Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capitulo 19
Alessandro volvió a sentir el pinchazo de la lujuria cuando el sedoso cabello cayó por su espalda. El sexy vestido negro había desaparecido y ella volvía a llevar vaqueros, con un roto en una de las rodillas. Le costó controlar a su cuerpo.
–Eso sigue sin explicar por qué te encuentro de rodillas como a una...
–¿Asistenta? –los ojos azules destellaron con ira–. Tal vez porque lo soy.
–Eres el ama de llaves.
Ella encogió los hombros, sin entender por qué daba tanta importancia al asunto. Las aspiradoras no eran ningún misterio para ella.
–Llámalo «multitarea».
–Lo llamo «inapropiado». ¿Qué impresión daría si entrara con un grupo de invitados importantes y lo primero que vieran fuera al ama de llaves de rodillas? –movió la cabeza.
–No has entrado con... –calló al ver la expresión de Alessandro.
–Es totalmente inapropiado, dada tu posición en esta casa.
–¿Qué tendría que haber hecho? Obligar a Susie a venir con un flemón? Su madre dice que la pobre está pasando una agonía.
–Tendrías que haber delegado –lo asombraba que no hubiera captado un precepto tan básico.
–No me gusta decirle a la gente lo que tiene que hacer –para Marina era más fácil y menos estresante hacer las cosas ella misma.
–Delegar es parte de tu trabajo. Fregar suelos, no lo es.
–No estaba... –se mordió la lengua y bajó la cabeza. La frialdad de él era de lo más hiriente.
La muestra de humildad no engañó a Alejandro ni un segundo. Sabía que era teatro. Ella era tan humilde como un buque de guerra.
–Parte de tu trabajo es reconocer la diferencia entre ser considerada y ser una blandengue.
–¡No soy una blandengue! –protestó ella con indignación.
–La gente se aprovecha de ti –su rostro mostraba cuánto le disgustaba que no fuera capaz de darse cuenta de eso.
–¡Tú no lo hiciste! –cerró los ojos y se llevó la mano a la cabeza. «Por favor, que me muera ahora mismo», pensó–. Perdón. No pretendía decir eso. Se me ha escapado.
–No fue porque no quisiera hacerlo, si es eso lo que te preocupa. ¿Has dormido algo? –las ojeras violáceas eran obvias en su piel traslúcida, así como las pecas que salpicaban su nariz.
–Sí. Y me desperté con dolor de cabeza.
–Suele llamarse «resaca» –controló una sonrisa.
–No puedo entender por qué bebe la gente –dijo ella con expresión de horror.
–No todo el mundo tiene tolerancia cero como tú. Es la droga favorita de muchos y es legal.
–¿Cuál es la tuya? ¿O no necesitas una? Perdón... se me olvida que... ¿Puede decirme qué le gustaría cenar, señor?
–No puedes pasar de intentar besarme a llamarme «señor». No espero ni una cosa ni la otra de mi ama de llaves. Me basta un término medio.
–Lamento lo de anoche –enrojeciendo, se mordió el labio inferior–. De veras. Pero lo que hiciste por Cleo y Jonás fue muy amable.
–Eso tiene que quedar entre estas paredes –dijo él, tenso–. ¿Está claro?
Antes de que ella pudiera contestar, se abrió la puerta principal y entraron los mellizos. Georgia corriendo. Harry con la nariz metida en un libro.
–No, aquí no. Os lo he dicho, el piso...
–Lo sabemos. Olvidaste dejar la llave bajo el felpudo –Georgia miró a Alessandro y sonrió–. Tenemos que intentar que no nos veas –arrugó la nariz–. ¿No te gustan los niños?
–Depende de cómo sean –fue hacia el niño, delgado y con pelo rubio rojizo–. Tú eres Harry.
Harry asintió.
–Largo, chicos –Marina sacó la llave del bolsillo y se la tiró a Georgia–. Os he dejado unos sándwiches para almorzar. Iré a comer.
–¿Qué estás leyendo? –Alessandro miró el título del lomo del libro–. ¿Te gustan las estrellas?
Era obvio que sí. A los niños delgados y bajitos que tenían más libros que amigos siempre les gustaban. Alessandro lo sabía porque él mismo había sido uno de ellos. En su caso, había pegado un estirón de treinta centímetros a los dieciséis y había pasado de ser el debilucho a ser el deportista a quien todos querían conocer.
Harry asintió y su rostro se tiñó de rubor.
–En la pared de mi despacho hay una foto de la nebulosa Cabeza de Caballo. ¿La has visto?
–Está prohibido entrar en la casa. Sobre todo en tu despacho –dijo Harry. Él sí cumplía las reglas–. Me gusta mirar el cielo por la noche, pero de mayor quiero ser astrofísico.
Marina parpadeó. Eso era nuevo para ella.
–Genial –dijo Alessandro .
–Chicos, fuera de aquí –fue un alivio que ambos hicieran lo que pedía; con Georgia nunca se sabía qué podía ocurrir.
–Tú también –dijo Alessandro cuando salieron–. Antes llama a la agencia y pide una sustituta para... como se llame.
–Susie.
–Después, tómate el resto del día libre. Me voy a Londres…