la tierra se mezclaba con el perfume lejano de una panadería: la tarde caía, tibia y sospechosa.
Había recordado, en un sobresalto, las palabras de la voz por teléfono: «Te dejaré algo en los arbustos. No lo toques hasta que estés segura.» No supo por qué la orden la había calmado; quizá porque la ambición de venganza necesitaba formas concretas, algún objeto que la sostuviera. Avanzó hasta el seto junto a la puerta de entrada. Entre las hojas, envuelto en una bolsa plástica, la caja era pequeña y pesada. La reconoció al instante por el peso de la promesa.
Sus dedos temblaron al abrirla. Dentro, envuelto en algo absorbente, había un objeto metálico: compacto, frío al tacto; la forma era inequívoca. La sorpresa le estrechó el estómago y una mezcla de asombro y rechazo recorrió su cuerpo. Nunca antes había visto algo así tan de cerca. La cosa parecía fuera de lugar sobre la mesa de su habitación, sobre el mantel que su madre usaba los domingos. Jessica cerró los ojos un segundo y aspiró hondo, intentando que el pánico no la ahogara.
Guardó la caja bajo el brazo y cruzó el umbral. La casa olía a jabón y a la cena aún por preparar en la casa de al lado: normalidad doméstica, la misma que no tenía ya nada que ver con ella. Subió las escaleras en silencio, cerró la puerta y se sentó en la cama. Sobre la colcha, la caja quedó abierta, como si ofreciera una decisión sin palabras.
El teléfono sonó antes de que ella pudiera pensar qué hacer. La pantalla mostró «Número privado». Jessica tragó saliva, apretó la mano alrededor del aparato y deslizó el dedo para contestar.
—¿Hola? —dijo con voz que sonó a niña y a alguien que ha envejecido de golpe.
Del otro lado la voz volvió a aparecer: la voz que la había acompañado como sombra desde la biblioteca. No dijo su nombre. No hacía falta. Tenía el tono de quien habla con calma a alguien al borde de un abismo, con la seguridad de quien sabe inclinar la cabeza en el momento justo.
—Veo que recibiste mi regalo —dijo la voz—. Bien.
Jessica miró la caja una vez más, como si esperara que al moverla algo cambiara.
—¿Qué es esto? —preguntó, aunque la respuesta era obvia y la repugnaba.
—Lo sabes —contestó la voz sin estallar en explicaciones—. No te lo traje para que lo mires; te lo traje porque ahora tienes una opción real. —Hubo una pausa, medida—. Estoy aquí para ayudarte a decidir.
En su cabeza, las palabras del informe se retorcían: “defensa propia”, “traición”, “el detective Rodríguez colaboró con Marcos”. Las piezas se pegaban y se separaban con la crueldad de un rompecabezas mal hecho. Por un segundo, Jessica pensó en las noches en que Haniel la arropaba, en los helados en el parque, en la voz que le leía cuentos. Todo eso competía con la evidencia que había impreso y con la voz al teléfono que ahora sonaba como una presencia segura.
—¿Me vas a decir qué hacer? —preguntó ella, tratando de imponerse.
La respuesta vino suave, pero cortante: no ofreció instrucciones técnicas, pero sí ofreció certezas emocionales. Le habló de intención: de cómo los gestos más pequeños pueden cambiar la vida de una persona; de la inmediatez del dolor y de la quietud que viene después; de la idea de justicia que no responde al tribunal sino a la necesidad interior. La voz la empujaba hacia una elección, describía consecuencias, pintaba imágenes de lo que sería quitarle a alguien lo que más quería, y repetía, como un mantra, que solo así la verdad cobraría forma.
No explicó el funcionamiento de la cosa que reposaba en su cama —no pronunció pasos, ni nombres de partes, ni consejos para manejarla—; en vez de eso, ofreció una guía de intención, casi filosófica: “Apunta con la decisión, no con el miedo”, dijo, y la frase cayó como una moneda fría.
Las palabras calaron hondo por la simple certeza con la que se decían. Jessica se dio cuenta de que la voz estaba enseñándole a poner su rabia en práctica, a transformar el dolor en una acción concreta. Era la lección más peligrosa: no cómo hacerlo, sino por qué hacerlo y por quién.
—¿Y si no lo hago? —musitó ella, con la boca seca.
—Entonces recordarás siempre que tu arma estuvo ahí y que elegiste mantenerla oculta —replicó la voz—. No hay neutralidad; solo elecciones que definen quiénes somos.
La línea se tensó un instante y la llamada se cortó sin ceremonias. Jessica quedó con el teléfono pegado al oído, sintiendo que la respiración le faltaba. A su alrededor, la habitación permanecía inmóvil: la muñeca de peluche en la estantería, la lámpara tibia, la ventana que dejaba entrar un hilo de luz del atardecer. Todo parecía más pequeño, más frágil.
Miró el objeto en la cama; sus dedos lo rozaron, pero no se atrevieron a manipularlo. Pensó en Sofía, en su voz en la cocina, en cómo le daba los buenos días sin sospechar. Recordó también la sonrisa que antes le provocaba seguridades infantiles. Y en ese momento entendió que la decisión que le proponían no era solo sobre Haniel: era sobre todo el mundo que ella amaba y que, con un gesto, podría quebrar.
Jessica cerró la caja con un movimiento lento y la escondió en el hueco que había creado en su armario, bajo un montón de cuadernos viejos. No quiso tirarla ni dejarla a la vista; no quiso tampoco usarla en aquel instante. Se quedó en el borde de la cama, con la mirada perdida, sintiendo que una línea invisible se había trazado en su vida y que no había marcha atrás si cruzaba.
Esa noche apenas durmió. Entre el sueño y la vigilia le venían imágenes: la cara de Sofía, el documento impreso, la voz misteriosa. No encontró una decisión clara; solo una sensación abrumadora: la caja la había hecho responsable de algo terrible, y ahora, con la caja guardada, debía decidir si permitiría que esa responsabilidad la transformara en la persona que la voz quería que fuese.
Al amanecer, la caja seguiría en su armario, y Jessica tendría que enfrentarse a una jornada más en la escuela con un secreto que le quemaba las manos. La pregunta flotaba, insidiosa: ¿hasta dónde estaría dispuesta a llegar por la verdad y por la justicia que creía merecer? Y, más aún, ¿podría soportar el precio de esa respuesta?