Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: ¿Eres la elegida?
—Yo… ayer bajé al jardín —dijo Rosella, la voz temblorosa, las manos entrelazadas—. Necesitaba aire, y luego vi a la señorita Claudia dejar su móvil sobre la banca. Lo tomé… y escuché todo.
Gabriel levantó la mirada, incrédulo.
—¿Tú… escuchaste? —preguntó con voz grave, incrédula.
—Sí —asintió ella—. Vi cómo lo acosó, cómo lo presionó, y cómo usted la rechazó.
Los ojos de Gabriel se abrieron con impacto. Se recostó en el respaldo del sillón, sintiendo el peso de aquellas palabras.
—Pero… ¿Cómo es que tienes ese móvil ahora?
Rosella bajó la mirada.
—Lo robé —confesó con una mezcla de vergüenza y valentía—. Sé que fue una conducta reprobable, señor, pero pensé que ella planeaba enseñárselo a la señora Julieta. Y no me equivoqué. Esta mañana la señorita Claudia supo que yo tenía el teléfono. Me amenazó. Dijo que lo usaría para chantajearlo… incluso me pidió que me uniera a ella. Me negué. Por eso estoy aquí.
Gabriel la observó con asombro. Aquella chica tenía el rostro sereno, pero en sus ojos había un brillo de miedo y determinación.
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó con voz baja, entre la duda y la curiosidad—. Pudiste haberte hecho su cómplice, Rosella. Pudiste sacarme mucho dinero. ¿Por qué no lo hiciste?
Ella lo miró, confundida, herida por la pregunta. No esperaba que desconfiara tanto.
—Yo… no soy así —respondió con firmeza—. No haría algo para dañar a las niñas, ni a la señora Julieta. Ella ha sido buena conmigo.
Gabriel la miró detenidamente, en silencio.
Por primera vez notó la ternura que irradiaba su rostro, la pureza de sus gestos.
Era demasiado buena, pensó. Tan buena, que resultaba peligroso creer en ella.
—No lo sé, Rosella —dijo con un suspiro hondo, casi amargo—. No me convences. Es demasiado bueno para ser real.
Ella frunció el ceño, dolida.
—¿Qué dice?
—Solo pienso —replicó él, esquivando su mirada— que podrías estar haciendo esto para ganarte nuestra confianza. ¿Y quién sabe…?
—¿Y quién sabe qué? —lo interrumpió ella, indignada—. ¿Quién cree que soy? ¿Por qué actúa así conmigo? ¡No es justo! Piense lo que quiera, señor, pero yo he sido honesta. He tenido una buena acción, y no lo hago por usted, sino por su familia.
Su voz quebró al final. Dio media vuelta y se alejó.
Gabriel se quedó de pie, con el corazón tenso, la mente en guerra consigo mismo.
No le gustaba tratarla así. No era el mismo Gabriel Sanromán de antes: el hombre amable, generoso, justo.
Pero, por alguna razón, sentía que debía mantener la distancia.
Rosella era como una llama que lo atraía y lo amenazaba al mismo tiempo.
***
Pasaron las horas. Rosella cumplió su jornada como si nada hubiera ocurrido.
Preparó la comida, vigiló a las gemelas y esperó, ayudó a Sarah con sus estudios.
Sin embargo, no lograba apartar de su mente la actitud del señor Gabriel.
“¿Por qué desconfía tanto de mí?”, pensó con tristeza.
Julieta, por su parte, había dicho sentirse enferma y prefirió descansar.
Eso encendió en Rosella una preocupación sincera.
“¿Y si está realmente enferma?”, se preguntó mientras observaba a las niñas dormir la siesta.
Cuando el reloj marcó las cinco, Mariela apareció en el pasillo.
—El señor Gabriel la necesita en su despacho —le dijo con tono neutral.
Rosella bajó las escaleras con paso ligero.
Antes de llegar, vio a la señorita Claudia entrando en la biblioteca. Mariela la detuvo con una mano.
—Espere aquí un momento.
