Thiago siempre fue lo opuesto a la perfección que sus padres exigían: tímido, demasiado sensible, roto por dentro. Hijo rechazado de dos renombrados médicos de Australia, creció a la sombra de la indiferencia, salvado únicamente por el amor incondicional de su hermano mayor, Theo. Fue gracias a él que, a los dieciocho años, Thiago consiguió su primer trabajo como técnico de enfermería en el hospital perteneciente a su familia, un detalle que él se esfuerza por ocultar.
Pero nada podría prepararlo para el impacto de conocer al doctor Dominic Vasconcellos. Frío, calculador y brillante, el neurocirujano de treinta años parece despreciar a Thiago desde la primera mirada, creyendo que no es más que otro chico intentando llamar la atención en los pasillos del hospital. Lo que Dominic no sabe es que Thiago es el hermano menor de su mejor amigo y heredero del propio hospital en el que trabajan.
Mientras Dominic intenta mantener la distancia, Thiago, con su sonrisa dulce y corazón herido, se acerca cada vez más.
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Capítulo 14
Volver a Empezar Duele
La luz del sol entraba por la ventana del hospital, suave, casi tímida.
Pero dentro de la habitación, Thiago temblaba.
—Solo... apoya el pie en el suelo —dijo la fisioterapeuta con voz gentil—. Vamos a ir muy despacio.
Era el primer intento de ponerse de pie desde el accidente.
Theo observaba desde un lado, con los puños cerrados y el corazón acelerado.
Dominic estaba más atrás, en silencio, con los ojos fijos en Thiago, pero listo para ampararlo si se caía.
El cuerpo de Thiago dolía. Cada centímetro. Como si sus músculos estuvieran siendo reenseñados a existir.
La pierna izquierda cedió levemente y él se asustó.
—No... no puedo...
—Sí puedes —susurró Theo, arrodillándose al lado de la camilla—. Ya sobreviviste. Ahora solo necesitas recordar cómo se vive.
Las manos de Thiago temblaban.
Cerró los ojos.
Intentó respirar.
Recordó el toque brutal del coche.
Recordó la oscuridad. La sangre.
Y por un instante, el pánico se apoderó.
—¡NO ME TOQUES! —gritó, cuando la fisioterapeuta intentó sujetarlo por la cintura.
Ella retrocedió de inmediato, con profesionalismo.
—Está bien, Thiago. Todo a tu tiempo.
Dominic avanzó dos pasos.
Quería ayudar, pero vacilaba.
Theo entonces habló, con calma:
—¿Puedo tocarte, baixinho? Solo el brazo, ¿sí?
Thiago lo miró. Los ojos aún asustados, pero confiando.
—Puedes...
Theo sujetó su antebrazo con cariño. Como quien sujeta porcelana.
—Un paso a la vez. Estoy aquí.
Thiago lo intentó.
Los pies tocaron el suelo. La rodilla cedió, pero Theo lo sujetó.
—¡Eso... eso! ¡Lo estás logrando!
Y entonces, por dos segundos eternos... Thiago se puso de pie.
La habitación se silenció.
Hasta la fisioterapeuta tragó saliva.
Pero fue suficiente.
Cuando se sentó de nuevo, exhausto, lloraba en silencio.
No de dolor, sino de orgullo.
—Ya no soy el mismo —murmuró.
—Y qué bien —respondió Dominic—. Porque ahora estás renaciendo con cicatrices, pero con amor cerca. Y eso hace toda la diferencia.
Las sesiones siguientes fueron un desafío.
Thiago luchaba con la pierna izquierda, con los lapsos de memoria, con el miedo de dormir y no despertar.
Se despertaba sudando frío.
Lloraba sin entender el porqué.
Pero Theo estaba allí. Siempre.
—No necesitas ser fuerte todo el tiempo —le decía, cuando Thiago escondía las lágrimas—. Solo necesitas ser verdadero contigo.
Dominic, más discreto, se convirtió en presencia constante.
Llevaba chocolate caliente, libros, música baja en los audífonos.
Pero nunca forzaba.
Esperaba.
Hasta que un día, al final de una sesión, Thiago lo miró y preguntó:
—¿No vas a rendirte conmigo?
Dominic sonrió.
—Ni aunque el mundo suplique.
Thiago sujetó su mano.
Fue el primer toque que partió de él.
El primer paso emocional.
Tal vez incluso más importante que el físico.
La noche siguiente, Theo encontró a su hermano mirando su propia imagen en el espejo del baño del hospital.
Las ojeras profundas. La cicatriz en la sien. La expresión frágil.
