En un mundo de apariencias perfectas, Marina creía tenerlo todo: un matrimonio sólido, una vida de ensueño y una rutina sin sobresaltos en el exclusivo vecindario de La Arboleda. Pero cuando una serie de mentiras y comportamientos extraños la llevan a descubrir la verdad sobre Nicolás, su esposo, su vida se desmorona de manera inimaginable.
El amor, la traición y un secreto desgarrador se entrelazan en esta historia llena de misterio y suspenso.
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La última confesión
El sonido de su propia respiración llenaba el silencio. Marina abrió los ojos lentamente, desorientada, mientras un frío intenso recorría su cuerpo. Todo a su alrededor era blanco: las paredes, el suelo, incluso el aire parecía tener una tonalidad pálida y antiséptica. La sensación era irreal.
Trató de incorporarse, pero su cuerpo parecía más liviano de lo normal. Miró sus manos: estaban ahí, pero algo era diferente. Sus dedos parecían translúcidos, como si fueran humo atrapado en una forma humana.
—¿Dónde estoy? —susurró, su voz resonando con un eco extraño.
Frente a ella había una urna negra, con un brillo opaco que parecía absorber la luz en lugar de reflejarla. Se acercó lentamente, atraída por una fuerza que no podía explicar. Al mirar la inscripción grabada, sintió que el aire abandonaba sus pulmones:
Marina Valdez. 1991 - 2024.
—Esto no puede ser... —murmuró, retrocediendo un paso.
Su mente intentaba buscar una explicación lógica, pero cada intento parecía desmoronarse antes de completarse. De repente, una voz profunda y familiar resonó detrás de ella.
—Llevabas tanto tiempo huyendo de la verdad que al final ella te alcanzó.
Marina se giró de golpe. Frente a ella estaba el hombre de sus sueños: alto, con un rostro inescrutable y ojos que parecían ver más allá de lo visible.
—¿Tú? —preguntó, su voz temblorosa.
El hombre asintió lentamente. —Has cruzado al otro lado, Marina.
Entre lo vivo y lo muerto
—Esto no tiene sentido, —dijo Marina, negando con la cabeza. —¡Estoy aquí! Estoy hablando contigo, puedo sentir esto—, señaló su pecho—, esto es real.
—Es real, —confirmó el hombre—, pero no en el sentido que crees.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Marina, dando un paso hacia él.
El hombre no respondió de inmediato. Su mirada se desvió hacia la urna.
—Lo que sientes ahora, esa conexión con tus emociones, no es más que un eco. Un reflejo de quien eras. Pero, Marina, hay algo diferente en ti.
Ella lo miró fijamente, tratando de descifrar sus palabras.
—¿Diferente cómo?
—No todos los que cruzan al otro lado traen consigo tantas cadenas, —dijo el hombre, su voz más baja, casi un susurro. —Tantas historias inconclusas, tantos secretos guardados.
Marina frunció el ceño. —¿Qué estás insinuando?
El hombre extendió una mano hacia ella, como si quisiera tocar su rostro, pero se detuvo a centímetros.
—Tu muerte no fue un accidente.
Recuerdos fragmentados
Las palabras del hombre cayeron sobre Marina como un peso insoportable.
—No... no entiendo, —balbuceó.
—Piensa, Marina, —dijo el hombre, su tono más insistente. —Recuerda lo que pasó antes del disparo.
Marina cerró los ojos, tratando de recuperar el hilo de los eventos. Las imágenes llegaron a ella como fragmentos dispersos: el relicario, los gritos, la tensión en la habitación... y luego el disparo.
—Samuel, —dijo, abriendo los ojos de golpe. —Él tenía la pistola.
El hombre asintió lentamente.
—Pero no fue él quien apretó el gatillo, ¿verdad?
Marina retrocedió, tambaleándose. Las imágenes en su mente comenzaron a reorganizarse, revelando una verdad que no había querido aceptar. Fue ella quien se lanzó hacia Samuel, intentando quitarle el arma. En el forcejeo, su dedo había presionado el gatillo.
—Fui yo, —susurró, llevándose las manos al rostro. —Fui yo quien...
