Valentino nunca imaginó que entregarle su corazón a Joel sería el inicio de una historia de silencios, ausencias y heridas disfrazadas de afecto.
Lo dio todo: tiempo, cariño, fidelidad. A cambio, recibió migajas, miradas esquivas y un lugar invisible en la vida de quien más quería.
Entre amigas que no eran amigas, trampas, secretos mal guardados y un amor no correspondido, Valentino descubre que a veces el dolor no viene solo de lo que nos hacen, sino de lo que nos negamos a soltar.
Esta es su historia. No contada, sino vivida.
Una novela que te romperá el alma… para luego ayudarte a reconstruirla.
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Capítulo 11: Entre la duda y la certeza
Había algo en la forma en que Joel existía en mi vida que me desesperaba y me tranquilizaba al mismo tiempo. Era como una sombra, siempre ahí, pero nunca completamente tangible. Lo suficiente para hacerme sentir su presencia, pero no lo bastante para hacerme sentir seguro.
Después de semanas de altibajos emocionales, me prometí a mí mismo que dejaría de buscarlo. No es que quisiera alejarme, pero me estaba cansando de ser el único que siempre daba el primer paso. Si le importaba, si realmente me veía más allá de una simple costumbre, entonces él también tenía que demostrarlo.
Los primeros días de distancia fueron extraños. No me escribió. No me buscó. No preguntó si estaba bien. Nada.
Era como si mi ausencia no le hiciera falta.
Pero luego, poco a poco, comencé a notar pequeñas señales de que algo en él había cambiado.
En clase, cuando creía que yo no me daba cuenta, me miraba. No de esa forma en la que se mira por aburrimiento o casualidad, sino con esa intensidad contenida que delata que alguien está pensando demasiado. En los trabajos grupales, aunque no hablaba directamente conmigo, se aseguraba de sentarse cerca. Incluso su risa, esa que era tan fácil de encontrar cuando estaba con otros, se volvía más apagada.
Quería creer que eso significaba algo. Que, de alguna manera, me extrañaba.
Pero cuando me ilusionaba con esa idea, Joel hacía algo que me recordaba por qué estaba manteniendo la distancia.
Como aquel día, cuando nos tocó estar en la misma mesa en la cafetería. No es que él se haya sentado a propósito a mi lado, simplemente no quedaban muchos lugares disponibles. A pesar de eso, el silencio entre nosotros era casi incómodo. Yo miraba mi bandeja, evitando sus ojos, y él se reía con los demás, ignorándome como si fuera un mueble más del lugar.
Hasta que, de la nada, escuché mi nombre en su voz.
—Valentino, pásame la sal.
No sé por qué, pero ese simple gesto me sacudió. Porque era la primera vez en días que me dirigía la palabra. Porque lo dijo con la misma naturalidad con la que me hablaba cuando todo estaba bien, como si nuestra distancia no existiera, como si todo esto solo estuviera en mi cabeza.
Se la pasé sin mirarlo, fingiendo que no me afectaba. Pero en mi interior, estaba luchando contra la necesidad de preguntarle si en algún momento me había echado de menos.
No lo hice.
Lo que sí hice fue probar algo.
Al día siguiente, me acerqué a conversar con alguien más en su presencia. Nada demasiado evidente, solo una charla casual con un compañero sobre un proyecto. Lo hice a propósito, porque quería ver si reaccionaba, si le importaba que yo estuviera invirtiendo mi tiempo en otra persona.
Y lo noté.
Joel dejó de mirar su teléfono. Sus ojos se desviaron hacia nosotros, aunque fingiera que no estaba prestando atención. Se inclinó un poco hacia adelante, como si quisiera escuchar sin parecer interesado.
Por un momento, casi sentí satisfacción.
Pero la sensación duró poco, porque luego él hizo lo mismo.
Se acercó a una de sus amigas, a esa con la que siempre era más cariñoso. Le dijo algo que la hizo reír, y luego, sin previo aviso, la abrazó. No un abrazo casual, no un gesto de paso. Un abrazo largo, intencional. De esos que él nunca me daba.
Ese fue su mensaje para mí.
Uno que me dolió más de lo que quise admitir.
Porque si bien noté que mi ausencia le hacía falta de alguna manera, también me quedó claro que él jamás lucharía por mí. Que nunca cruzaría la línea que yo tanto deseaba que cruzara.
Esa noche, llegué a casa sintiéndome agotado. No físicamente, sino emocionalmente. Como si todo este tiempo hubiera estado sosteniendo algo pesado sin darme cuenta.
Me tiré en la cama y miré el techo por un tiempo , sintiendo un nudo en la garganta.
¿Cuántas veces más iba a seguir esperando algo que nunca llegaba?
¿Cuántas veces más iba a conformarme con migajas solo porque eran lo único que él estaba dispuesto a darme?
Saqué mi teléfono, lo desbloqueé, y por impulso, abrí nuestra conversación. No hablábamos desde hacía días. Ahí estaban nuestros últimos mensajes, los típicos saludos automáticos, las respuestas vacías.
Quería escribirle.
Quería preguntarle por qué era así conmigo.
Pero me detuve.
Porque esta vez, por primera vez en mucho tiempo, sentí que si le escribía, me iba a traicionar a mí mismo.
Cerré el chat sin mandar nada y respiré hondo.
Esa noche entendí algo que me aterraba:
Joel no tenía que decirme con palabras que yo no era su prioridad.
Lo había demostrado suficientes veces con sus acciones.
Y por mucho que me doliera aceptarlo, tal vez ya era hora de que yo también lo demostrara.