El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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15
La cabaña olía a humedad profunda que se había filtrado en los troncos durante décadas, y al polvo de años de abandono. Solo se distinguía la luz tenue de la vela que Valery encendió al caer la noche. Derek había taponado con trapos viejos encontrados en un rincón las grietas más anchas de las paredes para frenar el frío que empezaba a colarse.
Luka, ajeno a la gravedad de la situación, había caído dormido profundamente sobre los colchones delgados y polvorientos, su nuevo camión rojo de plástico apoyado junto a su mejilla junto a su dinosaurio verde, como sus compañero de sueños.
Valery se sentó en el suelo de tierra apisonada, con la espalda apoyada contra el frío de la pared y la llave inglesa descansando sobre su muslo.
Derek se acercó a ella, moviéndose con una cautela que ya no era de miedo paralizante, sino de respeto por el silencio. Se sentó a su lado, no demasiado cerca, compartiendo la misma pared fría, la misma tensión sorda que vibraba en el aire.
—El pozo de la granja estaba seco —murmuró Derek, rompiendo el silencio —. Pero aquí, debe haber un arroyo o un manantial. Las reservas forestales siempre tienen fuentes de agua. Es cuestión de encontrarlo.
—Lo sé —respondió Valery, su voz tan baja y ronca que apenas se oía por encima del crepitar de la vela—. Pero no nos movemos hasta que haya luz. La noche es peligrosa. Y no puedo... no podemos arriesgarnos a que el estallido de la pistola alerte a algo que no sea un zombi, a menos que sea absolutamente necesario.
Derek asintió lentamente, su perfil serio recortado contra la pared iluminada por la vela. Él también entendía la naturaleza de la nueva amenaza.
—Gracias, Val —dijo Derek finalmente, su voz era un susurro áspero—. Por lo del pueblo. Por confiar en que yo iría. Y por la pistola. No sé... no estoy seguro de haber podido traer todo de vuelta, de haber salido de ahí, sin tener eso en la cintura. Da... da una opción diferente.
Valery se giró ligeramente hacia él. Sus ojos, profundos y oscuros , se encontraron con los suyos. Vio en él no al padre quebrado y paralizado de hacía apenas una semana, sino al hombre que, por primera vez desde que todo empezó, estaba compartiendo la carga no por obligación, sino por voluntad propia.
—Lo hiciste por Luka —dijo Valery, sin adornos, sin suavizar el golpe de la verdad—. Y lo hiciste por ti. Para demostrarte que podías. No me agradezcas. Solo... no lo olvides. No olvides lo que se siente tener esa opción.
Era su forma de decirle que no le había perdonado el trauma del puente, ni su parálisis inicial, sino que había aceptado su redención. Y el costo implícito de esa redención era la eterna vigilancia, la aceptación de que nunca más podrían bajar la guardia.
El silencio volvió a caer sobre ellos, pero esta vez estaba lleno de esa tensa y frágil aceptación mutua.
Valery sintió de repente el peso abrumador del sueño caer sobre ella. La tregua de la noche anterior, el breve descanso tras la llegada de Derek, ya no era suficiente. Su cuerpo, que había funcionado con pura adrenalina y determinación férrea durante casi seis días sin un descanso real, se rebeló por fin. Sus párpados se sentían de plomo, cada parpadeo era una batalla. Sus músculos, constantemente tensos, ardían con un dolor sordo y profundo. La misma llave inglesa que sostenía le parecía increíblemente pesada.
Se permitió, solo por un instante, cerrar los ojos. Solo para descansarlos.
Y el instante fue suficiente.
El mundo se invirtió, se desdibujó. El olor a tierra húmeda desapareció, reemplazado por un tufo metálico, espeso y dulzón de sangre vieja y gasolina derramada. El silencio denso de la cabaña se quebró con un sonido que le erizó cada vello de su cuerpo: el crujido húmedo y sordo, inconfundible, de dientes desgarrando y masticando carne con avidez. Abrió los ojos con brusquedad y, en lugar de la luz tenue de la vela, solo vio una oscuridad absoluta, punteada por el rostro de su madre. Pero no el rostro sereno y amoroso que recordaba de las mañanas en la cocina; era el rostro de su madre en el momento culminante del horror, en el bosque, con la boca abierta en un grito silencioso de agonía. Sus ojos, llenos de un dolor insondable, estaban fijos en ella, en Valery, suplicándole algo, acusándola, perdonándola, todo al mismo tiempo.