Dentro, Gabriel ya la esperaba. La expresión de su rostro era de pura determinación.
—Señorita Claudia —dijo con voz fría, cada palabra como un golpe de martillo—. Mi esposa y yo confiamos en usted. Le dimos trabajo, creímos en su preparación y en su decencia. Pero nos equivocamos.
Claudia parpadeó, descompuesta.
—No entiendo de qué me habla…
—Sí, lo entiende —la interrumpió él, mostrando el móvil con el video—. Lo de ayer fue inconcebible. Pero que además lo grabara para chantajearme… eso es lo más ruin que he visto en mi vida.
Claudia palideció. Las piernas le temblaban.
—Señor Sanromán, yo…
—Omítalo —replicó él con dureza—. No quiero escuchar una sola excusa. Está despedida. No la quiero cerca de mi casa ni de mis hijas. Tendrá su liquidación, su carta de recomendación y nada más. Considérelo un acto de misericordia.
El rostro de Claudia cambió: del miedo al odio.
—Se lo dijo Rosella, ¿verdad? —escupió, los ojos encendidos—. ¡No le crea! Es una víbora. Iba a ayudarme, íbamos a chantajearlo juntas, pero la mocosa cambió de idea. ¿Cree que es un ángel? ¡Es peor que yo!
Gabriel la observó, conteniendo la ira.
—Basta. No invente más. Ella me contó la verdad. Usted la tentó y ella se negó.
Claudia soltó una carcajada amarga.
—Ella lo hizo para quedar bien, para ganarse su cariño. ¡Tenga cuidado, señor Sanromán! Esa muchacha no es lo que parece. Cuando menos lo piense, estará en su cama, devorando su cerebro.
Gabriel llamó al capataz, Fabián, entró en ese instante.
—Fabián, encárgate de esta mujer. Está despedida. No quiero verla nunca más.
Claudia tembló de furia, pero se dejó llevar.
Cuando cruzaba el jardín, vio a Rosella junto a la piscina, doblando unas toallas. La rabia la cegó. Se lanzó contra ella con un grito.
—¡Por tu culpa lo perdí todo, maldita!
Rosella apenas tuvo tiempo de reaccionar.
La mujer la empujó, la golpeó en el rostro, en los hombros. Rosella gritó, intentando detenerla.
Finalmente, logró abofetearla con fuerza.
El golpe resonó en el aire. Claudia se llevó la mano a la mejilla, furiosa, humillada.
—¡Te odio! ¡Te maldigo! Ojalá te vaya mal en la vida —gritó, llorando.
—¡Cállate! —le devolvió Rosella, respirando agitada—. Loca, ve y lanza tus injurias al viento, porque nadie cree en ti.
Claudia chilló y la empujó.
Rosella cayó al agua. Intentó salir, pero un calambre en la pierna la paralizó. Tragó agua, agitó los brazos, pero su cuerpo no respondía.
Gabriel, al escuchar los gritos, corrió hasta la piscina.
Sin dudarlo, se lanzó.
El agua helada lo envolvió mientras nadaba hacia ella. La tomó por la cintura y la sacó de inmediato.
El capataz sacó de ahí a Claudia antes de que hiciera más daño.
En la orilla, la recostó en el suelo.
Rosella abrió los ojos, tosiendo, respirando, entrecortado.
Gabriel la sostuvo en sus brazos, con una mezcla de miedo y alivio. Su rostro duro se ablandó.
Por un instante, la abrazó. Sintió cómo su corazón latía desbocado.
La miró a los ojos, luego a sus labios temblorosos.
Algo dentro de él se quebró.
Su hombría, su deseo, su humanidad, todo despertó al verla así: frágil, pura, viva.
En el balcón, Julieta los observaba.
Su expresión era indescifrable: una mezcla de dolor, y resignación.
—Muy bien, Rosella —susurró con una sonrisa melancólica—. Comencemos con la primera prueba, para saber si realmente puedes ser mi reemplazo en el corazón de mi marido.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!