PRIMER LIBRO DE LA SAGA.
Luciana reencarna en el cuerpo de Abigail una emperatriz odiada por su esposo y maltratada por sus concubinas.
Orden de la saga
Libro número 1:
No seré la patética villana.
Libro número 2:
La Emperatriz y sus Concubinos.
Libró número 3:
La madre de los villanos.
( Para leer este libro y entender todos los personajes, hay que leer estos dos anteriores y Reencarne en la emperatriz divorciada.
Reencarne en el personaje secundario.)
Libro número 4:
Mis hijos son los villanos.
Libro número 5:
Érase una vez.
Libro número 6:
La villana contraataca.
Libró número 7:
De villana a semi diosa.
Libro extra:
Más allá del tiempo.
Libro extra 2:
La reina del Inframundo.
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Capitulo 16
Si las miradas mataran, la emperatriz ya estaría muerta. Las concubinas y el emperador no dejaban de lanzarle miradas fulminantes. El señor Milton, al ver esto, tosió para llamar la atención y dijo:
—Disculpe la irrupción, majestad, pero me habían dicho que esto era importante.
—Por supuesto. Emperador, explíqueles a ellos por qué los mando a traer.
—Las llamé a ustedes, junto con el señor Monzón, para preguntarles… ¿por qué gastaron tanto dinero este mes?
—Esposo, no puede pretender que vivamos en la miseria. Teníamos que hacer refacciones, como la emperatriz.
—Así es, además, la emperatriz tiene a un montón de sirvientes trabajando para ella, cuando es una sola, y nosotras que somos muchas, solo teníamos a veinte a nuestro servicio. Era necesario más personal.
—Usted sabe que los jardines de nuestro harén estaban secos, necesitaban más vida, por eso contratamos al mejor paisajista para remodelar todo el lugar.
—Y bueno, también necesitábamos vestidos nuevos y joyas para la fiesta de la emperatriz. No pretenderá que hubiéramos ido con los mismos vestidos y joyas de siempre.
—Silencio. Ustedes van a devolver todo lo que gastaron. El dinero de su mesada será suspendido por...
—Ya hice los cálculos, majestad. Para devolver todo lo que gastaron, no recibirán ninguna de ustedes su mesada por seis meses.
—Perfecto, por seis meses no recibirán ni un centavo.
—Eso no es justo, majestad.
—Nos dijo que nunca haría diferencias con sus esposas.
—Eso es cierto, pero ahora pareciera que la emperatriz tiene más lujos que nosotras.
—Está faltando a su palabra.
—Eso...
—Déjenme que yo les explique. Primero, yo no puedo ser nunca comparada con ustedes, porque soy la emperatriz y, por ende, debo recibir mucho más de lo que el emperador les pueda dar. Segundo, yo trabajo, algo que ninguna de ustedes hace. Satisfacerse las necesidades del emperador no se considera trabajo, señoras. —dijo con una sonrisa burlona. —Tercero, mis hermanos son emperador y príncipe de un imperio diez veces más grande que este. Ellos pagaron mis refacciones y contrataron mi personal porque saben que este imperio no tendría la cantidad suficiente para pagar todo eso mensualmente. Y por último, quiero aclararles algo: el dinero no sale de los árboles ni llueve del cielo. Ese dinero que gastaron sin ningún remordimiento es el trabajo y sacrificio de todo el imperio. ¿Qué pasaría si llegara una enfermedad o una guerra? ¿De dónde creen que sacaríamos el dinero para costear medicinas, carpas, caretas, armas? Hay que estar prevenidos, no siempre pueden estar a la espera de ser salvados por mi familia. Si en un futuro llegara a pasar algo así y la fortuna de la corona ya no existiera por su culpa, yo haría las cosas muy sencillas: me llevo a mi gente, mis concubinos, y ustedes defienden su imperio con zapatos y esculturas para el jardín.
—Tú no serías capaz...
—¿Querido, todavía no entiendes? La Abigaíl tonta que conocieron ya no existe. No me considerabas capaz de tener un concubino y mírame ahora, tengo diez.
—Con respecto a usted, señor Monzón, ya no es necesario sus servicios.
—¿Qué? Disculpe, pero esa es decisión del emperador, no suya...
