En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPITULO 15 LA MUERTE DE LA LEONA
CAPITULO 15 LA MUERTE DE LA LEONA
NARRADOR.
Diez años después.
El tiempo, implacable para muchos, pareció ceder frente a la determinación de la duquesa Ágata. Sorprendentemente, no solo logró sobrevivir, sino que se mantuvo firme con la astucia que solo poseen aquellas mujeres moldeadas en el dolor y el deber.
Durante diez años, simuló debilidad.
Cada tos, cada fiebre, cada paso lento… todo era parte de su actuación. Una fachada que utilizó para resguardar a su nieta.
Sus adversarios, convencidos de que su final estaba cerca, la subestimaron. Esperaban su fallecimiento mientras continuaban buscando a la niña que se perdió en el incendio de la abadía. Pero nunca la hallaron. Porque nunca dejaron de buscar en el sitio equivocado.
Ágata, desde su autoimpuesto aislamiento, tejió en silencio la red que garantizaría el triunfo de su linaje.
Mientras tanto, el poder de Douglas se expandía como una sombra dañina. Ya no fingía cortesía ni nobleza. Se había asociado con hombres de dudosa reputación, comerciantes corruptos, prestamistas despreciables y contrabandistas que operaban desde los puertos del norte. Compraba lealtades con dinero y silencio, y vendía su honor al mejor postor.
En el interior de su mansión, el ambiente estaba cargado de ambición, rumores y frustración.
Constanza, su esposa, se había transformado en una presencia ausente. Poseía la figura de una dama, pero sus ojos mostraban la mirada de una mujer abatida. Su andar era callado, resignado. En diez años, había tenido tres hijas. Todas sanas. Todas ignoradas.
—¿Y el niño? —era la única pregunta que Douglas hacía al médico después de cada parto.
La respuesta siempre era la misma. Y con cada nueva hija, la decepción de él se volvía más amarga.
Incluso su amante, aquella mujer que antes fue su secreto preciado, le había dado cuatro niñas. Ahora vivía con ellas en un lugar apartado, lejos de las miradas curiosas, aunque los chismes circulaban por los pasillos de la corte como serpientes. Decían que Douglas tenía un harén de hijas ilegítimas, que anhelaba un heredero varón, y que ni Isabel podía frenar su desaliento.
Pero él no prestaba atención.
Se consideraba invulnerable.
Intocable.
Tan poderoso como el rey mismo.
Hasta que esa mañana, una noticia resonó como una campana de luto por todo el reino.
—¡La duquesa Ágata ha fallecido!
Las campanas de la catedral en la capital comenzaron a sonar antes del amanecer. Una por una, diez veces. Un repique lento y solemne que atravesó las murallas y despertó a todos, desde los campesinos hasta el príncipe.
—Falleció mientras dormía —susurraban las sirvientas—. Con las manos cruzadas sobre el pecho y una expresión de tranquilidad.
—Se fue en paz —declaraban algunos.
—Por fin —murmuraban otros.
En la urbe, las avenidas resonaban con susurros. Nadie comprendía del todo cómo lidiar con la pérdida de una mujer que había sido temida, admirada y objeto de envidia por muchas generaciones. Algunos nobles enviaron cartas con condolencias cuidadosamente redactadas. Otros, más tímidos, ya planeaban sus ofrecimientos a Douglas, quien en sus pensamientos, se había convertido finalmente en el dueño absoluto del ducado.
Él recibió la noticia en su oficina.
Sonrió.
—Era el momento —comentó, mientras encendía un cigarro y miraba por la ventana el amanecer cubierto de humo.
Para él, el fallecimiento de Ágata significaba la eliminación del último obstáculo. No quedaba nadie que pudiera cuestionar su autoridad.
—Organiza todo —le indicó a su mayordomo—. Un entierro real. No menos.
—¿Con la presencia del trono, señor?
Douglas soltó un bufido.
—No me importa si asisten o no. Ya no necesito sus aprobaciones.
Sin embargo, lo que él ignoraba… Lo que nadie sabía… Era que con la muerte de Ágata, no concluía una era.
Se daba inicio a un final inminente.
Porque ella se había ido dejando su último movimiento.
Y en un cuarto oculto, a cientos de kilómetros, una joven de ojos verdes y cabello pelirrojo se ponía un atuendo de luto que no era por pena…sino por venganza.