A los dieciséis años, fui obligada a casarme con Dante Moretti, un hombre catorce años mayor, poderoso y distante.
En sus ojos, nuestro matrimonio era solo un contrato; en los míos, era amor.
Fui enviada al extranjero para estudiar y, durante cinco años, viví con la esperanza de que algún día él realmente me viera.
Ahora, graduada y decidida, he vuelto a Florencia.
Pero lo que encuentro me destruye: mi esposo tiene a otra mujer y planea casarse de nuevo.
Solo que esta vez no será a su manera. Ya no soy la chica ingenua que dejó partir.
He vuelto para reclamar lo que es mío: el nombre, la fortuna, el respeto… y quizá, mi lugar en su cama y en su corazón.
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Capítulo 16
(POV: Bianca)
El cielo de repente se cubrió de nubes pesadas, el tipo de tarde en que hasta el viento parece contener la respiración. Estaba conversando con Edward y Dante cuando oí el sonido de un motor caro cortando el silencio de la Villa.
Un coche negro, pulido como una promesa sombría, se estacionó lentamente frente a la entrada principal.
De él salió Mellinda.
El tacón con pisadas firmes y compasadas, autoritario. Ella siempre se movía así — como quien pisa donde cree que pertenece. Se vestía de negro, el cabello impecable, la mirada fría de quien venía con un propósito.
Cuando levantó el rostro y me encontró sonrió. Una sonrisa que no traía alegría, sino un aviso silencioso: “estoy de vuelta, y vas a caer.” Dante, la miraba con la misma mirada que se da a una amenaza que se conoce bien demasiado. Ella tuvo la audacia de dar un beso largo en el rostro de Dante y eso me hizo subir una rabia que intenté disimular.
— Mellinda — dijo él, la voz controlada, pero distante. — Pensé que ya habíamos conversado la última vez.
Ella tenía una mirada altiva y un andar felino de quien sabe el poder que tiene.
— Sí, sí. Solo pensé que merecías oír lo que tengo que decir.
Me quedé solo observando, silenciosa. Mellinda miró alrededor, analizando cada detalle — como una actriz que retorna al palco que cree que es suyo por derecho.
— Estoy embarazada, Dante.
Las palabras cayeron en el aire como truenos.
El tiempo pareció parar.
Por un segundo, el rostro de él palideció.
Edward desvió la mirada en mi dirección.
Y yo… simplemente me quedé en silencio.
No lloré.
No grité.
No le di el espectáculo que esperaba.
El silencio, a veces, es la respuesta más poderosa.
Ella me lanzó una mirada provocadora, satisfecha por haber soltado la bomba.
— Sé lo mucho que esto cambia todo — continuó ella, teatral. — Me pareció justo que lo supieras antes de que el resto del mundo lo descubra.
La forma en que decía aquello, calculada y dulce, era repugnante.
Mellinda no era una mujer desesperada — era una estratega.
Y cada palabra tenía el peso exacto de una trampa.
Dante respiró hondo, la voz ronca cuando finalmente habló:
— ¿Estás diciendo que el hijo es mío?
— Digo lo que es verdad. — Ella colocó la mano en el vientre, fingiendo fragilidad. — Puedes fingir lo que quieras, pero no puedes apagar lo que sucedió entre nosotros.
Sentí el golpe. No porque creyera en ella, sino porque yo sabía de lo que ella era capaz. Mellinda era el tipo de mujer que transformaba mentiras en arte.
Me aproximé, calma, hasta quedar delante de los dos.
El perfume de ella era fuerte, dulce demasiado, casi sofocante.
— Entonces, felicidades — dije, con serenidad. — Espero que ese hijo traiga paz a tu corazón… porque el veneno que cargas, Mellinda, va a destruir cualquier cosa pura que intente nacer dentro de ti.
Ella parpadeó, sorpresa. Por un instante, el barniz de autoconfianza se rajó.
Dante me lanzó una mirada de advertencia, pero yo no paré.
— ¿Debía sorprenderme? — continué, la voz baja, cortante. — Una mujer que vive como tú. — hice una pausa y puse una expresión como si estuviera intentando recordar algo — déjame recordar la palabra que usamos, veamos... así... "AMANTE", personas como tú siempre necesita de una nueva historia para mantenerse en escena.
El silencio de ella era la prueba de que las palabras acertaron el blanco.
Entonces, como quien recupera el aliento, ella rió — una risa fría, metálica.
— Que linda, Bianca. ¿Realmente crees que él va a continuar a tu lado después de esto?
— Yo no creo — respondí. — Yo sé.
Ella se aproximó más, los ojos azules chispeando.
— Estás apostando alto.
— Siempre aposté en lo que vale la pena — retruqué. — Y Dante vale.
Por dentro, mi corazón pulsaba descompasado, pero por fuera, yo era puro control.
Era eso lo que Mellinda jamás entendería: yo no necesitaba elevar la voz para ser fuerte.
Ella se alejó, manteniendo la misma sonrisa de serpiente.
— Veremos cuánto tiempo esa confianza dura.
— El tiempo que sea necesario — respondí. — Porque yo no lucho con lágrimas, Mellinda. Yo lucho con verdad.
Ella me observó por un instante largo, evaluándome como una adversaria digna.
— Mellinda, basta. Es mejor que te vayas, luego llamo para marcar un local para conversar.
— ¿Qué tal mi apartamento?
— Mellinda, por favor, vete. — Dijo él erguendo la mano mostrando la salida. Ella se fue con un aire altivo de quien consiguió lo que quería, al salir, dejó un perfume caro y un silencio amargo detrás de sí.
— Creo que ustedes necesitan conversar, voy a subir a mi cuarto. — Edward dijo un poco constreñido y sale.
Cuando quedamos a solas, Dante aún parecía en shock.
— Bianca… juro que eso no tiene sentido — dijo, la voz tensa, la mirada perdida. — Necesito entender lo que ella está intentando hacer.
— Necesitas descubrir si eso es verdad — interrumpí. — Y deprisa.
Él dio un paso en mi dirección, la mirada vulnerable.
— Puedes odiarme si quieres, me lo merezco.
Respiré hondo.
— No sé qué pensar. Pero sé que confío en quién eres, y en lo que nosotros tenemos. Eso no me va a quebrar, Dante.
Él intentó aproximarse más, pero yo mantuve la distancia.
— Resuelve lo que necesita ser resuelto — agregué. — Y cuando lo hagas, mírame. Yo aún estaré aquí, sea cual sea el resultado, verdad o mentira, yo no abriré mano de nada, inclusive de mi casamiento.
Más tarde, en el cuarto, el peso de la noche cayó sobre mí.
Me senté delante del espejo, el rostro reflejado por la luz tenue.
Por un instante, el dolor amenazó con vencerme — pero entonces recordé lo que aprendí con la vida: las mujeres fuertes también lloran, pero nunca en frente del enemigo.
Enjugué una lágrima antes de que ella resbalara.
Mellinda podía intentar manchar mi casamiento y el de él, la historia que estábamos reconstruyendo.
Pero había algo que ella nunca entendería:
no se destruye un amor que nació del fuego, solo lo torna más resistente.
Y en aquel espejo, juré a mí misma:
yo enfrentaría a Mellinda con inteligencia, no con desesperación.
Y si ella quería guerra — tendría una reina en el campo de batalla.