—No me gusto así —confesó Thiago—. Siento que todo lo que sobró fue lo que rompieron.
Theo apoyó la frente en la de él, como hacían cuando niños.
—Y es con los pedazos que construimos quién va a ser después. No estás solo. Nunca más.
En el pasillo, Dominic observaba a los dos por la rendija de la puerta.
Y murmuró para sí mismo, con el corazón apretado:
—Qué suerte la mía... poder amar a alguien así.
La noche llegó despacio.
Allí afuera, el cielo oscurecía en tonos púrpuras y azulados, y la luz de la habitación de hospital se hizo más suave, filtrada por la cortina beige. Thiago estaba acostado, pero con los ojos abiertos, mirando el techo como si este guardara respuestas.
Theo cabeceaba en el sillón al lado de la cama, una mano aún entrelazada en la suya.
Dominic no se había ido.
Estaba sentado en el suelo, apoyado en la pared. Silencioso. Observando.
—¿Todavía estás ahí? —preguntó Thiago, sin girar el rostro.
—Siempre lo he estado —respondió Dominic en voz baja.
Thiago giró la cabeza, despacio.
—No necesitas... quedarte.
Dominic sonrió, triste.
—Lo sé. Pero quiero.
El silencio se extendió entre ellos.
Pero no era un silencio malo. Era denso, lleno de cosas que aún no sabían decir, y otras que ya estaban dichas sin palabras.
—Tuve miedo —confesó Thiago, finalmente—. Cuando vi el coche venir... no pensé en mí.
Pensé en Theo. Que me iba a ver morir. Que nunca se iba a perdonar.
La voz le vacilaba, pero continuaba.
—Y cuando desperté... todo dolía. Pero lo que más dolía era saber que todavía estaba aquí.
Y que tal vez, aun así, no sea suficiente.
Dominic tragó saliva. Se acercó.
—No necesitas probar nada, Thiago. Ni para mí. Ni para Theo. Ni para nadie.
Ya sobreviviste a todo esto. Eso ya es más de lo que mucha gente conseguiría.
Thiago cerró los ojos.
Las lágrimas se escurrían por las sienes.
—A veces quería solo... desaparecer.
Dominic se sentó en el borde de la cama.
Con delicadeza, limpió las lágrimas con los dedos.
—Y yo quería solo sujetarte.
Sin que sintieras miedo. Sin que tu cuerpo temblara.
Solo... sujetarte hasta que todo esto pase.
Thiago se mordió el labio. La respiración se aceleró.
—Sé que sientes pena por mí —dijo, la voz repentinamente más alta, más áspera—. Solo estás aquí por pena, por las palabras que me dijiste el día del brote. ¡Me llamaste frágil! ¡Dijiste que no podías tocarme sin lastimarme!
Dominic se congeló.
Antes de que pudiera responder, Thiago comenzó a agitarse en la cama. El monitor cardíaco se disparó. La respiración se convirtió en un susurro jadeante, casi un sollozo contenido.
Theo despertó de un salto.
—¿Thi? ¿Qué está pasando?
Pero él no dijo nada.
Solo miró.
Se quedó allí, parado, con el corazón partido y los ojos fijos en los dos.
Dominic levantó las manos, calmo.
La voz firme, sin un rastro de pena.
—Te llamé frágil, sí. Porque lo estabas. Y yo también lo estaba.
Pero eso no significa que te miré con desprecio. O con lástima.
Significa que tuve miedo de quebrarte aún más.
Thiago temblaba.
—¡Estoy quebrado, Dominic! ¡Ya estoy todo agrietado por dentro! No necesitas tener miedo de quebrarme... eso ya sucedió. Ya hicieron eso conmigo. Yo solo... yo solo quería ser entero de nuevo.
Dominic se inclinó, despacio, hasta que los ojos quedaron a la altura de los suyos.
—Eres entero, Thiago.
Entero del modo en que solo quien sobrevive lo es. Con grietas, sí. Pero con una luz que se filtra por ellas.
Y no estoy aquí por pena. Estoy aquí porque me enamoré de esa luz tuya.
Incluso cuando está débil. Incluso cuando crees que se apagó.
El silencio fue mortal.
Theo aún contenía la respiración, como si no quisiera molestar.
Y entonces, despacio, Thiago lloró.
Pero esta vez, diferente. Sin desesperación. Sin grito.
Como si estuviera aliviando un peso que cargaba desde siempre.
Dominic se sentó de nuevo. No lo tocó. No necesitó.
Solo se quedó allí, al alcance de la mirada.
Y Theo, con la mano apretando la de su hermano, susurró:
—Está todo bien, baixinho. Puedes confiar. No nos vamos.