El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
NovelToon tiene autorización de Cami para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
14
El SUV rugió hacia el norte, dejando atrás no solo la granja polvorienta, sino el último vestigio de un plan. El mapa, con su ruta segura hacia el lago trazada con la esperanza de otro tiempo, estaba ahora doblado y abandonado en el suelo del vehículo, una reliquia de una fe perdida. En su lugar, reinaba la incertidumbre de la reserva forestal, una mancha verde de topografía imprecisa y caminos sin nombre que se extendía como un territorio virgen y potencialmente traicionero.
Valery conducía con una concentración feroz, sus nudillos pálidos apretando el volante. Sus ojos, inyectados de fatiga pero implacables, escaneaban la carretera secundaria y la espesura que la flanqueaba en un barrido constante. Cada sombra alargada entre los árboles al atardecer podía esconder una amenaza, cada curva ciega podía deparar una barricada improvisada o el encuentro con la temida camioneta pickup cuyo fantasma ahora habitaba sus pesadillas. La pistola, ahora un peso tangible y frío en la guantera entreabierta, era un recordatorio mudo de que las reglas del juego habían cambiado para siempre. Ya no huían solo de una infección; huían de la inteligencia retorcida y la crueldad calculada de su propia especie.
Derek, en el asiento de piloto, mantenía una mirada tensa, su cuerpo aún adolorido por la travesía al pueblo, pero su espíritu extrañamente fortalecido. Su viaje le había concedido una autoridad renovada, una paridad silenciosa y duramente ganada con su hija. Ya no era el pasajero paralizado, era el centinela, sus ojos complementando los de ella, buscando en los flancos lo que ella podía pasar por alto en el frente.
—¿Crees que fue lo correcto? —preguntó Derek, su voz un murmuro ronco que apenas cortó el silencio, un silencio solo interrumpido por el runrún constante del motor y la suave respiración de Luka, que había sucumbido al agotamiento en el asiento trasero, aferrado a su nuevo camioncito rojo como un talismán de normalidad.
Valery no apartó la vista del camino que serpenteaba ante ellos, una cinta de asfalto gris que se perdía en la oscuridad creciente del bosque.
—Lo correcto murió con mamá en el bosque—respondió, su voz carente de toda emoción, como si estuviera leyendo un informe de hechos incontrovertibles—. Solo queda lo necesario. Y era necesario irse. Esa sangre... —hizo una pequeña pausa, el recuerdo de la descripción de su padre grabado a fuego en su mente— no era de un accidente fortuito. Era una advertencia. Una firma dejada por alguien que no tiene interés en compartir este mundo.
—¿Crees que nos siguieron? ¿Que pudieron rastrearnos hasta la granja?
—No lo sé —admitió Valery, y era la primera vez en mucho tiempo que admitía una incógnita tan crucial—. Pero no podemos actuar, ni por un segundo, como si no fuera una posibilidad. La presunción de seguridad es lo que mata.
La carretera comenzó a ascender, serpenteando entre colinas boscosas cada vez más empinadas. Las escasas casas que bordeaban la ruta se espaciaron hasta desaparecer por completo, reemplazadas por una naturaleza que se volvía más densa, más imponente, más antigua que ellos. Era un mundo radicalmente diferente al que habían dejado atrás, uno que no olía a humo de explosiones y muerte metálica, sino a pino fresco, a tierra húmeda y a la descomposición dulzona de la hojarasca. La desolación humana daba paso a una tranquilidad primitiva que, en su pureza salvaje, resultaba de un modo extraño, igual de aterradora.
Después de casi una hora de conducción tensa, con el sol ocultándose tras las cumbres y tejiendo el cielo con hilos de púrpura y naranja, Derek redujo la velocidad hasta casi detenerse. Un camino de tierra, apenas una cicatriz visible entre la maleza y los helechos, se bifurcaba hacia el este, adentrándose en el corazón oscuro de la reserva como un secreto bien guardado.
—Ahí —señaló Derek, su voz más firme—. Es menos obvio. Si alguien pasa por la carretera principal, ni siquiera lo notará. No parece llevar a ninguna parte.
Valery asintió en silencio, evaluando la entrada con mirada crítica. Era un riesgo, adentrarse en lo desconocido, pero era un riesgo calculado.
Derek al notar su asentimiento giró el volante y el SUV se sumergió en el túnel verde, las ramas bajas rozando el techo y los lados del vehículo con un sonido áspero y persistente, como si el bosque mismo se resistiera a su intrusión. Avanzaron a paso de hombre, kilómetro tras kilómetro de sendero embarrado y baches ocultos, hasta que el camino se estrechó tanto, aprisionado por la vegetación, que continuar era imposible sin dejar una huella de destrucción evidente para cualquier perseguidor.
