Siempre nos hablan del tiempo como algo lineal, primero el pasado, luego el presente y por último el futuro y también nos hablan de que el único tiempo real es el presente, porque el pasado ya pasó y el futuro no está hasta que llega, pero ¿Qué tal si no fuera así? ¿Qué pensarías si te digo que el tiempo, paradójicamente, es y no es línea a la vez? ¿Y que vivimos varios momentos al mismo tiempo y esto no se limita para nada al presente?
Te invito a descubrir poco a poco la complejidad de esta historia y a sumergirte en un océano de emoción a medida que leas su trama.
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Capítulo XVII, Enrique II
Me encontraba frente a la entrada de la mansión de mármol en la que vivía Andrew Falcón. Me estaban escoltando dos de los miembros de mi guardia real, ser Alberto Torres y ser Jhon Castillo, los dos mejores guerreros en combate cuerpo a cuerpo en todo el reino, aunque no quedaba claro cuál de los dos era el primero, además de que ambos eran buenos arqueros y muy buenos con las armas de fuego.
Desde hace siglos se considera a los alquimistas como seres despreciables, esto es así en mi reino y en la mayoría de reinos alrededor del mundo, sólo que no se habla mucho de ellos dado que, con excepción de Andrew Flacón, no quedan más alquimistas con vida en el mundo, hace diez años había otros tres, muy ancianos, pero murieron de causas naturales. La alquimia se considera una falta de respeto a los dioses y la naturaleza y en el caso de Andrew Falcón, cuyo cuerpo permanece por la eternidad con la apariencia y condiciones de alguien de veinticinco años, se le desprecia especialmente, pues ningún ser humano debería tener la posibilidad de vivir por siempre, eso es algo que sólo es propio de los seres divinos, como los dioses, los demonios y los ángeles y es así como debe ser.
No sólo eso, Andrew Falcón ha vivido por miles de años y ha dedicado gran parte de su vida a dominar la alquimia y expandir lo que se puede hacer con esta, muchos de sus conocimientos se los ha guardado únicamente para sí mismo, pero algunos de estos los compartió en su momento con otros alquimistas. La existencia de él se considera una abominación en sí misma por todas estas razones y además se teme que algún día tenga uno o más aprendices y que llegué a hacer que estos también posean la eterna juventud.
Que yo, el rey, tenga que pedirle ayuda, es algo sumamente grave y escandaloso y aunque estoy seguro de que un principio se podrá mantener el secreto, tarde o temprano se sabrá públicamente. Espero haber muerto para entonces.
Si se tratara de otra persona, simplemente hubiera enviado un emisario a buscarlo o una carta explicando mis órdenes. Pero Andrew Falcón no obedecería una orden, sin importar de quien viniera o como se le entregara y si se trataba de hacer un trato con él, conociendo su carácter, lo cierto es que ir a verlo yo mismo era un requisito indispensable. Yo y sólo yo podía lograr esto. Realmente necesitábamos la ayuda del último alquimista.
Toqué la enorme puerta de diamante y sonó con fuerza. Poco después abrió un mayordomo.
—¿Qué se le ofrece, señor?
—¿Señor? ¿Cómo te atrevéis? Soy tu rey.
—Mi único amo es el señor de esta casa, Andrew Falcón, ahora, explique porque está aquí, señor Enrique o me veré obligado a cerrarle la puerta en la cara.
—Necesito hablar con tu amo… necesito la ayuda de Andrew Falcón, dile que podemos hacer un trato, que ponga el precio y yo lo pagaré.
El reloj que se posaba en el brazo izquierdo del mayordomo emitió una luz verde.
—Puede pasar, señor, pero me temo que su guardia real debe permanecer afuera, junto con sus armas, caso contrario, mi amo dice que deberá regresar por donde vino.
—Su majestad, no debe…
—Ser Alberto, silencio, voy a hacer lo que dice el mayordomo, sus palabras son palabras de Andrew Falcón, el último alquimista, y no deben ser tomadas a juego, quiero que tú y ser Jhon esperen aquí.
Entré y el mayordomo cerró la puerta. Luego me guio hasta la sala de estar y me hizo sentarme en el sofá. Cinco minutos después, el último alquimista entró en la sala y se sentó en el sofá frente a mí.
—Así que finalmente sabes sobre la futura llegada de los demonios —comentó Andrew.
—¡¿Cómo lo supiste?!
—Mis instrumentos detectaron el movimiento de una enorme cantidad de demonios de bajo nivel acercándose a nuestro plano y tres intentos fallidos de penetrar en este —explicó—. Supuse que tu vidente sabría de esto y vendrías buscando mi ayuda, dispuesto a pagar cualquier precio y te diré que mi precio viene en cuatro partes, cuatro condiciones que se deben cumplir o no hay trato.
—Bien, eso agiliza las cosas, di tu precio y si está a mi alcance pagarlo, sea cual sea, lo pagaré.
—La primera condición es que no sólo os daré el conocimiento de aquellos libros, seré yo quien instruya a los guerreros, la segunda es que tú debes ser parte de esos guerreros e ir al frente una vez inicie la batalla, y obviamente todos los guerreros, incluyéndote, deben obedecer mis órdenes cuando estén siendo instruidos, la tercera condición es que, si ganamos la guerra tú o alguien bajo tu mando, en caso de que tú mismo no puedas hacerlo, debes hacer público en todo el reino, en todo el mundo, el hecho de que yo transmití estos conocimientos e instruí a los guerreros, además de ser el que fabricó las nuevas armas antidemonios…
—¿No es posible que te convenza de no tener que cumplir con esa tercera condición? Me gustaría mantenerlo en secreto hasta el final de mi reinado.
—Eso sería inaceptable y en ese caso debes retirarte y esperar el fin de la humanidad, incluyéndonos.
—¿No te da miedo morir?
—No, en absoluto.
—De acuerdo, entonces acepto esas tres condiciones, di tu última condición y terminemos con esto.
—Bueno, antes de empezar a cumplir con mi parte del trato, debes comprometerme con tu hermana, la princesa Victoria Isabel, con tres testigos y documentación que lo pruebe, por supuesto, y me casaré con ella si ganamos la guerra, claro, eso un poco después de que hagas pública mi colaboración con el reino en este asunto.
Sentí que el suelo bajo mis pies colapsaba y caía en un abismo infinito, Andrew Falcón deseaba que comprometiera a mi hermana menor con él y no tenía más opción que ceder a esa y el resto de sus condiciones.
—De acuerdo, acepto todas tus condiciones, te doy mi palabra como rey de que cumpliré por completo con mi parte del trato si tú cumples la tuya. —Sentí que lo único que me rodeaba eran las tinieblas.
Una luz plateada brilló bajó mis pies.
—¡¿Acabas de usar tu alquimia conmigo?!
—Desde luego, eres un rey, tu palabra es sagrada y es ley y si en esta ocasión llegas a faltar a tu palabra en lo más mínimo, vas a morir de una manera muy dolorosa. Bien, tenemos un trato, su majestad.
Me ofreció la mano y a regañadientes se la estreché. Estrechar su mano me supo amargo.
Eran tiempos desesperados y yo había tomado la medida más desesperada posible, pero a su vez, necesaria.