Mucho antes de que los hombres escribieran historia, cuando los orcos aún no habían nacido y los dioses caminaban entre las estrellas, los Altos Elfos libraron una guerra que cambiaría el destino del mundo. Con su magia ancestral y su sabiduría sin límites, enfrentaron a los Señores Demoníacos, entidades que ni la muerte podía detener. La victoria fue suya... o eso creyeron. Sellaron el mal en el Abismo y partieron hacia lo desconocido, dejando atrás ruinas, artefactos prohibidos y un silencio que duró mil años. Ahora, en una era que olvidó los mitos, las sombras vuelven a moverse. Porque el mal nunca muere. Solo espera...
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El que a hierro mata, a hierro muere
El cielo teñido de púrpura acompañaba a los dos jóvenes mientras volaban sobre sus monturas. Las alas del hipogrifo y del pegaso cortaban el viento, dejando una estela luminosa en el crepúsculo. Las cicatrices de la reciente batalla marcaban no solo sus cuerpos, sino también las desgastadas armaduras que portaban.
—Matamos a un lord del gremio… —dijo Samael, todavía jadeante—. Somos el mejor dúo.
—Claro que sí… —respondió Vorn entre risas, llevándose la mano al costado—. Le dimos su merecido… Auch, mi cuerpo…
Samael lanzó una mirada al horizonte antes de escupir una frase cargada de desprecio:
—Una mugre menos.
Vorn lo miró de reojo, aún con una sonrisa, pero sus palabras tuvieron un tono más sombrío.
—Oye… Judas podrá haber sido un traidor… pero era de la hermandad.
Luego, negó con la cabeza, riéndose solo…
—¿A quién engaño? Siempre fue un cobarde y un traidor.
A lo lejos, se divisaba un pequeño pueblo, un remanso de tranquilidad entre montañas boscosas. Samael señaló:
—Dejemos las monturas en ese monte y caminemos. Debe estar a doscientos metros.
—Está bien… —dijo Vorn, sacando una capa oscura—. Pero ponte esto. Después de nuestro último encuentro, debe haber más traidores acechando.
Con los rostros ocultos bajo capuchas, descendieron con cautela. Sus pies tocaron el suelo entre hojas crujientes y ramas secas. No sabían que algo los seguía. Algo que esta vez… no planeaba morir.
Al entrar al pueblo, que no tendría más de trescientas almas, se dirigieron a la única taberna abierta, un lugar cálido iluminado por faroles de aceite.
—¿Qué toman? —preguntó el tabernero, un hombre de barba gris y mirada desconfiada.
—Dos hidromieles. Buena comida —pidió Samael.
Vorn colocó una bolsa de oro sobre la barra.
—Y algo de información. ¿Dónde podemos equiparnos y descansar?
—Aquí es la Taberna del Viejo Sauco —respondió el hombre—. Para rearmarse, tienen al herrero, a unos trescientos metros. Pero cuidado… es un gruñón de los buenos.
Mientras tanto, a kilómetros atrás, de entre las cenizas de la batalla anterior, una figura emergía. Su andar era torpe, sus pasos resonaban como ecos del infierno. Judas, o lo que quedaba de él, avanzaba con su cuerpo desfigurado, la carne descompuesta mezclada con partes demoníacas.
—Esta vez… no tendrán suerte, niños —gruñó, mientras seguía sus rastros.
Samael y Vorn, en la taberna, conversaban sobre los encargos del día siguiente.
—¿Quién se queda armando las mochilas y quién habla con el herrero? —preguntó Samael.
—Tú estás más acostumbrado a tratar con viejos cascarrabias —respondió Vorn con una sonrisa burlona.
Samael lo miró en silencio, un silencio que se prolongó como una noche eterna. Finalmente dijo:
—Tienes razón. Me crie con ellos… Nos vemos antes de la hora del lobo.
Le dio un amistoso golpe en el brazo que dejó a Vorn pegado contra la pared.
—Tienes fuerza, paladín —rio el pícaro—. Nos vemos esta noche.
Mientras Vorn recorría el pueblo saludando a los locales, Samael se topaba con la tormenta: Hefesto, el herrero.
—¿Puedes o no, viejo mediocre, arreglar esto? —espetó el joven paladín, harto de las evasivas.