—Aquí —anunció Valery, y Derek apagando el motor con un suspiro que parecía liberar toda la tensión acumulada del día.
El silencio que los envolvió fue absoluto, profundo, casi físico. No soplaba el viento, no cantaban los pájaros al atardecer, no había el más mínimo rumor de civilización a la distancia. Era el silencio de la tierra antes de la humanidad, un vacío acústico que resultaba abrumador.
Bajaron del vehículo, estirando miembros entumecidos y respirando el aire frío y puro que olía a musgo y corteza. Valery inspeccionó el área inmediata con la llave inglesa en la mano, mientras Derek cargaba con Luka, que despertó, desorientado y parpadeando ante la nueva y oscura inmensidad que los rodeaba.
—Podemos camuflar el SUV aquí —dijo Valery, señalando una densa maraña de enredaderas y arbustos de zarzamora—. Con las ramas que hay por el suelo, lo haremos desaparecer. Y hay un refugio.
Unos metros adelante, semioculta en la ladera de una colina y casi devorada por el follaje, había una cabaña de madera. No era la casa del lago soñada con su porche y su chimenea, sino una estructura pequeña, tosca y funcional, probablemente utilizada por cazadores o excursionistas en otra vida. La puerta de tablones estaba cerrada con un candado oxidado que cedió con un solo golpe certero y resonante de la palanca.
El interior era espartano, impregnado del olor a madera vieja y polvo: una mesa rudimentaria clavada al suelo, un par de literas con colchones delgados y polvorientos, una estufa de leña de hierro fundido y un armario vacío cuyas bisagras chirriaron al abrirlo. No había electricidad, ni agua corriente, ni ninguna comodidad. Pero tenía cuatro paredes sólidas que los separaban del mundo exterior y un techo que parecía capaz de repeler la lluvia. En ese momento, era más de lo que habían tenido en días. Era un santuario.
—Es... suficiente —murmuró Derek, dejando a Luka en el suelo de tierra apisonada, su voz cargada de un alivio profundo.
El niño miró a su alrededor con una curiosidad que desplazaba momentáneamente el miedo, su camioncito rojo apretado en su mano. Para él, esto no era un refugio de último recurso; era una cabaña en el bosque, una nueva aventura en medio del caos.
Mientras Derek comenzaba a descargar los suministros más esenciales—el agua, la comida, la pistola—, Valery se quedó en el marco de la puerta, observando el bosque que se cerraba a su alrededor como un manto vivo. Aquí, al menos, los peligros serían tangibles, predecibles en su naturaleza salvaje: el clima, los animales, la escasez de recursos. No los cálculos retorcidos y la maldad activa de otros humanos. Era un enemigo que, en cierto modo, podía comprenderse y, tal vez, enfrentarse.
—¿Y ahora qué, Val? —preguntó Derek, acercándose a ella y siguiendo su mirada hacia la oscuridad que se cernía entre los árboles.
Valery respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire frío del bosque, un aire que no sabía a ceniza ni a miedo, sino simplemente a tierra y a vida silvestre.
—Ahora—dijo, volviéndose hacia él con una determinación renovada, pero diferente, menos férrea y más colaborativa—, aprendemos las reglas de este nuevo lugar. Juntos. Prioridades: agua segura, trampas de alerta perimetral, y averiguar qué podemos comer de este bosque sin envenenarnos.
El sol había desaparecido por completo, sumiendo el claro en una penumbra azulada. Derek asintió, una chispa de propósito genuino iluminando sus ojos cansados. No era el lago, no era la salvación prometida, pero era una oportunidad. Una oportunidad forjada no en la huida, sino en la elección de un nuevo camino.
Encendieron una de sus preciadas velas, cuya luz titilante proyectó sombras danzantes en las paredes de madera de la cabaña. Afuera, el bosque susurraba sus secretos ancestrales. Por primera vez desde que el mundo se había desmoronado, Valery no se sentía completamente sola al mando de su destino. Tenía a su padre a su lado, no como una carga que arrastrar, sino como un aliado, un compañero de armas en la batalla por la supervivencia. Y en la vasta, despiadada y hermosa inmensidad del bosque desconocido, esa frágil alianza era la única brasa de esperanza a la que podían aferrarse contra la fría noche que se avecinaba.