—Te quitaste la vida, —dijo el hombre, completando su frase.
Las cadenas del pasado
Marina se dejó caer al suelo, incapaz de procesar lo que acababa de recordar.
—¿Por qué? —preguntó, mirando al hombre con lágrimas en los ojos. —¿Por qué haría algo así?
El hombre se arrodilló frente a ella, su mirada suave pero firme.
—Porque estabas atrapada en un laberinto de emociones que no podías controlar. El amor, el odio, el arrepentimiento... todas esas fuerzas te consumieron.
—Pero no quería morir, —dijo Marina, su voz quebrándose. —No quería dejar todo atrás.
—Y aún así lo hiciste, —respondió el hombre.
Marina lo miró fijamente, buscando respuestas en sus ojos.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí? Si estoy muerta, ¿por qué siento esto?
El hombre se puso de pie, extendiendo una mano para ayudarla a levantarse.
—Porque aún tienes algo que hacer.
La confesión final
Marina aceptó su mano, aunque seguía sintiendo que todo esto era un sueño del que no podía despertar.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —preguntó.
El hombre señaló la urna.
—Dentro de esa urna están las cenizas de tu cuerpo, pero también están los secretos que dejaste atrás. Samuel, Nicolás, incluso tú misma... todos están atados a algo que aún no se ha resuelto.
—¿Qué secretos? —preguntó Marina, con el ceño fruncido.
El hombre dio un paso hacia la urna, colocándose junto a ella.
—El relicario, Marina. Ese objeto que creíste que era la causa de todo tu sufrimiento... no era más que un reflejo.
—¿Un reflejo de qué?
—De ti misma, —respondió el hombre, mirándola directamente a los ojos. —De las decisiones que tomaste, de las verdades que ocultaste, y de los amores que traicionaste.
Marina sintió que su corazón, o lo que fuera que la hacía sentir viva, se encogía.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, con un tono desesperado.
—Confesar, —dijo el hombre. —Confesar todo.
El peso de la verdad
Marina dio un paso hacia la urna, sintiendo que cada movimiento la acercaba más a algo irreversible.
—¿Qué pasa si lo hago?
—Liberas las cadenas, —respondió el hombre. —No solo las tuyas, sino también las de ellos.
Marina cerró los ojos, recordando a Nicolás y a Samuel. Sus rostros aparecieron en su mente, cargados de emociones que no podía nombrar.
—¿Y si no lo hago?
El hombre guardó silencio por un momento antes de responder.
—Entonces quedarás atrapada aquí, en este lugar entre lo vivo y lo muerto, para siempre.
Marina sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
—¿Cómo lo hago?
El hombre señaló la urna.
—Dilo. Todo.
Un salto a lo desconocido
Marina tomó aire, aunque no estaba segura de si realmente lo necesitaba. Dio un paso hacia la urna, colocándose justo frente a ella.
—Mi nombre es Marina Valdez, —dijo, su voz firme. —Y este es mi último acto.
El relicario apareció en sus manos, brillando con una luz que llenaba toda la habitación.
—Confieso que amé y odié con la misma intensidad. Que oculté verdades que podrían haber salvado vidas. Que me dejé consumir por el pasado y no supe cómo seguir adelante.
La luz del relicario se intensificó, envolviéndola por completo.
—Confieso que mi muerte no fue un accidente, pero tampoco fue mi destino.
El relicario emitió un sonido agudo, como un grito que se mezclaba con el susurro del hombre.
—Y confieso que, aunque estoy aquí, aún quiero sentir.
Con esas palabras, la luz estalló, y todo quedó en penumbras.
Cuando Marina abrió los ojos nuevamente, estaba de pie en la misma habitación blanca. Pero esta vez, estaba sola. La urna había desaparecido, y con ella, el peso que había estado cargando.
Una puerta se abrió frente a ella, y una voz suave pero firme resonó en su mente.
—El pasado nunca muere, pero tú tienes el poder de liberarlo.
Con una última mirada al vacío detrás de ella, Marina dio un paso hacia la puerta, lista para enfrentar lo que venía.