—Ya escuché a mi emperatriz.
Tanto el señor Monzón como todas las concubinas quedaron impactados por la decisión del emperador.
—Majestad, no se deje manipular, podemos vivir sin su ayuda...
—Ja, ja, ja, ¿por cuánto? ¿Una semana? Al paso que van, dejan en ruinas al imperio antes de que yo me vaya de este lugar.
—Ya he dicho, señor Milton, usted se hará cargo temporalmente de la tesorería hasta que encontremos a la persona idónea para eso.
—Claro, majestad.
—Bueno, dicho todo lo que se tenía que decir, se pueden retirar de mi oficina. Tengo trabajo que hacer.
Las concubinas salieron de la oficina rechinando sus dientes. No se quedarían así, ellas harían pagar a Abigaíl por esto.
Una vez que se fueron, Abigaíl continuó con su trabajo. Una hora después, tocaron su puerta. Al darle el pase, entró su hermano.
—¿Hermana, estás muy ocupada?
—No, pasa. ¿Qué querías decirme?
—Bueno, dos cosas. La primera, que ya es hora de volver. No puedo seguir desatendiendo a mi imperio. Y la segunda, que Gael se quedará contigo. No confío en que ya estés fuera de peligro.
—Bastian, gracias. En este tiempo que estuvimos juntos, pude apreciar lo que era tener un hermano mayor.
—Sé que nunca fuimos tan unidos como lo eres con Gael, pero yo te quiero, hermana. Siempre contarás conmigo.
—Y tú conmigo. Prometo ir a visitarte.
—Más te vale, pequeño demonio, porque si no le diré a nuestro hermano que te lleve a la fuerza.
—Ja, ja, ja, bien. ¿Cuándo viajan?
—Mañana por la mañana.
—Perfecto, nos queda tiempo para entrenar juntos.
—Ja, ja, ja, no, pero te quiero dejar a alguien que te enseñará todo lo que yo sé.
Se levantó, caminó hacia la puerta y abrió para dejar pasar a un soldado de su escuadrón.
—¿Quién es, hermano?
—Permítame presentarme, majestad. Mi nombre es Cristofer Robledo, capitán del primer ejército del imperio de Barcella y uno de los guardias personales de su majestad Bastian.
—Y mi mejor hombre. Quiero que se quede contigo. Él te enseñará a defenderte, pero también te protegerá en todo momento.
—{Por Dios, Zeus, ¿por qué me invitas a pecar? Controlate, Luciana, ya tienes once esposos, ya son suficientes. Aunque pensándolo bien, nunca me dijeron hasta cuántos podía tener…}
—¿Hermana, me estás escuchando?
—Mmm… ¿Sí, qué decías?
—Nada, que ya nos vamos.
—Me gustaría conocer mejor al caballero. ¿Le molestaría compartir un momento más conmigo?
—No. —Se levantó de su asiento y se acercó a su hermana para susurrarle al oído.— Él es solo un soldado, no un futuro concubino. Compórtate.
—¿Qué he hecho, hermano?
—Te veo las intenciones, pero no, tienes que controlarte, ya tienes muchos esposos.
—Uno más no me haría daño. —dijo con una sonrisa juguetona.
—¿Qué haré contigo? Bien, me voy. —Dijo antes de dejar solo a su hermana junto con el capitán.
—Tome asiento, señor Robledo.
—Así estoy bien, majestad. Bueno, dígame, ¿qué quiere saber de mí?
—Mmm… ¡Directo al grano, eh! Bueno, quiero saber si mi hermano te está obligando a quedarte o lo haces por voluntad propia.
—¿En serio, todavía no me reconoce? Sé que pasaron muchos años desde la última vez que nos vimos, pero usted para mí no cambió mucho, sigue igual de bella que la última vez que la vi.
—¿Disculpe? No entiendo a qué se refiere.
—¿No? ¿Ya se olvidó de la promesa que nos hicimos?
—Perdí la memoria. No sé de qué promesas hablas.
—¿Cómo que perdiste la memoria? ¿Qué te pasó? —dijo acercándose a ella, tomando su rostro y mirándola fijamente, esperando una respuesta.
