En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 17
Los días pasaron con la rapidez de un suspiro. Cuando Victoria menos lo notó, sus hijos ya tenían siete meses de nacidos y habían revolucionado por completo su pequeño mundo en la pensión.
El primer mes fue el más difícil. Los pechos adoloridos, las noches en vela, el miedo constante de hacerlo mal… pero también fue el mes en que se convirtió en madre con cada gramo de su alma.
A los dos meses, los bebés ya reconocían su voz, la buscaban con los ojos y sonreían cuando ella se acercaba. A los tres, empezaron a balbucear sonidos que parecían palabras de otro universo, y su risa, esa risa contagiosa de los bebés felices, se convirtió en el himno de la pensión.
Victoria había crecido. No solo como madre, sino como mujer. Más fuerte, más decidida, más serena. La adolescente asustada del pasado ahora sabía preparar un tetero con los ojos cerrados, cambiar tres pañales en menos de cinco minutos y calmar el llanto con un abrazo y una canción.
Su cuerpo también había cambiado. Aunque aún tenía marcas del embarazo, la cicatriz de la cesárea y algo de cansancio perpetuo bajo los ojos, se veía hermosa. Porque ahora su belleza tenía la luz de quien ama sin condiciones.
Doña María seguía a su lado. Con paciencia, la ayudaba a cargar, bañar, alimentar y hasta reír en los días más pesados. Su presencia era un bálsamo, un abrazo constante.
Lisseth continuaba trabajando como interna en una casa de una familia adinerada. El sueldo era bueno y cada que podía, se traía ropa de bebé, leche o pañales. En sus días libres, volvía como si fuera tía de sangre, abrazando a los bebés y a Victoria con ternura infinita.
Carlitos, por su parte, iba a la escuela cada mañana con su maletín azul y sus cuadernos bien forrados. En las tardes, hacía tareas en la recepción con victoria cuando los bebés estaban en su siesta, y luego cuando terminaba subía a jugar con los trillizos.
—¡Voy a enseñarles a gatear! —decía con entusiasmo.
Y lo logró. Ahora, con siete meses, los tres empezaban a arrastrarse torpemente por el suelo, explorando con curiosidad cada rincón de la habitación. Valentina era la más rápida, Valeria la más observadora y Victor, el más fuerte y sereno.
La pensión ya no era la misma. Entre baberos, sonajeros y cunas pequeñas, se respiraba amor. A veces, otros huéspedes se detenían a mirar por la puerta abierta y decían:
—Qué hermosos niños. Y qué mamá tan valiente.
Aquella noche de su séptimo mes, Valentina estaba inquieta. Su llanto era más agudo que de costumbre, y Victoria lo notó apenas cayó la noche. Al revisarla, vio la encía inflamada. Su primer diente venía en camino.
—Ay, mi amor… te está doliendo —le murmuró con ternura, acariciándole la carita sudorosa.
Además, los tres bebés habían recibido sus vacunas esa mañana, y los efectos secundarios no se habían hecho esperar. Fiebre leve, llanto, mucho malestar.
Victor dormía plácidamente, fuerte como un roble. Pero Valeria y Valentina estaban decaídas, lloraban suavecito, buscando el pecho y el calor de su madre.
Victoria se mecía en la mecedora con ambas encima, sudando, con los ojos hinchados, pero sin quejarse.
—Shhh… ya va a pasar, mis amores. Mamita está aquí —canturreaba, con voz cansada pero dulce.
Doña María, sentada en la cama con una compresa tibia en las manos, observaba en silencio.
—Nunca vi a alguien tan joven ser tan madre —susurró, conmovida.
—Siento que los amo más cada día —respondió Victoria, meciendo a sus hijas—. Aunque no tenga descanso, aunque me duela el cuerpo entero… ellos son mi vida.
—Dios te los dio con propósito. Porque sabía que tú ibas a protegerlos con el alma.
Victoria sonrió, aunque tenía lágrimas en los ojos.
—Valentina está más caliente… ¿Me ayudas con otra toallita fría?
—Claro, hijita.
Las horas pasaban lentas. La habitación apenas iluminada por una lámpara tenue, el sonido de la mecedora y el canto suave de Victoria eran los únicos testigos de una noche difícil, pero llena de amor.
...
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad…
Mathias había regresado a la capital cinco meses atrás. Después de un par de meses en el extranjero, intentando sanar las heridas abiertas, se había refugiado en el trabajo y en un pequeño apartamento elegante pero silencioso.
A veces, recordaba a la joven de ojos negros y mirada dulce que había visto en la clínica. Se la imaginaba con su bebé en brazos, con una sonrisa cansada y unos ojos llenos de amor. Y sin quererlo, sonreía también, con cierta nostalgia en el pecho.
—¿Cómo habrá terminado su historia? —se preguntaba a veces, mirando por la ventana.
Estaba más tranquilo, más centrado. Las heridas seguían allí, pero dolían menos. Había aceptado que la vida no siempre salía como uno esperaba. Su diagnóstico de esterilidad irreversible seguía pesando en el corazón, pero ya no lo definía.
Una tarde, mientras revisaba sus redes sociales, una imagen le cortó la respiración por un instante.
Era Karla, su exesposa, con un vestido ajustado que dejaba ver una barriguita de unos cuatro meses. A su lado, Brandon Ferias —su viejo rival— sonreía con una arrogancia conocida.
Mathias sintió un nudo en la garganta.
—Ya veo… —murmuró, sin rabia, pero con un vacío amargo.
No podía decir que le dolía por amor. Ya no. Pero había algo profundamente injusto en que Karla, quien lo había dejado al saber que él no podía tener hijos, ahora estuviera embarazada de otro hombre.
Aun así, no le deseó mal.
—Ojalá sea feliz… —susurró, dejando el celular sobre la mesa.
Se sirvió una copa de vino, miró el techo y pensó, sin poder evitarlo, en aquella chica embarazada que nunca volvió a ver.
Quizá algún día… la vida volvería a cruzarlos.