En un mundo donde los ángeles guían a la humanidad sin ser vistos, Seraph cumple su misión desde el Cielo: proteger, orientar y sostener la esperanza de los humanos. Pero todo cambia cuando sus pasos lo cruzan con Cameron, una joven que, sin comprender por qué, siente su presencia y su luz.
Juntos, emprenderán un viaje que desafiará las leyes celestiales: construyendo una Red de Esperanza, enseñando a los humanos a sostener su propia luz y enfrentando fuerzas ancestrales de oscuridad que amenazan con destruirla.
Entre milagros, pérdidas y decisiones imposibles, Cameron y Seraph descubrirán que la verdadera fuerza no está solo en el Cielo, sino en la capacidad humana de amar, resistir y transformar la oscuridad en luz.
Una historia épica de amor, sacrificio y esperanza, donde el destino de los ángeles y los humanos se entrelaza de manera inesperada.
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Susurros entre sombras
La ciudad despertaba bajo una llovizna suave, esa que parecía limpiar el aire pero no el alma.
Los paraguas se abrían como alas grises, y entre ellos, caminaba un hombre desorientado, empapado hasta los huesos.
Era Seraph.
O lo que quedaba de él.
La luz que antes emanaba de su piel había desaparecido, reemplazada por el cansancio humano, por el frío que se filtraba en los huesos, por la soledad.
Sus pasos resonaban en el pavimento, inseguros, casi torpes.
La eternidad no lo había preparado para esto: sentir hambre, frío y miedo.
Cruzó una calle sin rumbo, deteniéndose bajo un letrero que parpadeaba:
“CAFÉ LUMINA”
Dentro, el aroma del café recién molido y el calor de las luces lo hicieron detenerse.
Por un instante, pensó que quizá ese lugar podría ofrecerle un refugio.
Entró.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó una mujer tras el mostrador, joven, de mirada cansada pero amable.
Seraph tardó unos segundos en responder. Su voz temblaba, como si aún no se acostumbrara a emitir sonido.
—Busco trabajo —dijo al fin, con una humildad desconocida.
Ella lo miró de arriba abajo: el cabello mojado, la ropa sencilla, los ojos demasiado tristes para un rostro tan sereno.
—¿Sabes preparar café?
Seraph la miró, sin saber qué responder.
—Puedo… aprender.
La mujer sonrió.
—Bienvenido al mundo real —dijo, extendiéndole un delantal.
Así comenzó su nueva existencia.
No entre las nubes ni los cantos celestiales, sino entre el vapor del café, las risas de los clientes y el sonido metálico de las tazas al chocar.
Cada día era una prueba.
Cada noche, un castigo.
Cuando el cansancio lo vencía, soñaba con el cielo:
con las voces que lo llamaban “traidor”, con Gabriel observándolo desde lo alto, con el fuego sagrado consumiendo las huellas de sus alas.
Y, sobre todo, soñaba con ella.
Cameron.
La veía en sus sueños como una llama que no se apaga.
A veces lloraba, otras sonreía.
Y cuando despertaba, el nombre de ella era lo primero que pronunciaba.
En otro rincón de la ciudad, Cameron revisaba los archivos de su oficina.
La lluvia golpeaba los ventanales, y el reflejo del agua en el cristal parecía formar una silueta conocida.
Desde hacía semanas, sentía una presencia.
Algo cálido y distante, algo que la hacía mirar hacia la puerta sin razón.
A veces, mientras escribía, una hoja se movía sola.
O la lámpara titilaba sin motivo.
No era miedo lo que sentía, sino una ternura inexplicable, como si una parte de su alma la estuviera abrazando sin tocarla.
Esa noche, al salir del trabajo, Cameron decidió caminar bajo la lluvia.
No sabía por qué, pero algo en su pecho la guiaba.
Y fue entonces cuando lo vio.
A través del escaparate de una cafetería, un hombre servía café con una delicadeza casi celestial.
Sus movimientos eran precisos, sus manos firmes, su rostro… sereno.
Cameron lo observó sin comprender por qué su corazón comenzó a latir con tanta fuerza.
Seraph levantó la vista.
Por un segundo, el tiempo pareció detenerse.
La reconoció al instante.
La lluvia cesó.
El ruido del mundo desapareció.
Solo quedaron sus miradas, unidas por un hilo invisible.
Él no sonrió.
Ella tampoco.
Pero en ese breve instante, los dos supieron que algo imposible acababa de renacer.
Aquella noche, cuando Seraph volvió a su habitación, una pequeña buhardilla prestada sobre la cafetería, se arrodilló mirando al cielo.
—Padre… si este es mi castigo, lo acepto.
Pero déjame verla… solo verla.
El silencio del cielo fue su única respuesta.
Y sin embargo, una brisa cálida movió la cortina, como si alguien, desde las alturas, hubiera escuchado su ruego.
gracias Autora