Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
NovelToon tiene autorización de Crisbella para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo XVI Un deseo incontrolable
Punto de vista de Máximo
Estaba esperando en el auto, la impaciencia me carcomía. No saber qué estaba ocurriendo en esa habitación me llenaba de una ansiedad que detestaba.
—Señor, la señorita Estrada acaba de salir del edificio —anunció mi chófer, rompiendo el silencio.
Escuchar ese apellido me encendió la sangre.
—Ella es la Señora Santana —sentencié, mi voz vibrando con una amenaza sorda—. Que no se te vuelva a olvidar.
—Disculpe, señor. No se volverá a repetir.
El chófer bajó para abrir la puerta. Ana subió con esa elegancia innata que parecía llevar en el ADN, incluso después de haber pasado por el infierno. Se sentó lo más lejos posible de mí, pegada a la puerta.
—¿Qué tanto hablaste con tu madre? —pregunté. Mi tono fue tan gélido que el ambiente en el auto pareció congelarse.
—Nada importante —respondió ella, sin mirarme—. Solo quería saber cómo me estabas tratando.
—Espero que no hayas dicho nada que me obligue a sacar a la luz nuestro matrimonio antes de tiempo.
—No te preocupes. Inventé una historia para que ella estuviera tranquila.
El auto se puso en marcha y el silencio volvió a tronar entre nosotros. Ella se refugió en el paisaje tras la ventana, mientras yo fingía revisar documentos. Pero no podía concentrarme. El calor en el interior del vehículo se volvió sofocante. No soy de piedra; saber que la mujer más hermosa que había visto en mi vida ahora me pertenecía legalmente, empezó a despertar una atracción que se escapaba de mi control.
Con un movimiento seco, pulsé el mando para subir el separador. El vidrio oscuro e insonorizado nos aisló del mundo exterior.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella, y el rastro de terror en su voz fue música para mis oídos.
—Es obvio: quiero privacidad con mi mujer —dije, deslizándome por el asiento de cuero como un lince cazando a su presa.
Sus ojos se cristalizaron en segundos. Empezó a temblar, y aunque sus labios se movieron, no salió sonido alguno. Estaba paralizada.
—Tranquila, seré amable contigo —susurré, acortando la distancia—. Ahora estarás con un hombre de verdad.
Lo dije dando por hecho que ya se había entregado al imbécil de Agustín, y la idea de borrar cualquier rastro de ese tipo me obsesionaba. Inhalé su aroma natural; era adictivo, una mezcla de flores frescas y miedo. Acaricié sus brazos con una lentitud desesperante, sintiendo su piel de gallina bajo mis dedos.
—¿Te comió la lengua el ratón? —pregunté. Era la primera vez que se quedaba callada.
Su expresión de puro pánico me hizo dudar un instante. No estaba jugando, no estaba fingiendo desinterés para provocarme; estaba aterrada. Pero mi deseo era más fuerte que mi lógica.
—¿Sabes que esto es normal en una pareja de recién casados? —dije, volviendo a acercarme hasta que nuestras respiraciones se mezclaron.
—No somos una pareja normal —logró articular con voz temblorosa—. ¿O es que ya olvidaste que soy tu rehén?
Sus palabras, en lugar de frenarme, alimentaron mi furia y mi necesidad de doblegarla.
—Tienes razón, Anabella. No somos normales.
No quería seguir discutiendo. Me adueñé de sus labios en un beso brusco, posesivo, que buscaba una rendición absoluta. Ella era dulce, suave como los pétalos de una rosa, pero sus palabras seguían siendo espinas. Para mi sorpresa, no luchó contra mí. Intentó seguirme el ritmo, pero sus movimientos eran torpes.
Un pensamiento cruzó mi mente como un rayo: su inexperiencia era evidente. Si Agustín era el idiota que ella amaba, estaba claro que ese infeliz no tenía la menor idea de cómo tratar a una mujer como ella. Ella estaba intacta, y descubrirlo solo hizo que mi deseo de destruirla se mezclara peligrosamente con el de poseerla para siempre.
—No tienes ninguna experiencia con un hombre —afirmé. No era una pregunta, era una certeza que me golpeó con la fuerza de un descubrimiento prohibido.
Ana giró la mirada hacia el suelo del auto, ocultando sus ojos de los míos. Sus mejillas se habían teñido de un carmesí profundo; no sabía si era por el calor del momento, por la vergüenza o porque mi deducción le había dado de lleno en el blanco.
—¿Cuál sería la diferencia? —logró decir, aunque su voz sonaba pequeña—. Sea cual sea mi respuesta, eso no cambia en nada mi posición en esta relación. Sigo siendo una moneda de cambio.
Sus palabras fueron como un balde de agua fría sobre mi deseo. Tenía razón. Ella era una deuda pagada con piel y apellido, y yo estaba dejando que mis instintos nublaran mi juicio.
—Tienes razón —respondí, apartándome de ella con brusquedad y recuperando mi espacio en el asiento. Me obligué a mirar hacia el frente, respirando el aire acondicionado para calmar la sangre que aún me hervía.
Llegamos a la mansión minutos después. El imponente edificio de piedra nos recibió bajo una luz mortecina. Al bajar del auto, Ana parecía haber recuperado parte de su calma, moviéndose con esa elegancia robótica de quien acepta su condena. Yo, en cambio, era un torbellino interno.
Tenía que controlarme. No podía permitir que ningún sentimiento por ella —ni siquiera la curiosidad— echara raíces dentro de mí. Había pasado años construyendo este plan de venganza como para dejar que una cara bonita y un beso lo echaran todo a perder. Lo mejor era mantenerme alejado, poner muros de hielo entre nosotros hasta que mi voluntad fuera de nuevo de hierro.
—Emilia te enseñará tus nuevos aposentos —dije sin mirarla, mientras caminábamos hacia la entrada—. Desde hoy, esta es tu casa, pero no te confundas, Anabella. Las puertas están cerradas para ti.
Entré en mi estudio y cerré la puerta tras de mí, necesitando desesperadamente el silencio para recordar por qué la odiaba, antes de empezar a desearla de una forma que no pudiera controlar.