En las calles vibrantes, pero peligrosas de Medellín, Zaira, una joven brillante y luchadora de 25 años, está a tres semestres de alcanzar su sueño de graduarse. Sin embargo, la pobreza amenaza con arrebatarle su futuro. En un intento desesperado, accede a acompañar a su mejor amiga a un club exclusivo, sin imaginar que sería una trampa.
Allí, en medio de luces tenues y promesas vacías, se cruza con Leonardo Santos, un hombre de 49 años, magnate de negocios oscuros, atormentado por el asesinato de su esposa e hijo. Una noche de pasión los une irremediablemente, arrastrándola a un mundo donde el amor es un riesgo y cada caricia puede costar la vida.
Mientras Zaira lucha entre su moral, su deseo y el peligro que representa Leonardo, enemigos del pasado resurgen, dispuestos a acabar con ella para herir al implacable mafioso.
Traiciones, secretos, alianzas prohibidas y un amor que desafía la muerte.
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Capitulo 6
El rostro de una desconocida la miraba desde el cristal empañado del baño.
Cabello enredado y opaco como si hubiese absorbido el humo y el sudor de la noche. El maquillaje se había deslizado por sus mejillas en gruesas líneas negras que parecían cicatrices recientes. Los labios estaban amoratados, partidos en las comisuras. Y los ojos… los ojos eran un pozo seco, hinchados, rojos, desprovistos de brillo. Vacíos.
Zaira parpadeó una vez. Dos. La imagen no cambió. No se reconocía.
Y quizás, en el fondo más oscuro de su alma, ya no quería hacerlo.
No había dignidad en esa piel que se sentía prestada. Ni orgullo en ese cuerpo que había usado como moneda. Solo una sensación punzante en el pecho, como si un puño invisible apretara su corazón, impidiéndole respirar con normalidad.
Con movimientos lentos, casi rituales, guardó el dinero.
Billetes nuevos. Los dobló con precisión quirúrgica, como si ese acto mecánico pudiera evitar que las manos le temblaran.
No lo hizo por orgullo. Tampoco por resignación. Lo hizo por necesidad.
Por una madre enferma que tosía en las madrugadas mientras disimulaba el dolor con una sonrisa.
Por una renta que ya acumulaba dos avisos de corte.
Por un semestre universitario que aún debía y del que no quería renunciar.
El peso del dinero en su bolso era nada comparado con el que sentía en el alma.
Al cruzar la puerta, la ciudad la recibió con su indiferencia habitual. Nadie preguntó a dónde iba. Nadie la miró dos veces. A nadie le importaba. Las calles aún dormían, tibias por el aliento de la madrugada que se iba apagando. El cielo comenzaba a aclarar con un tono pálido, casi enfermizo, como si incluso el amanecer tuviera resaca.
El sol, ese juez cruel, comenzaba a escalar sobre los edificios, iluminando todo con una claridad que no perdonaba. Exponía las ojeras, los pasos inseguros, la mugre entre las uñas. Era el tipo de luz que no dejaba lugar para esconderse.
El aire fresco le azotó el rostro como una bofetada.
Por un segundo, sintió el impulso de correr.
Correr hasta que le dolieran los pies.
Hasta que las lágrimas se secaran.
Hasta que pudiera dejar atrás la noche.
Pero no lo hizo.
Solo caminó. Un paso. Otro.
Cada paso la alejaba de la Zaira que había sido.
Y la empujaba peligrosamente hacia la que jamás quiso ser.
Unos minutos después, un taxi la dejó en una esquina lejana, lejos de su calle, lejos de las miradas acusadoras de las vecinas del barrio. No podía permitirse otro rumor. No podía ser otra "Tatiana".
Pagó con un nudo en la garganta. El chofer ni siquiera la miró. Solo arrancó y desapareció en la neblina del amanecer.
Pasó desapercibida.
Como un fantasma que caminaba por un mundo que ya no le pertenecía.
Frente a la puerta de su casa, sus manos temblaban al meter la llave.
El metal giró con un leve clic, casi imperceptible… pero el sonido le retumbó en el pecho como un disparo.
Zaira entró en puntas de pie, abrazando su bolso contra el pecho como un escudo. El aroma a café recién hecho y pan tostado flotaba en el aire como una promesa de hogar… pero en ella solo generó una punzada de culpa.
—¿Zaira? —La voz dulce y ronca de su madre llegó desde la cocina.
Zaira cerró los ojos por un instante, respirando hondo.
—Sí, mamá —respondió, forzando una entonación ligera que no sentía.
Su voz sonó hueca, como si viniera de otra persona.
La figura de su madre apareció en el marco de la puerta. Llevaba su bata floreada, el cabello en un moño desordenado y los ojos cansados por una noche de insomnio.
—¿Dónde estabas, mi niña? Me preocupé al ver que no volvías…
Zaira evitó mirarla.
El nudo en su garganta ardía como fuego.
—Salí con Tatiana. Fuimos a una fiesta. Solo quería distraerme un poco —mintió con la suavidad de quien ha practicado esa línea muchas veces en su mente.
Su madre suspiró, y le acarició la mejilla con ternura.
Sus manos eran frías, pero el gesto era cálido.
—Eres joven, Zaira. Está bien que te diviertas, que vivas… —dijo con voz apagada, llena de sueños frustrados y años de sacrificios—. Solo... avísame la próxima vez, ¿sí?
Zaira asintió, mordiendo el interior de su mejilla para no llorar.
—Lo haré…
Y se marchó, subiendo las escaleras con prisa, con el cuerpo tenso, con la sensación de estar dejando un rastro tras ella. Un rastro de algo roto, invisible pero persistente.
Al cerrar la puerta de su habitación, el silencio cayó como una lápida.
Dejó caer el bolso.
Apoyó la espalda contra la madera y se deslizó hasta el suelo.
Se abrazó las rodillas, conteniendo los gritos que le ardían en el pecho.
Pero no lloró.
Aún no.
Se levantó y caminó al baño como un autómata.
Se quitó la ropa, prenda por prenda, con manos torpes. La blusa olía a perfume masculino. La falda tenía una mancha que no quiso mirar dos veces. El sujetador le raspaba la piel.
El agua de la ducha comenzó con un chorro helado, cortante.
Tembló.
Después, la calidez la envolvió como un falso consuelo. Se metió bajo el chorro, dejando que el agua cayera como lluvia purificadora.
Pero no había limpieza para lo que sentía.
No había jabón que lavara la vergüenza.
El maquillaje se deslizó por su rostro como tinta negra.
El agua le lamía la piel, la golpeaba, la abrazaba.
Y entonces lloró. No un llanto suave, silencioso.
No.
Lloró con el alma. Con los huesos. Con las entrañas.
Los sollozos salieron como espasmos, como relámpagos de dolor. Se abrazó a sí misma bajo el agua, temblando. El vapor empañó las paredes, como si el baño entero quisiera ocultar su dolor.
Quiso gritar. Quiso golpear las paredes. Quiso desaparecer. Arrancarse la piel. Volver al tiempo en que aún soñaba con salvarse a través del estudio, del esfuerzo, de su fe.
Pero solo pudo llorar.
Y así lo hizo, hasta que el agua se volvió tibia, luego fría, y su cuerpo quedó exhausto, encogido en la esquina de la regadera.
Como si pudiera volver a ser Zaira. Pero ya no sabía quién era.