La cárcel más peligrosa no se mide en rejas ni barrotes, sino en sombras que susurran secretos. En un mundo donde nada es lo que parece, Bella Jackson está atrapada en una telaraña tejida por un hombre que todos conocen solo como “El Cuervo”.
Una figura oscura, implacable y marcada por un tormento que ni ella imagina.
Entre la verdad y la mentira, la sumisión y la venganza. Bella tendrá que caminar junto a su verdugo, desentrañando un misterio tan profundo como las alas negras que lo persiguen.
NovelToon tiene autorización de Laara para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
XIII. Huida.
El taxi avanzaba bajo la llovizna, salpicando los charcos del asfalto con un ritmo irregular. La humedad golpeaba suave el parabrisas, como dedos temblorosos llamando a una puerta. Los limpiaparabrisas iban y venían, marcando el tiempo de un corazón nervioso.
Bella seguía encogida en el asiento trasero, la frente casi apoyada contra la ventanilla empañada. Su respiración dibujaba un óvalo cálido en el vidrio. No tiritaba por el frío. No solo por el frío.
El vestido seguía empapado. Pesado. El tul pegado a sus piernas, como si no la quisiera soltar. Cada costura parecía un recuerdo de donde acababa de salir.
¿De verdad lo había conseguido?
¿De verdad estaba afuera?
No se atrevía a moverse. A pensar. A cerrar los ojos.
Porque si los cerraba... tal vez volvía.
No podía volver.
No iba a volver.
El motor del taxi zumbaba bajo sus pies, casi como una advertencia: aún no estás a salvo.
El conductor la miró otra vez por el retrovisor. Dudó. Luego, habló con voz baja, como si intentara no asustar a un animal herido.
—Disculpe que me meta, señorita… pero… ¿está bien?
Nada. Ni un parpadeo.
—No quiero ser entrometido, solo… es que… parece haber salido corriendo de algo. ¿Necesita ayuda? ¿Llamo a alguien?
El silencio la envolvía, como una cáscara. No era que no quisiera hablar. Es que las palabras parecían demasiado grandes para su garganta.
—¿Quiere que la lleve a un hospital? ¿A la policía? —insistió, suave pero firme, más preocupado que curioso—. Está temblando.
Ella pestañeó. Las luces del exterior se reflejaban borrosas en el cristal. Reconocía algunas. ¿Ese cartel? ¿Esa esquina? Estaban cerca. Muy cerca.
Pero todo parecía... ajeno. Distorsionado. Como si volviera a un mundo que ya no era el suyo.
—Estoy bien —susurró, con la voz hecha de papel mojado.
El conductor pareció no oírla.
—¿Perdón? ¿Qué dijo?
Bella tragó saliva. Miró el retrovisor. Sus propios ojos la asustaron. Estaban abiertos de más. Húmedos, pero no por llanto. Por el peso del miedo.
—Voy a casa. Me están esperando —dijo, al borde del derrumbe, sin derrumbarse.
Una pausa larga. El taxista apretó el volante.
—Perdóneme… pero no parece estar bien. Se lo digo con respeto. Parece que escapó de alguien. Si quiere hablar, o que pare el auto, puedo ayudarla.
Ella cerró los ojos un instante. Un segundo apenas. El mundo giró. Sintió que la tela mojada se adhería más, que la garganta ardía por dentro, que el corazón quería huir del pecho.
¿Realmente estaba volviendo a su casa?
¿Y si la seguía?
¿Y si esto era parte de su juego?
El coche dobló una avenida y algo dentro de ella reconoció el barrio. Las aceras, los árboles, el kiosco en la esquina. Era su calle.
Su casa.
Un nudo se formó en su pecho. Pensó en su madre. Su padre. En los días interminables. En la desesperación que ellos deben haber sentido. ¿Habrán dormido? ¿Habrán comido? ¿Pensaron que estaba muerta?
El mundo era el mismo... pero ella ya no.
Y aún así, lo único que podía hacer era seguir mirando por la ventana, con los dientes apretados, mientras el taxista respetaba su silencio, pero no dejaba de observarla, con una preocupación que, por primera vez, no le parecía amenaza, sino abrigo.
El taxi avanzaba lentamente por la calle bajo una llovizna fina, apenas perceptible. Las gotas dibujaban pequeños círculos en el parabrisas, mezclándose con los reflejos de la luz del día, que se filtraba entre las nubes grises. Dentro del auto, el silencio era pesado, casi tangible, interrumpido solo por el zumbido constante del motor.
Bella seguía sentada, rígida en su rincón, con la mirada perdida más allá del cristal empañado. Su cuerpo parecía aún atrapado en una niebla de incredulidad, incapaz de procesar lo que acababa de pasar. El aire fresco del día, mezclado con el olor de la humedad, no lograba calmar el torbellino de sensaciones que la atravesaba.
De repente, la voz del taxista, suave pero firme, la sacó de su trance.
—Señorita, llegamos.
