Elena lo perdió todo: a su madre, a su estabilidad y a la inocencia de una vida tranquila. Amanda, en cambio, quedó rota tras la muerte de Martina, la mujer que fue su razón de existir. Entre ellas solo debería haber distancia y reproches, pero el destino las ata con un vínculo imposible de ignorar: un niño que ninguna planeó criar, pero que cambiará sus vidas para siempre.
En medio del duelo, la culpa y los sueños inconclusos, Elena y Amanda descubrirán que a veces el amor nace justo donde más duele… y que la esperanza puede tomar la forma de un nuevo comienzo.
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Capítulo 2
POV ELENA.
No esperaba que la respuesta fuera inmediata. Solo habían transcurrido unas pocas horas desde que envié mi correo, y aún sentía en mi cuerpo esa mezcla de adrenalina y temor que me dejó la mala noche. A la mañana siguiente, mientras me encontraba en la cafetería del hospital, tratando de despertarme con un café diluido que parecía más agua tibia con un ligero aroma a café, mi teléfono vibró sobre la mesa.
Miré la pantalla. Era un número desconocido. Dudé un momento antes de contestar.
—¿Elena Vargas? —preguntó una voz femenina, formal y firme.
—Sí, soy yo.
—Estamos respondiendo a su solicitud para el proceso de gestación subrogada. Hay una entrevista disponible hoy a las cinco. ¿Puede ir?
Sentí una extraña sensación en la espalda, como si el tiempo se detuviera por unos segundos.
—Sí… claro —respondí, intentando que mi voz no delatara la tensión en mi garganta.
—Perfecto. La cita es en la Torre Central, en el piso dieciocho. Por favor, traiga su documento de identidad y, si es posible, su historial médico.
Colgó sin proporcionar más información. No dijo “gracias por postular”, ni “nos vemos luego”. Tampoco mencionó nombres ni quiénes serían las personas que me recibirían. Eso… me ponía ansiosa. En mi mente, imaginaba rostros desconocidos, afilados, vestidos con trajes que costaban más que un año de mi sueldo, personas acostumbradas a tener el control y a tomar decisiones.
Pasé el resto del día con un nudo en el estómago. El reloj parecía moverse más rápido de lo habitual, y cada vez que pensaba en la entrevista, un frío intenso me subía por el pecho. Le dije a mamá que tenía “otra entrevista de trabajo”, cuidando de no mirarla mucho para que no notara en mis ojos lo que no quería decirle por ahora. Ella, con esa sonrisa cansada que siempre ocultaba su dolor, me deseó suerte. Me dolió porque sentí que, si supiera la verdad, no me permitiría ir.
A las cuatro y cuarto ya me encontraba frente a la Torre Central. El edificio se alzaba como un enorme espejo que reflejaba una imagen distorsionada del cielo gris. Cristal y acero, recto, frío y perfecto. La entrada estaba vigilada por un guardia que parecía más una barrera humana que una persona.
—Identificación —pidió, sin mostrar sorpresa alguna.
Revisó una lista, me devolvió el documento y me indicó el camino. El ascensor subió tan rápidamente que tuve que apoyarme en la pared para no perder el equilibrio; sentí que dejaba mis pies atrás en la planta baja.
Cuando las puertas del dieciocho se abrieron, lo primero que percibí fue el aroma. No era el olor sintético de un ambientador barato, sino un leve perfume de flores frescas, como si alguien hubiera traído un ramo esa mañana. La recepción era amplia y tranquila, con un enorme ventanal que ofrecía una vista de la ciudad desde lo alto, dándole un aspecto de maqueta.
Una mujer con el cabello recogido en un moño impecable, vestida con un traje oscuro y una sonrisa controlada se acercó a mí.
—Buenas tardes, ¿Elena Vargas? —inquirió.
—Sí.
—Por este lado, por favor.
La seguí por un corredor alfombrado que suavizaba el sonido de mis pasos, hasta llegar a una sala de reuniones. Allí, sentadas una frente a la otra, había dos mujeres que parecían venir de mundos muy distintos.
