Jasmim y Jade son gemelas idénticas, pero separadas desde su nacimiento por un oscuro acuerdo entre sus padres: cada una crecería con uno de ellos en mundos opuestos. Mientras Jasmim fue criada con sencillez en un barrio modesto de Belo Horizonte, Jade creció rodeada de lujo en Italia, mimada por su padre, Alessandro Moretti, un hombre poderoso y temido.
A pesar de la distancia, Jasmim siempre supo quiénes eran su hermana y su padre, pero el contacto limitado a videollamadas frías y esporádicas dejó claro que nunca sería realmente aceptada. Jade, por su parte, siente vergüenza de su madre y su hermana, considerándolas bastardas ignorantes y un recordatorio de sus humildes orígenes que tanto desea borrar.
Cuando Marlene, la madre de las gemelas, muere repentinamente, Jasmim debe viajar a Italia para vivir con el padre que nunca conoció en persona. Es entonces cuando Jade ve la oportunidad perfecta para librarse de un matrimonio arreglado con Dimitri Volkov, el pakhan de la mafia rusa: obligar a Jasmim a casarse en su lugar.
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Capítulo 12
DIMITRI 36 AÑOS RUSO
📖 Capítulo 12 – El Anillo del Diablo
El coche negro se detuvo en una calle silenciosa, bordeada por edificios antiguos de arquitectura renacentista. Era como si el tiempo se hubiera detenido allí, donde la elegancia de Milán se mezclaba con el misterio de la noche. En medio de la plaza principal, rodeada de árboles iluminados por lámparas suaves, se erguía un safari de mármol blanco: una escultura grandiosa de leones y elefantes en posición majestuosa, como si protegieran el centro de aquel escenario casi etéreo.
El conductor bajó del coche y abrió la puerta para Jasmim con un gesto firme e impasible.
—Por aquí, señorita —dijo en italiano, con un tono que no admitía discusión.
Ella respiró hondo y salió del coche, sintiendo el aire fresco de la noche golpear su rostro, trayendo un escalofrío que recorría cada centímetro de su piel. Su corazón latía tan rápido que parecía eco en el silencio de la plaza.
Siguió al hombre hasta la parte de atrás del safari, donde las luces creaban sombras hipnotizantes sobre el mármol esculpido. Fue entonces que lo vio.
De espaldas a ella, un hombre alto, imponente, fumaba calmadamente. El humo del cigarrillo dibujaba espirales en la brisa helada, pero ni siquiera el olor amargo del tabaco era capaz de sobreponer el aroma amaderado, fuerte y marcante del perfume que exhalaba de su piel.
Él parecía esculpido a mano: hombros anchos, brazos que dejaban evidente los músculos definidos incluso bajo el traje perfectamente ajustado —un traje tan caro que solo el tejido debía valer más que la casa donde creció.
Cuando él se giró, Jasmim contuvo la respiración. Los cabellos negros, peinados hacia atrás, enmarcaban un rostro de belleza cruel, como si la propia oscuridad hubiera decidido tomar forma humana. Los ojos eran de un tono tan oscuro que parecían no reflejar la luz —ojos vacíos, sin calor, sin compasión, solo el abismo.
Por un instante, Jasmim olvidó hasta cómo se respiraba. Su rostro se coloreó violentamente, y las piernas amenazaron con flaquear. Nunca en sus dieciocho años había visto un hombre tan lindo —y tan aterrador.
Dimitri sonrió de lado, como quien saborea la vulnerabilidad de ella, y soltó el cigarrillo en el suelo, aplastándolo con la suela del zapato caro.
—Mírame —ordenó, la voz baja, ronca, más amenazadora que un grito.
Ella alzó los ojos hesitante, encontrando la mirada de él. Y en aquel instante entendió que no había hombre alguno allí —solo una cáscara. Los ojos de Dimitri eran como pozos sin fondo, transbordando solo oscuridad, vacío y la promesa de crueldad. Ningún calor. Ninguna emoción.
—Extiende la mano —ordenó él, sin quitar los ojos de los de ella.
Jasmim obedeció, el brazo tembloroso. Él sujetó la mano de ella con firmeza, fría como hielo, y deslizó en el dedo anular un anillo de oro blanco con un diamante gigantesco. La piedra captaba la luz de los postes alrededor y devolvía brillos tan intensos que llegaban a herir los ojos. Era imposible no notar que aquella joya costaba, como mínimo, más de un millón de reales.
El silencio parecía haber engullido la plaza. Dimitri, entonces, la analizó de arriba abajo, los ojos recorriendo cada curva, cada centímetro del cuerpo de ella cubierto por el vestido floral simple. Su mirada era tan indecente que Jasmim tuvo ganas de esconderse.
Él aproximó el rostro al de ella, tan cerca que podía sentir la respiración caliente y su aliento de menta y tabaco contra su piel, y murmuró, en un tono tan bajo que apenas ella pudo oír:
—Interesante cómo tus ojos se ofuscan de miedo, curiosidad… e interés al mismo tiempo… Рыжая…(Pelirroja)
La palabra en ruso, dicha como si fuera un insulto cariñoso, hizo el cuerpo de Jasmim estremecerse. Dimitri alzó una de las cejas, la mirada penetrante como un cuchillo.
—Pero tú… —él inclinó la cabeza, como quien olfatea una presa— tú me hueles a engaño.
Jasmim respiró hondo, reuniendo toda la fuerza que aún le restaba para no dejar transparecer el terror que crecía dentro de ella como hierba dañina.
—Con todo el respeto, señor Volkov… —dijo, la voz baja, pero firme, sosteniendo la mirada de él— si quiere acusarme de algo, debe primero conocerme. ¿O pretende juzgar a su novia solo por el olor?
Dimitri abrió una sonrisa lenta, peligrosa, como la de un lobo que finalmente localizó su presa. Los ojos de él brillaron por un segundo con algo que se parecía más con divertimento sádico que cualquier otra emoción humana.
—Eres afilada —comentó él, los labios rozando una sonrisa gélida—. Me gusta eso. Pero recuerda, рыжая, (Pelirroja). te arrepentirás amargamente si escondes cualquier cosa de mí.
Jasmim asintió con un movimiento sutil de cabeza, los ojos fijos en los de él. No había cómo huir. No había cómo fingir debilidad. Cualquier desliz podría ser fatal.
Dimitri retrocedió un paso, la mirada oscureciéndose nuevamente hasta volverse puro abismo.
—Ahora vete —dijo él, haciendo un gesto con la mano como quien descarta un juguete.
Jasmim se giró lentamente, sintiendo cada célula del cuerpo implorar para correr de allí. Pero mantuvo la postura erguida, pasos firmes, hasta alcanzar al conductor que esperaba a pocos metros. Ni osó mirar hacia atrás.
Sabía que a cualquier señal de miedo o hesitación, Dimitri percibiría. Y entonces… no habría casamiento. Habría solo muerte.