Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 11
La noche me había dado, al fin, una tregua.
Después del día más agotador de las últimas semanas, había logrado dormir. No era un sueño profundo ni reparador, pero al menos era silencioso. Calor de sábanas y la cabeza apoyada en la almohada sin que el peso del mundo la empujara hacia abajo.
Hasta que lo escuché.
—Alejandra…
Una voz masculina, baja y ronca.
Pero no como las veces anteriores. Esta vez no era seductora.
Era… frágil.
Abrí los ojos de golpe y me incorporé, llevando instintivamente la sábana al pecho.
Solo tenía puesto el camisón largo que usaba para dormir. No era transparente, pero tampoco daba lugar a visitas inesperadas.
La tenue luz azulada de la luna se filtraba por la ventana, proyectando una sombra alta y delgada en el umbral de la habitación.
Tardé un segundo en reconocerlo.
—¿Damián? —pregunté, con la voz rasposa de recién despierta—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Estaba sentado en su silla de ruedas, detenido frente a mi cama como una aparición silenciosa. Con los ojos entrecerrados, el rostro pálido y su respiración agitada.
—No… no me siento bien —dijo, casi en un susurro.
Me tensé al instante.
—¿Estás bromeando? Porque si esto es otro de tus jueguitos para verme a media noche…
—No… —dijo, sin siquiera mirarme—. No estoy… bien.
Su voz.
Su mirada.
Algo no cuadraba.
Lo observé con más atención, dejando que mis ojos se adaptaran a la luz de la luna. Su frente brillaba de sudor, su cabello estaba pegado a la piel, y su respiración era errática.
La arrogancia habitual en él había desaparecido. Solo quedaba el rastro de un hombre agotado… y enfermo.
Salté de la cama sin pensarlo dos veces.
—¿Dónde te duele? ¿Qué sientes?
No respondió. Su mirada estaba perdida, como si no pudiera enfocar bien. Toqué su frente con la palma de la mano y sentí el calor ardiendo bajo su piel. Su cuerpo temblaba levemente.
—Estás hirviendo.
Agarré la silla con ambas manos y la giré en dirección a la puerta. Él no opuso resistencia. Ni una palabra. Solo se dejó llevar.
Los pasillos de la mansión parecían más oscuros a esa hora. El eco de las ruedas sobre el suelo era casi siniestro.
A mitad de camino, una voz nos detuvo.
—¡Ale! ¿Qué pasa?
Era Mateo. Estaba saliendo de una de las habitaciones del ala médica, con el cabello revuelto y una linterna en la mano.
—Tiene fiebre alta y está desorientado. Tenemos que atenderlo ya.
Mateo asintió, dejó todo y se puso al lado de la silla mientras empujábamos juntos hacia la habitación de Damián.
Una vez allí, encendimos las luces y lo ayudamos a subir a la cama. Le retiramos la camisa empapada en sudor y revisamos rápidamente las heridas.
Una de ellas… tenía el enrojecimiento y la hinchazón que no queríamos ver. Una infección.
—Lo sabía —murmuré, mordiéndome el labio—. Maldita sea. Fue la incisión del costado… la más profunda.
—Hay que limpiarla de inmediato. —Mateo ya tenía guantes puestos.
—Y hay que administrarle antibióticos intravenosos.
Con rapidez, conectamos el suero, ajustamos el flujo, desinfectamos la zona y comenzamos a drenar la herida con sumo cuidado. Él se quejaba en voz baja, pero seguía sin hablar claramente. Era como si estuviera atrapado entre el delirio y la conciencia.
—Está delirando —confirmó Mateo, observando sus ojos nublados—. ¿Ves cómo no sigue el estímulo? Tiene que haber tenido fiebre desde hace horas.
—Y no dijo nada. Porque claro… es Damián Reginald. Prefiere morirse a admitir que necesita ayuda.
Pero tambien una punzada de culpa se alojo en mi pecho. No quise revisarlo el dia de hoy porque estaba demasiado enojada por lo que hizo y es debido a mi negligencia que ocurrio esto.
Hice a un costado esos pensamientos por ahora y una vez que terminamos de limpiar y asegurar la zona, lo tapé hasta el pecho y lo dejé en posición semi sentada para facilitarle la respiración. Su rostro seguía pálido, pero ya no temblaba tanto.
—Voy a quedarme —dije, sin pensar.
Mateo me miró, sorprendido.
—¿Toda la noche?
Asentí.
—Quiero monitorear su fiebre cada media hora. Si sube dos décimas más, vamos a tener que hacerle un cultivo y subir la dosis.
—Está bien. Me quedare contigo entonce.
—No. —Lo miré con firmeza—. Yo me quedo. Ve tú a descansar un poco. Si necesito ayuda, te llamo.
Mateo dudó unos segundos. Luego asintió.
—De acuerdo.
—Gracias —dije, con una pequeña sonrisa.
Cuando se fue, me quedé sola en la habitación con Damián.
Con la luz tenue del monitor pitando suavemente y él… dormido, o casi.
Me senté en la silla junto a su cama, crucé los brazos sobre el respaldo y apoyé la frente contra ellos.
No entendía por qué me afectaba tanto.
No solo el beso o la tensión. Era esto.
Este hombre enfermo, débil, roto… que aún así se las arreglaba para invadir mi mente como si tuviera derecho a estar allí.
Acaricié su muñeca con dos dedos. La piel seguía caliente, pero no ardía.
Buen signo.
—No te mueras —susurré, sin saber por qué lo decía así, en voz tan baja—. No ahora. No después de tanto.
Él se movió levemente y sus labios temblaron.
—Ale… jan…
Me quedé inmóvil.
Pero no volvió a hablar.
Me acomodé en la silla, con la mirada fija en su rostro.