La primera llevaba un traje gris oscuro, su cabello castaño recogido en una coleta alta, con una mirada firme, casi cortante. Sus movimientos eran precisos, como si pensara cada gesto. La otra mujer lucía un vestido color crema, con el cabello suelto cayendo sobre los hombros, y una expresión suave que contrastaba con la rigidez de su compañera.
Me quedé de pie, sintiéndome incómoda, hasta que la mujer del traje se levantó.
—Buenas tardes, soy Amanda —dijo, extendiendo la mano. Su voz sonaba segura, sin ningún indicio de duda.
—Y yo soy Martina —agregó la otra, estrechando mi mano con calidez—. Siéntate, por favor.
La entrevista inició de inmediato. Amanda asumió el control, haciendo preguntas rápidas y directas: salud, antecedentes médicos, cirugías, alergias, rutinas diarias. Me limité a responder sinceramente, tratando de ocultar mi incomodidad. Martina, en cambio, hacía preguntas más personales: si estudiaba, si tenía pareja, qué me impulsaba a postularme.
Me mordí el labio antes de responder, pero finalmente dije la verdad:
—Mi madre está muy enferma. Necesita una cirugía costosa y esto podría salvarla.
Martina desvió la mirada por un instante y asintió lentamente, mostrando una comprensión genuina. Amanda me observó con atención, como si analizara cada una de mis palabras.
Luego entró un médico. Tenía un pequeño maletín y una actitud profesional. Me tomó la presión arterial, midió mi estatura y peso, y me hizo preguntas básicas sobre mi salud. Todo transcurrió con una rápida eficiencia que me dejó con la sensación de estar en medio de un procedimiento bien organizado.
Cuando el médico se fue, Amanda tomó una carpeta gruesa y la puso delante de mí.
—Este es el contrato. Léelo despacio.
Empecé a hojear el documento. Las letras se volvían cada vez más pequeñas. Había cláusulas sobre privacidad total, cuidados de salud, dieta rigurosa, citas necesarias y un traslado temporal en los últimos meses de la gestación. Todo estaba detallado, incluso la cantidad de consultas médicas por semana. El monto total estaba claramente especificado, junto con la forma de pago: un adelanto al firmar, pagos mensuales para mis gastos, y el resto al momento de entregar al bebé.
Martina se acercó un poco más a mí, hablando en voz baja:
—No estarás sola en ningún momento. Contarás con el apoyo médico y todo lo que necesites.
Mis ojos se fijaron en la cantidad del adelanto. Con ese dinero podría costear la operación de mi mamá. No en unas semanas. No en un futuro incierto. Ahora.
Amanda señaló la última parte del texto.
—Si estás de acuerdo, podemos firmar hoy mismo.
Sentí mi corazón latiendo fuertemente en mi pecho. En mi mente, la imagen de mamá en la cama del hospital se volvió tan clara que tuve que mirar hacia abajo para no romperme. Respiré profundamente, tomé la pluma y firmé.
Amanda y después Martina también pusieron su firma. Una mujer entró en silencio y puso un sobre pesado frente a mí. Su peso parecía más que lo que pensé, como si en su interior hubiera no solo dinero, sino una decisión definitiva.
—Este es el primer pago —comentó Amanda—. El resto se entregará según lo acordado.
Casi no recuerdo qué más se dijo después. Salí de la Torre apretando el sobre contra mi pecho, como si pudiera escaparse si lo soltaba ni un segundo.
Tomé un taxi y, en cuanto la puerta se cerró, no pude evitarlo: abrí el sobre. Los billetes estaban perfectamente organizados, nuevos, con ese olor único a papel y tinta. Los conté una vez. Luego otra, sin poder creer lo que veía.
Llegué al hospital y fui directamente a la ventanilla de pagos. La recepcionista me miró con sorpresa cuando puse el dinero sobre el mostrador.
—Quiero pagar la operación de mi madre. Hoy.
Firmé documentos, recibí los comprobantes, y cuando finalmente me senté en la sala de espera, sentí que todo en mi vida había cambiado en pocas horas. No estaba segura de lo que vendría después, pero esa noche me dormí con la confianza de que mamá tendría una nueva oportunidad para luchar.