En el corazón vibrante de Corea del Sur, donde las luces de neón se mezclan con templos ancestrales y algoritmos invisibles controlan emociones, dos jóvenes se encuentran por accidente… o por destino.
Jiwoo Han, un hacker ético perseguido por una corporación tecnológica corrupta, vive entre sombras y códigos. Sora Kim, una apasionada estudiante de arquitectura y fotógrafa urbana, captura con su lente un secreto que podría cambiar el país. Unidos por el peligro y separados por verdades ocultas, se embarcan en una aventura que los lleva desde los callejones de Bukchon hasta los rascacielos de Songdo, pasando por trenes bala, mercados nocturnos, templos milenarios y festivales de linternas.
Entre persecuciones, traiciones, y escenas de amor que desafían la lógica, Jiwoo y Sora descubren que el mayor sistema a hackear es el del corazón. ¿Puede el amor sobrevivir cuando la memoria se borra y el deseo se convierte en código?
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Código rojo
La ciudad parecía suspendida en un silencio artificial. Desde la altura, Seúl se extendía como un tablero de circuitos, con luces intermitentes y líneas de tráfico que se movían como datos en tránsito. Pero en el corazón del distrito financiero, la Torre Daesan se alzaba como un coloso de vidrio y acero, impenetrable, perfecta. El cielo estaba cubierto, y el viento traía consigo un frío que no era solo climático. Era estratégico.
Sora observaba la torre desde una terraza elevada, oculta tras una estructura de mantenimiento. Vestía un traje formal gris perla, gafas inteligentes y un bolso rígido que ocultaba dispositivos de acceso. Su cabello castaño estaba recogido en un moño bajo, y su expresión era de piedra.
Jiwoo no estaba con ella.
La noche anterior, durante una operación de rastreo en Gangnam, él había sido capturado. El mensaje que alcanzó a enviar antes de desaparecer era claro: “No vengas por mí. Termina lo que empezamos.”
Sora no respondió. Solo se preparó.
Activó su pulsera inteligente. El plano de la torre se desplegó en holograma. Piso 87. Sala de mantenimiento. Panel de control climático. El núcleo del Proyecto Namsan estaba allí, protegido por capas de cifrado, sensores térmicos y vigilancia humana.
Entró por el acceso técnico, donde los visitantes registrados para inspecciones pasaban sin levantar sospechas. Su credencial falsa parpadeó en el escáner. Un segundo de tensión. Luego, luz verde.
—Bienvenida, arquitecta Kim —dijo el guardia, sin levantar la vista.
Sora avanzó por el vestíbulo de mármol, cruzando entre ejecutivos y técnicos. Cada paso era calculado. Cada mirada, medida. El ascensor la recibió con un zumbido suave. Piso 87.
Mientras ascendía, el reflejo en las paredes metálicas le devolvía una versión de sí misma que ya no reconocía. No era la colaboradora ingenua. No era la fugitiva. Era la infiltrada. La que había diseñado parte del sistema que ahora venía a desmantelar.
El ascensor se detuvo. El pasillo estaba vacío, silencioso. Sora caminó con seguridad hasta una puerta sin rotular. Usó un chip RFID oculto en su reloj para desbloquear el panel. La pared se deslizó, revelando una consola con código rojo parpadeando.
—Estoy dentro —susurró, aunque nadie la escuchaba.
Activó el protocolo de extracción. Los datos comenzaron a fluir: nombres, algoritmos, simulaciones emocionales, patrones de manipulación. Era el núcleo del Proyecto Namsan. Y ella lo conocía mejor que nadie.
Pero algo no encajaba.
Una capa cifrada resistía. No respondía a comandos externos. Era un sistema de defensa. Si lo forzaba, se activaría el protocolo de purga.
Sora cerró los ojos. Tecleó una secuencia que no estaba en ningún manual. Era su código. El que había escrito en una madrugada de invierno, creyendo que ayudaría a personas con ansiedad. El sistema respondió. La capa se abrió.
—Lo siento —susurró.
De pronto, una alarma. Luces rojas. Voz automatizada: “Acceso no autorizado detectado. Seguridad en camino.”
Sora cerró la consola y corrió por el pasillo. Guardias armados aparecieron en la esquina. No había Jiwoo hackeando ventilaciones. No había humo. Solo ella.
Giró a la izquierda. Escalera de emergencia. Bajó dos pisos corriendo. En el nivel 85, se lanzó sobre una plataforma de limpieza. Un técnico la vio, pero no reaccionó. El protocolo de seguridad había colapsado parcialmente.
Salió por una puerta lateral. El aire libre la golpeó como un disparo. El tráfico rugía frente a ella. Sora se mezcló entre peatones, caminando con rapidez, sin mirar atrás.
En una cafetería cercana, se sentó en una mesa junto a la ventana. Sacó el disco duro del bolso. El código rojo aún parpadeaba. Conectó el dispositivo a su tablet. Los datos se desplegaron como un mapa tridimensional.
—Lo tengo —dijo en voz baja.
Pero no había nadie para responder.
Jiwoo no estaba.
Sora cerró los ojos. El ruido de la ciudad se volvió lejano. En su mente, las voces del sistema. Las simulaciones. Las emociones inducidas. Todo lo que había ayudado a construir. Todo lo que ahora debía destruir.
Pagó en efectivo. Salió sin mirar a nadie. Caminó hasta un túnel lateral, oculto bajo una estación de metro. Allí, la esperaba Haneul, una experta en IA que había trabajado en Samsung antes de desertar.
—¿Lo lograste?
Sora entregó el disco duro.
—Sí. Pero el sistema está en alerta máxima. Tenemos poco tiempo antes de que lo repliquen.
Haneul conectó el dispositivo. Los datos comenzaron a desplegarse. Sora se quitó las gafas y soltó el moño. Su rostro estaba marcado por el esfuerzo, pero sus ojos brillaban con claridad.
—¿Y Jiwoo?
Sora negó con la cabeza.
—Está en manos de Daesan. No sé dónde. No sé si…
Haneul guardó silencio. Luego asintió.
—Entonces lo terminaremos nosotras.
—No, ahora vamos por Jiwoo
La sombra del conglomerado se alzaba sobre ellas. Y en el corazón de Sora, una decisión tomada que no dependía de nadie más.