Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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La verdad en la penumbra
—Mi familia y yo somos lo que la gente llama vampiros.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una sentencia, tan densas que Eleanor sintió que la biblioteca entera se contraía a su alrededor. Durante un instante no pudo respirar; el sonido de su propio corazón golpeando con furia en su pecho fue lo único que llenó el silencio.
Retrocedió un paso. El roce de su falda contra la alfombra la sobresaltó como si hubiera sido un trueno. Sus ojos buscaron la salida instintivamente, como si con tan solo correr pudiera huir de lo que acababa de escuchar.
—No… —balbuceó, con la voz quebrada—. No, no es posible.
Alaric no se movió. Permanecía erguido, sus manos descansando sobre el libro abierto, la mirada fija en ella con una calma que solo aumentaba su terror.
—Es lo único verdadero que has escuchado desde que llegaste aquí —dijo con voz grave, firme, como si la certeza misma hablara a través de él.
Eleanor dio un paso más atrás, sintiendo que el aire le faltaba. Su espalda chocó con uno de los estantes y varios libros temblaron, cayendo a su alrededor con un golpe seco. Apenas lo notó. Lo único real era la presencia de Alaric, la intensidad de sus ojos, y la palabra que aún resonaba en su cabeza: vampiros.
Las páginas de los tomos que había hojeado antes volvieron a su mente como cuchillas: descripciones de criaturas nocturnas, de aldeas arrasadas, de ojos encendidos en la oscuridad. Y de repente, cada recuerdo encajó. Su aura de misterio, la fuerza con que la había salvado del caballo, la forma en que parecía observarlo todo con una paciencia antinatural…
—No puede ser —repitió, llevándose las manos al rostro.
Corrió hacia la puerta sin mirar atrás. Alaric no la siguió; al menos no de inmediato. El eco de sus pasos sobre el mármol del pasillo la persiguió hasta que logró encerrarse en su habitación.
Los primeros días fueron un infierno de vigilia. Eleanor apenas dormía, y cuando lo hacía, las pesadillas la despertaban con un grito ahogado. Se veía a sí misma caminando por pasillos oscuros, perseguida por figuras con ojos rojos. En ocasiones, los rostros de esas figuras eran los de Selene, Víctor o incluso Alaric.
Durante las mañanas, permanecía en su habitación, acurrucada junto a la ventana, mirando el bosque que rodeaba la mansión. Pensaba en Whitmore Hall, en los pasillos calurosos iluminados por lámparas de aceite, en el olor a lavanda de los vestidos de su madre, en la risa aguda de Beatrice. Todo parecía tan lejano ahora, como si perteneciera a otra vida.
El mundo entero la creía muerta. Y quizá, en cierto modo, lo estaba.
Cuando el hambre se hacía insoportable, bajaba al comedor, siempre a horas en las que sabía que los hermanos Davenport no estarían. Comía deprisa, sin saborear nada, con el oído aguzado por si escuchaba un paso en el corredor. Si llegaba a cruzarse con alguno, desviaba la mirada, murmuraba una excusa y regresaba a su encierro.
Una vez, al doblar una esquina, se encontró con Víctor. Él sonrió con esa seguridad traviesa que le caracterizaba y se inclinó como si fuera un juego.
—Mi dama fugitiva —dijo, con voz melosa—. ¿Siempre huyes de tus anfitriones, o solo de mí?
Eleanor no respondió. Sintió un escalofrío y salió corriendo. La carcajada de Víctor la siguió hasta su habitación.
Selene fue la primera en intentar romper el muro. Tocó a su puerta en varias ocasiones, con una paciencia casi maternal.
—Eleanor, ¿puedo entrar? —su voz era suave, contenida, como si temiera asustarla.
—No… —murmuró la joven, pegada a la puerta.
—Solo quiero hablar contigo. Nada más.
El silencio fue su respuesta. Selene esperó unos segundos antes de retirarse, pero regresaba al día siguiente.
En una de esas ocasiones, Eleanor no pudo evitar contestar:
—Déjame en paz.
—No quiero que pienses que estás sola —replicó Selene con serenidad—. No lo estás.
Las palabras le calaron, pero Eleanor apretó los ojos con fuerza, deseando que se marchara. ¿Cómo podía confiar en ella, sabiendo lo que era? Aunque en el fondo, su tono calmado le recordaba al de una hermana mayor que nunca tuvo. Y esa calidez era lo que más la desarmaba.
La semana siguiente fue peor. Alaric acudió a su puerta.
—Eleanor.
Su voz no era la de siempre. Había en ella un matiz quebrado, casi suplicante. Eleanor contuvo la respiración.
—No quiero hablar contigo —dijo, apretando las manos contra la madera.
—Lo sé. Pero necesito que me escuches.
El nudo en su garganta casi le impidió responder.
—Vete. Déjame sola.
Un silencio denso siguió a su ruego. Eleanor se imaginó su silueta erguida al otro lado, inmóvil, esperando.
—No todo lo que has leído es verdad —dijo al fin.
—¡No importa! —gritó, y las lágrimas le resbalaron por las mejillas—. No importa lo que digas. Todo esto es… es una pesadilla.
Alaric se apoyó suavemente contra la puerta, de modo que su sombra oscureció la rendija inferior.
—No vine a darte pesadillas, Eleanor. Vine a darte respuestas. —susurró.
Eleanor ahogó un sollozo. Quiso odiarlo, pero en el fondo una parte de ella reconocía la ternura escondida en aquellas palabras. Esa contradicción era lo que más la atormentaba: querer huir de él, y al mismo tiempo necesitarlo.
—Por favor —murmuró, con voz rota—. Vete.
La sombra se apartó lentamente. El silencio volvió a ocuparlo todo.
Eleanor cayó de rodillas, agotada, con las manos aún sobre la puerta. Sentía que estaba perdiéndose a sí misma entre el miedo y un deseo que no lograba extinguir.
Los días se volvieron semanas. La rutina era sofocante, y la mansión, con sus corredores interminables y su silencio expectante, parecía un sepulcro. Eleanor se sorprendió a sí misma espiando por la ventana cuando Alaric partía en su carruaje para asistir a eventos de la sociedad. Siempre de negro, siempre impecable, un espectro entre los vivos.
Al verlo desaparecer por el camino arbolado, su corazón latía con una fuerza extraña. ¿Era miedo? ¿Era alivio? ¿O era algo mucho más peligroso?
Porque lo que más la aterrorizaba no era la revelación de que él era un vampiro. Lo que más la aterrorizaba era reconocer que, incluso sabiendo la verdad, parte de ella lo deseaba más que nunca.