El anciano herrero, con brazos tan gruesos como yunque, lo observó fijamente.
—Puedo. Pero no atiendo a los tuyos. ¿Y qué clase de paladín lleva dagas de oscuridad?
—Tú solo hazlo. Pagaré bien —gruñó Samael.
—Perfecto, princesa de la luz —dijo Hefesto sin perder el ritmo del martillo.
Samael salió resoplando.
Mientras tanto. Judas encontraba las monturas de los jóvenes.
—Un hipogrifo… y un pegaso… Perfecto —dijo con voz rasposa.
Las bestias, sorprendidas, apenas pudieron defenderse. Judas las asesinó en segundos, arrancando plumas del hipogrifo para un arma. Luego bebió la sangre del pegaso.
—Mmm… la sangre de la Luz… deliciosa.
Esa noche, a las siete en punto, un grito desgarrador rompió la paz del pueblo. Las llamas se elevaban como columnas infernales. Una figura mitad humana, mitad demonio se alzaba entre el fuego.
—¿Cinco minutos sin un dios queriendo matarnos? ¿Es mucho pedir? —murmuró Vorn.
—Ve por las armas y mi armadura —ordenó Samael—. Yo lo detendré. Eres más rápido.
Vorn no dudó. Saltó por la ventana y se desvaneció entre sombras.
Samael, con voz firme, recitó un rezo antiguo. Un escudo y una espada de luz surgieron de su fe. Avanzó hacia la criatura.
—Disculpa, a estas horas el bar no atiende. Y menos a maleducados —dijo.
La criatura rio.
—Samael… justo al perro que buscaba. Tu pegaso tenía una sangre deliciosa.
—¿Mi qué…? ¿Eres tú? ¿Judas?
—En carne… y corrupción —respondió, sosteniendo a un aldeano por el cuello.
Frente a los ojos de Samael, devoró la cabeza del inocente. El horror volvió a pintar la noche.
Mientras tanto, Vorn llegó corriendo a la herrería.
—¡La ciudad arde! ¡Gente muere!
Hefesto ni lo miró.
—En cinco minutos estará lista. El arte toma su tiempo.
Samael, en la plaza, resistía como podía. Cada golpe del demonio lo hacía retroceder. Entonces, Judas lo alzó y lo arrojó con tal fuerza que atravesó cinco casas, cayendo justo frente a la herrería.
—¿Samael? ¿Qué demonios? —gritó Vorn.
—¡Silencio! —bramó Hefesto.
—Tu amigo volvió de la muerte… y estamos hablando —dijo el paladín, incorporándose.
Sobre los tejados, Judas extendió sus alas negras.
—¡Vorn! ¡Dame el libro y morirán rápido!
—No lo creo —dijo Vorn, abriendo el libro. Dos dagas oscuras surgieron de las páginas.
—Samael, ¡levántate! ¡Peleemos juntos!
Pero el joven paladín estaba inconsciente.
—Si tú duermes, yo me encargo —bromeó Vorn.
La batalla fue rápida, brutal. Vorn se defendía, pero el demonio era demasiado. En el último segundo, Hefesto arrojó un balde de agua fría sobre Samael.
—¡Aquí tienes tus juguetes! ¡Maten al demonio y yo invito las cervezas!
Samael, envuelto en luz, alzó su martillo. Junto a él, las armas de Vorn brillaban.
—¡Perdón! —gritó Samael, golpeando a Judas en la nuca—. ¿Te traje recuerdos felices?
—Vorn, tus cosas. Mandémoslo al infierno.
La batalla se reinició, más intensa que nunca. Golpe a golpe, se equilibraban. Vorn gritó:
—¡Samael, el martillo, ahora!
Judas lo interceptó.
—¿Ese truco otra vez?
—Siempre caes —dijo Vorn—. ¡Ahora, Samael!
Un rayo de luz cayó del cielo. Por un instante, la noche se volvió día. Judas ardió. Gritó de rabia.
—¡No puedo morir otra vez!
—Esta vez… te exterminaremos juntos —dijo Samael, clavando su martillo.
Vorn lanzó su daga envenenada. Pero cuando creyeron que todo había terminado, Judas explotó. No quedó ni ceniza. Una figura sombría chasqueó los dedos.
—Siempre fue un gusano inútil… Pero ahora… nos conocemos, mis estimados amigos.
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