El sonido la golpeó con la fuerza de una ola inesperada. Parpadeó varias veces, tratando de reencontrar el presente. Sus ojos se posaron en el taxímetro, donde el número del costo brillaba con frialdad en la pantalla.
Un nudo se le formó en la garganta. El precio era un recordatorio cruel y concreto de que estaba de vuelta en el mundo real. Quiso respirar hondo, pero su pecho ardía, el corazón le palpitaba acelerado, como si quisiera romper sus costillas.
—Yo... —titubeó, la voz apenas un susurro quebrado—. Espere aquí… voy por dinero. Le pagaré en seguida.
El taxista la miró por el retrovisor, con una mezcla de comprensión y preocupación. No dijo nada, solo asintió lentamente.
Bella abrió la puerta del taxi y un golpe de aire fresco la envolvió. El contraste con la atmósfera cargada dentro del vehículo la desorientó un instante.
Entonces, levantó la mirada y lo vio. Su padre. Allí, en la terraza de su casa, bajo la luz natural de la mañana. Él sostenía un periódico, absorto en las noticias, ajeno a la tormenta que se desataba dentro de ella. Su rostro reflejaba una mezcla de tristeza, preocupación y un peso silencioso que la atravesó como una daga. Era un dolor contenido, un temor que no se atrevía a pronunciar, y verlo así la hizo estremecerse. Cada arruga, cada línea de su expresión, hablaba de noches de desvelo.
El impacto fue brutal. Una avalancha de emociones la golpeó sin piedad: alivio, miedo, culpa, esperanza, desesperación… Todo mezclado, atropellándose unas a otras. Pensó en la semana encerrada en aquella mansión, la desesperación, la soledad. Pensó que nunca más lo volvería a ver, que ese rostro amado se había convertido en un recuerdo lejano y doloroso.
Sintió las lágrimas arder en sus ojos, pero las reprimió con fuerza, como si soltar una sola gota fuera a derrumbarla por completo.
Su cuerpo tembló, y por un instante, la imagen de su padre se volvió borrosa por la intensa emoción. Quiso acercarse, gritar su nombre, lanzarse a sus brazos.
Sus dedos se cerraron con fuerza en el borde del asiento del taxi, buscando sostén. Dió un paso más hacia la puerta, cada movimiento una batalla entre la desesperación y la esperanza.
Antes de bajar, se volvió hacia el taxista y con un hilo de voz, casi temblando, murmuró.
—Voy... voy a por dinero. Gracias... gracias por todo.
El hombre asintió, su mirada cargada de una preocupación silenciosa.
Justo cuando Bella estaba a punto de salir, el teléfono del taxista vibró con insistencia. Él frunció el ceño al mirar la pantalla, visiblemente extrañado. Contestó, y tras unos segundos giró la cabeza hacia ella y, con voz baja pero seria, dijo:
—Alguien quiere hablar con usted.
El taxista mantuvo el teléfono en alto, con una expresión entre preocupado y confundido. Aquel silencio que lo envolvía era pesado, opresivo. Bella no se movía. Sus manos se aferraban a la tela del vestido arrugado, sus uñas clavándose con fuerza, como intentando sostenerse a sí misma y no desaparecer en ese abismo de miedo.
—Esperan que usted conteste. —insistió el hombre, con suavidad, sin querer romper la tensión pero con urgencia en la voz.
Ella no respondió.
No porque no quisiera, sino porque el pánico se había apoderado de ella, paralizando su voz, su voluntad, sus pensamientos. El teléfono parecía un objeto extraño, frío, peligroso en la mano del conductor.
Sus ojos se perdían en el paisaje grisáceo de la calle, empapada por una llovizna que apenas mojaba la piel, pero que parecía arrastrar la realidad consigo, empapándolo todo en una bruma de irrealidad.
Ella respiró con dificultad, intentando ordenar ese caos que era su mente. Imágenes rápidas, confusas: la mansión donde la habían encerrado, la ropa que eligieron para una boda que ella no deseaba, la desesperación de la fuga.
Y ahora, esto.
Su corazón latía tan rápido que sentía que iba a estallar.
Finalmente, con un temblor apenas perceptible, alzó una mano, tomó el teléfono y lo llevó a su oreja.
Un silencio absoluto, roto solo por la respiración agitada de Bella.
Entonces, una voz surgió, densa y oscura, con la fría seguridad de quien posee todo el poder.
—Pensaste que podrías escapar de mí. —dijo, sin miramientos, con un tono que cortaba como un cuchillo—. Pero aquí estás, en mis manos, justo donde perteneces.
Bella tragó saliva, las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas, sintiendo cómo se le rompía algo por dentro.
—Hubieras elaborado mejor tu plan, pensé que aguantarías más. —continuó la voz, casi disfrutando—. Pero te equivocaste. No hay lugar para ti fuera de mi mundo.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Intentó apartar la mirada de la ventana, pero entonces lo vio.
Allí, en la terraza, su padre.