Valery jadeó, un sonido seco y desgarrado. El aire se le atoró en la garganta. Se despertó con un sobresalto tan violento que su espalda golpeó la pared de madera con un golpe sordo. El corazón le golpeaba las costillas con la fuerza de un martillo neumático, un ritmo frenético de puro terror. Estaba temblando incontrolablemente, un temblor que le sacudía todo el cuerpo, y la llave inglesa se deslizó de su muslo entumecido para golpear el suelo de tierra con un ruido metálico y sordo que resonó como un disparo en el silencio de la cabaña.
Derek estaba de pie en un instante, el cuchillo en alto y listo, su rostro transformado en una máscara de alarma pura. Había pasado de la calma vigilante al estado de alerta máxima en una fracción de segundo, sus ojos escudriñando las sombras en busca de la amenaza.
—¿Qué fue eso? ¿Qué oíste? —susurró, su voz tensa como un cable de acero.
Valery se llevó una mano temblorosa a la boca, ahogando otro jadeo. Estaba cubierta de un sudor frío que le pegaba la ropa al cuerpo. Le tomó varios segundos de respiraciones profundas y forcedas, de mirar desesperadamente a su alrededor, para anclarse de nuevo a la realidad de la cabaña, a la luz de la vela, al sonido de la respiración tranquila de Luka. Miró a su padre, luego a su hermano, que seguía durmiendo profundamente, ajeno a la pesadilla que acababa de destrozar su frágil paz.
—Fui yo —logró decir, su voz era un hilo frágil, quebrado por la tensión y el susto—. Solo... me quedé dormida. Una pesadilla. Nada más.
Derek bajó lentamente el cuchillo, pero sus ojos, llenos de una preocupación nueva y más profunda, permanecieron fijos en ella. Era el primer signo de vulnerabilidad verdadera, de grieta en la coraza de acero, que ella mostraba desde la muerte de su madre. Y para él, ese momento de fragilidad fue más aterrador que la visión de cualquier caminante. Se acercó y se arrodilló a su lado, sin tocarla, respetando instintivamente la barrera invisible que ella siempre mantenía.
—Tienes que dormir, Val —dijo, su voz era inusualmente suave, cargada de una paternidad que creía haber perdido—. De verdad. Yo me encargaré de la vigilia. Te lo prometo. No pasará nada.
Ella no respondió de inmediato. Solo se levantó con un esfuerzo visible, las piernas aún débiles, recogió la llave inglesa del suelo con una mano que todavía no había dejado de temblar y se dirigió con paso firme hacia la puerta, donde había dejado la mochila con la pistola. El arma, fría y pesada, era un contrapeso a la turbulencia interna. Volvió y se la tendió a su padre.
—Tú tienes el turno de vigilia de la noche —dijo Valery, la coraza de acero soldada de nuevo, aunque tal vez con una grieta apenas visible—. Si oyes algo, cualquier cosa, que no sea claramente un animal, usas esto primero. El cuchillo es silencioso, pero la pistola es disuasiva. —Hizo una pausa, clavándole la mirada—. Pero no dispares a menos que tengas un objetivo claro y certero. Y si tienes que usarla, nos vamos de aquí al instante.
Derek tomó la pistola, su peso reconfortante y mortífero un nuevo símbolo en sus manos. Él era el guardián ahora. No solo de la puerta, sino de su sueño.
Valery se recostó de nuevo contra la pared, esta vez con la llave inglesa aferrada con ambas manos contra su pecho, como un niño que se aferra a un osito de peluche contra los monstruos bajo la cama. Cerró los ojos, no para dormir, sino para vigilar los confines de su propia mente, para mantener a raya las imágenes que su subconsciente había desatado.
A su lado, Derek velaba por ella y por Luka, la pistola sobre sus rodillas, sus sentidos extendiéndose hacia la noche negra del bosque. Por primera vez desde que habían cruzado el umbral de la cabaña, no eran solo tres individuos sobreviviendo juntos. Eran un equipo, frágil y traumatizado, pero un equipo al fin, enfrentando la noche, cada uno luchando contra un tipo diferente de oscuridad, interna y externa, con la tenue llama de la vela como testigo de su frágil tregua.