Tora Seijaku es una persona bastante peculiar en un mundo donde las brujas son incineradas, para identificar una solo basta que posea mechones de color negro
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Cristal de Desesperación
La noche transcurrió tranquila en la posada, envuelta en el murmullo del viento que golpeaba las contraventanas. Tora descansó mejor de lo esperado y al amanecer abrió los ojos con un ánimo renovado. Marina, que había dormido en la misma habitación, aún se desperezaba cuando escuchó la voz de Tora.
—Vamos a romper esta piedra.
Marina lo miró en silencio, reconociendo en su tono esa seguridad que rara vez se apagaba. Unos minutos después se encontraba lista. Rebecca decidió acompañar, mientras que Syra prefirió quedarse junto a Meli, asistiendo a la muchacha que aún necesitaba cuidado.
El grupo se dirigió a las afueras del pueblo, donde los muros de piedra quedaban atrás y la tierra se extendía como un manto irregular. Tora cerró los ojos y extendió sus sentidos. Un cosquilleo vibró en su Zifini, una señal inequívoca.
—Por aquí es.
Juntó las palmas y dio un leve aplauso. Ante los ojos atónitos de Marina y Rebecca, el suelo respondió creando una escalera descendente, bien tallada, que conducía a un conducto subterráneo.
—¿No podrías simplemente sacarla? —preguntó Marina, aún impresionada.
Tora negó con la cabeza mientras se acomodaba el cabello.
—No quiero gastar toda mi energía de golpe.
Así comenzó a descender, guiando a las demás por aquella caverna que parecía diseñada a propósito: a pesar de la profundidad, entraba luz a través de grietas superiores, iluminando cada recoveco como si alguien hubiera colocado linternas invisibles.
El aire se volvió pesado cuando llegaron al centro. Allí, incrustado en un lecho pétreo, brillaba el cristal rojizo. La luz pulsaba como un corazón enfermo, emanando ondas de maná corrupto.
Tora se acercó, palpando la superficie rugosa.
—Es demasiado duro para romperlo. Además, ¿cómo podríamos drenar su poder sin liberar más?
Rebecca, con calma inquietante, avanzó hasta el cristal.
—Yo tomaré su color.
Sin esperar aprobación, extendió las uñas y las incrustó en la superficie. Un succionante zumbido llenó la caverna mientras el rojo del cristal se desvanecía, blanqueándose hasta quedar traslúcido como hielo. Rebecca se llevó los dedos a la boca y los lamió con una sonrisa infantil.
—Qué bonito color.
Tora observó con desconfianza. Se agachó, analizando los reflejos. El cristal, aunque despojado de su tonalidad, seguía emitiendo un tenue vapor rojizo.
—Aún sigue emanando maná rojo.
Rebecca alzó los brazos y los dejó caer sobre su cabeza, resignada.
—Bueno, hice lo que pude.
Tora pensó en silencio. Luego, con gesto decidido, comenzó a manipular el terreno bajo el cristal, abriendo un hueco cada vez más profundo.
—Probablemente si lo hundimos, el maná no se expandirá tan fácilmente.
Poco a poco, la piedra fue descendiendo en un lecho de tierra que se volvía barro al contacto. Marina lo notó con sorpresa.
—¿Estás usando mi habilidad para ablandar el fondo y que siga hundiéndose el cristal? Esto es genial.
Tora sonrió con un dejo de vanidad, como si el reconocimiento fuera su alimento más preciado.
—Por supuesto.
El cristal desapareció finalmente bajo capas de lodo y piedra, sepultado por la voluntad de Tora. La caverna recobró cierta calma, aunque la vibración en el aire no se extinguió por completo.
—Estoy apostando —dijo él con voz reflexiva— a que la tierra tiene una capa que absorbe estos males. Deduzco que debió de tardar siglos en formarse algo como lo que acabamos de ver.
Finalmente el cristal termino en un sector bastante bajo junto con los propios dinosaurios, Tora reposa y dice
"terminamos, ¿ya nos retiramos?"
Marina y Rebecca asientan la cabeza
Ya fuera del subterráneo, Tora, Marina y Rebecca decidieron dar un rodeo por el pueblo para ver cómo había cambiado tras la contención del cristal. Las calles aún conservaban un aire pesado, pero se notaba un respiro, como si el lugar hubiera soltado una exhalación largamente contenida.
—Se tardará esta vez unos milenios en liberar su esencia… claro, si llega hasta la superficie —dijo Tora, mirando de reojo hacia la tierra, como si pudiera calcular en su mente la profundidad exacta.
Mientras tanto, en la posada, Syra permanecía al lado de Meli, quien seguía débil en la cama. El silencio de la sala se quebró de pronto: la puerta chirrió y entró una figura envuelta por completo en sombras. Llevaba un sombrero de ala ancha que ocultaba el rostro, y en sus manos brillaban dos dagas con inscripciones antiguas.
La figura se lanzó con violencia hacia Syra. Una luz cegadora emanó de las dagas, obligándola a cubrirse los ojos. Cuando su vista regresó, el atacante ya estaba frente a ella, la hoja casi rozándole el cuello. Syra retrocedió instintivamente, salvándose por un respiro.
El extraño siguió embistiendo con golpes rápidos y mortales, pero Syra, ágil, esquivaba cada intento, su cuerpo respondiendo con la ferocidad del instinto. En un giro, alzó las manos y encendió llamas que se adhirieron al cuerpo oscuro de la figura.
El atacante se retorció, la sombra que lo cubría onduló como humo desgarrado, y con una voz áspera soltó una maldición antes de huir apresuradamente, desvaneciéndose en el callejón más próximo.
—Parece que no tiene nada que lo cubra contra los hechizos de fuego… —susurró Syra, respirando con agitación.
Regresó de inmediato junto a Meli. Fue entonces cuando lo notó: el cabello de la joven había cambiado. Entre sus mechones aparecía ahora un tono rojizo, como si una chispa del mismo maná corrupto hubiera despertado en su interior.
Meli permanecía profundamente dormida, el sudor perlaba su frente, aunque ya no con la intensidad de antes. Syra, atenta a cada detalle, notó que la fiebre había cedido por fin. Aun así, el aire de la habitación se sentía extraño, pesado, como si las paredes mismas guardaran un secreto invisible.
—El maná rojo se esparció por todo el espacio… —murmuró con el ceño fruncido, sintiendo la presión que impregnaba cada respiro.
Las horas pasaron lentamente, hasta que Meli abrió los ojos con un parpadeo cansado. Miró alrededor con cierta extrañeza, como si pudiera ver los rastros invisibles que Syra había percibido
Después de aquello, decidieron hospedarse dos días más en la posada antes de preparar la partida. El aire del pueblo aún estaba impregnado de cierta inquietud, como si las calles recordaran el maná rojo que había recorrido sus entrañas.
Cuando ya estaban a punto de irse, Rebecca ajustaba sus cosas con calma, mientras Tora y Syra se aseguraban de que Meli pudiera viajar sin problemas. De pronto, Marina se adelantó un par de pasos y alzó la voz con firmeza.
—¡Espera! —interrumpió, clavando sus ojos en Tora—. Mi misión ya terminó… llévame con ustedes.