Con el periódico desplegado, concentrado en las noticias, aparentemente ajeno.
Pero su mirada se posó en algo más.
—Tu padre está justo ahí, en la terraza, leyendo el periódico —dijo la voz con un tono frío, medido, como si disfrutara con cada palabra—. Y mientras él cree que está tranquilo, leyendo, está bajo la mira de un rifle de precisión, esperando que hagas un movimiento equivocado.
La desesperación la llenó como una ola brutal.
Buscó frenéticamente alrededor, tratando de encontrar la fuente de aquella amenaza invisible, del láser rojo que apuntaba implacable a la cabeza de su padre.
Los ojos se le llenaron de terror.
—¡No! —suplicó entre lágrimas—. No le hagas daño. Haré cualquier cosa. Lo que sea.
Una carcajada perversa resonó en la línea. La voz en el teléfono se volvió un susurro venenoso, una caricia oscura que la envolvía.
—¿Cualquier cosa?
–¡Sí, lo que quieras! –Suplicó, en medio del llanto.
–¿Hasta dejar que te haga mía? —la pregunta cayó como un peso, cargada de obsesión y posesión absoluta.
Ella titubeó, la desesperación y el miedo la atrapaban, el punto rojo brillaba implacable. No sabía qué hacer, solo podía aceptar para protegerlo.
Un nudo se formó en su garganta. Las lágrimas corrían ya sin control.
—Está bien. —murmuró, temblando—. Haré lo que digas. ¡Pero no le hagas daño!
La risa que siguió fue fría, cruel.
—Eso pensé. Recuerda, nadie escapa de mí. Soy la sombra que no puedes evitar, la cadena que siempre te arrastrará de vuelta.
Bella sintió que el aire se le escapaba, que su mundo se reducía a ese miedo paralizante.
El taxista, desde adelante, observaba preocupado, sin atreverse a intervenir, sabiendo que cada palabra era un golpe.
Su mano temblaba al aferrarse al teléfono, y su garganta ardía por la mezcla de llanto contenido y pánico.
Entonces, la voz volvió, más baja… más amenazante.
—Ahora escucha bien, Bella. Vas a bajarte del taxi… y vas a subir al coche negro que está detrás. Está esperándote.
Ella giró, lenta, como si el aire mismo se hubiera vuelto pesado. Por el espejo lateral del taxi alcanzó a ver el auto negro. Oscuro como la noche, las ventanas polarizadas. Imposible ver quién estaba dentro. Pero no hacía falta.
Sabía exactamente quién.
Su cuerpo no respondía. Sus piernas estaban rígidas, como si no quisieran moverse. Su respiración se aceleró, su pecho subía y bajaba en sacudidas, como si algo invisible lo apretara con fuerza. Una parte de ella gritaba que corriera, que se aferrara al taxi, que luchara. Pero la otra… la que conocía el alcance de su poder, la que acababa de ver el punto rojo sobre la frente de su padre… solo podía obedecer.
La voz, como un látigo suave, añadió:
—Y no intentes nada, Bella. Tú ya lo sabes. Un solo gesto equivocado, y tu padre no terminará su café esta mañana.
Ella bajó lentamente el teléfono, como si ese solo movimiento fuera a romperla. Luego, con la mirada vacía, lo devolvió al taxista, que aún la observaba con el ceño fruncido, la boca entreabierta, como si quisiera detenerla… pero no pudiera.
No dijo nada.
Porque entendió. Porque vio ese miedo absoluto en los ojos de la muchacha. Supo que cualquier palabra que saliera de su boca podría firmar su sentencia, o la de alguien más.
Bella le sostuvo la mirada un instante. Era una súplica muda. Un adiós sin sonido.
Entonces abrió la puerta.
El aire de la mañana la envolvió, pero ya no era fresco. Era una mordida cruel en la piel. Su vestido aún húmedo se pegaba a sus piernas, dificultándole caminar. Dio un paso. Luego otro. Como una marioneta arrastrada por hilos invisibles, por un destino del que ya no podía huir.
Sus ojos se alzaron por reflejo hacia la terraza. Su padre seguía allí, leyendo, ajeno a todo. A salvo… por ahora.
El punto rojo había desaparecido, pero su imagen seguía marcada en su mente. Grabada a fuego.
Las lágrimas se mezclaban con la llovizna, resbalando por sus mejillas.
Se acercó al auto negro.
La puerta trasera se abrió antes de que pudiera tocarla. Nadie la empujó. Nadie la arrastró.
Entró sola.
Porque sabía que no tenía opción.
El sonido de la puerta cerrándose, retumbó como un sello final.
El coche negro arrancó, deslizándose con suavidad sobre el asfalto mojado, alejándose lentamente por la calle. Bella giró la cabeza una última vez y vio a su padre desaparecer con la lejanía, con el periódico aún en las manos, tan cerca… y a la vez, tan lejos.
Y entendió.
No importa cuán lejos corra.
Él siempre la encontraría.