—{Humm… Interesante. Parece que Abigaíl no era una blanca palomita. Este chico parece realmente preocupado, y además tiene mucha confianza al venir a tocar mi rostro sin importar nada.} Estoy bien. Después del último intento de asesinato perdí muchos recuerdos, pero esto nadie lo sabe y así quiero que siga. ¿Ahora me podrías soltar?
—Si, claro, perdón. ¿Entonces no me recuerdas?
(El hombre bajó la cabeza.)
—No, pero cuéntame.
—Tú y yo éramos amigos de niños. Prometimos casarnos cuando fuéramos adultos. Pero luego apareció ese mocoso y arruinó nuestra amistad.
—¿Quién?
—Ahora es el emperador de este imperio.
—Lo siento, no lo recuerdo, pero debió ser duro para ti.
—Ya no importa. Solo quiero quedarme a tu lado, permíteme protegerte.
—¿Podemos volver a ser amigos, si quieres?
—Sí, Majestad. Igualmente, no perderé la esperanza de que tus memorias vuelvan y me mires como antes.
(Dijo mientras tocaba su mejilla con suavidad.)
De repente, la puerta de la oficina se abrió. El emperador entró furioso al ver la escena.
—¿Qué significa esto?
—¿Cuántas veces tengo que repetirte que toques la maldita puerta?
—Este es mi palacio, y yo puedo entrar donde quiera sin pedir autorización. ¿Tú...? ¿Qué carajos haces aquí?
—Soy el nuevo escolta de su majestad.
(El hombre sonrió con burla.)
—De ninguna manera.
—Ja, lo único que me faltaba. A ver si dejamos algo claro: tú no eres quien para venir a dar órdenes ni autorizaciones a nadie. Cristofer, retírate por favor.
—¿Cristofer? ¿Desde cuándo eres tan cercana a él?
—Desde que éramos niños, y por lo visto, también lo recuerdas, porque no tardaste en reconocerlo.
—Sí, y por eso lo quiero lejos de ti. Él siempre quiso apartarme de tu lado.
—Ya le pedí disculpas por no haberle hecho caso cuando me lo advirtió. Déjanos solos, Cristofer, yo me encargo.
—Pero no...
—¡Que te largues! ¿Qué no entiendes?
El hombre miró a la emperatriz y ella asintió. Luego, él salió.
—¿Qué demonios te pasa? ¿Qué son esas formas de tratar a la gente?
—Me pasas tú. ¿Me quieres volver loco? ¿Ahora lo trajiste a él para causarme más irritación?
—No sé de qué hablas.
—Lo sabes perfectamente. Estoy llegando a mi límite, Abigaíl. No me provoques más porque yo también puedo cansarme de todo esto y...
—¿Y qué? ¿Me vas a matar? ¿Vas a matar a mi gente, a mis concubinos? ¿Qué? Yo llevo aguantando tus humillaciones dos años. Y jamás me quejé. Tú llevas dos semanas, ¿y ya te cansaste de mi actitud? Pues lo siento, querido emperador, pero no pienso cambiar y volver a ser la misma idiota de antes.
—Me equivoqué, lo admito. No me di cuenta previamente, pero no me puedes hacer esto. Yo...
—Fue suficiente, largo de mi oficina.
—No, vine aquí para arreglar nuestra relación y no me iré hasta que solucionemos esta situación.
—Ya no hay nada que arreglar.
Abigaíl no pudo seguir hablando, ya que alguien tocó la puerta y sus concubinos entraron.
—Majestad, vinimos a buscarla para comer juntos como nos había prometido.
—¿Pasa algo?
—¿Se encuentra bien, majestad?
—Sí, chicos, estoy bien, tranquilos. Bueno, emperador, ya escuchó, tengo que comer con mis concubinos. Es bienvenido a acompañarnos.
—¿Qué? No, yo no compartiré la mesa con ellos.
—¿Por qué no? ¿Acaso yo no compartía la mesa con sus concubinas?
—No es lo mismo.
—Ja, lo que diga. Bueno, cuando salga, cierre bien la puerta. Chau.
Abigaíl tomó el brazo de uno de los concubinos y salió de la oficina con una sonrisa burlona. No entendía qué le pasaba al emperador, pero parecía en serio estar celoso. Aunque eso no le importaba, lo mantendría vigilado para prevenir que hiciera algo a sus concubinos.