“El heredero del Trono Lunar podrá gobernar únicamente si su alma está unida a una loba de sangre pura. No mordida. No humana. No contaminada.”
Así empezaron siglos de vigilancia y caza, de resguardo y secreto. Muchos olvidaron la razón de dicha ley. Otros solo recordaban que no debía ser quebrantada.
Sin embargo, la diosa Luna, que había decidido el destino de Licaón y de aquellos que lo siguieron, seguía presente. Miraba. Esperaba. Y en silencio, tejía una nueva historia.
Una princesa nacida en un lugar llamado Edmon, distante de las montañas donde dominaban los lobos. Su nombre era Elena. Hija de una mujer sin conocimiento de que provenía del linaje de la Luna. Nieta de una mujer que había amado a un hombre lobo y había mantenido su secreto muy bien guardado en su corazón. Elena se desarrolló entre piedras, rodeada de libros, espadas y anhelos que no eran aceptados en la corte. Era distinta. Nadie lo comprendía plenamente, ni siquiera ella misma.
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CAPÍTULO 1 – El Trono Espera.
KAEL REY ALFA.
El viento soplaba con fuerza en las montañas de Occidens, levantando remolinos de hojas secas y anunciando el final del otoño. Desde las almenas del castillo, Kael contemplaba el horizonte con mirada tranquila, aunque su corazón estaba inquieto. Bajo la armadura, su pecho se sentía pesado. Sabía que había llegado el momento.
Había dedicado años a prepararse para el liderazgo, pero las viejas tradiciones no le permitían reclamar el Trono Lunar hasta que encontrara a su compañera: una loba de linaje puro. Una conexión de alma. Una unión marcada por la diosa Luna.
Sin embargo, hasta ese instante, no había sentido nada. Ese era el dilema que lo carcomía.
Pocos días antes, su abuelo, el poderoso León de Occidens, lo había citado al salón del trono. El anciano, imponente incluso en su vejez, lo miró con ojos que habían presenciado siglos de guerras y pactos rotos.
—No puedes gobernar solo, Kael —dijo con gravedad—. Sin ella, tu sangre será fuerte, pero tu alma quedará incompleta. Y un rey incompleto. . . es un riesgo que no podemos afrontar.
Kael no discutió. Desde su infancia, sabía que el deber estaba por encima del deseo. Había aprendido a obedecer, a luchar y a esperar su destino.
Esa misma noche partió con un grupo reducido: cinco guerreros leales, hermanos en la lucha, lobos como él. Derek, su beta y amigo de la infancia, lideraba el grupo. Cruzaron los fríos caminos del norte, dejando atrás la seguridad del castillo y la calidez del hogar. Su destino era el reino de Tharnes, donde una de las antiguas familias de licántropos de sangre pura había criado a su hija como candidata al trono.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Derek mientras cabalgaban por un sendero cubierto de escarcha—. Esa familia es conocida por su ambición.
—No tenemos opción —respondió Kael sin apartar la vista del camino—. Si la diosa no me guía hacia otra, debo intentarlo.
El castillo de Tharnes se veía entre colinas como una joya oscura. Torres de mármol rojo, estandartes dorados y fuentes decoradas con estatuas de lobos danzantes. Todo parecía excesivo, una muestra de poder más que de tradición.
Los recibieron con ceremonias y banquetes. Músicos tocaban melodías solemnes, nobles se inclinaban y los sirvientes traían bandejas rebosantes de carne asada, frutas exóticas y vinos espumosos. Pero Kael se sentía ajeno a todo eso.
Fue en esa primera cena que la vio.
Lady Maurell.
Hija del monarca de Tharnes. De sangre noble. Destacada por su atractivo y habilidades. Poseía una figura elegante, un rostro perfectamente moldeado y ojos verdes como la selva vibrante. Su cabello, negro como la oscuridad, caía en suaves ondulaciones hasta su cintura. Caminaba con la confianza de alguien que sabe que todos la observan. Pero, a pesar de esto. . . Kael no sintió nada.
Nada. Ni un leve latido en su corazón. Ni un sonido de Kan, su lobo interno, solo manifestó una sutil molestia, como si su presencia en vez de agradarle lo incomodara, cuando esta se le acerco su olor lo hizo retroceder.
—Mi lord Kael —dijo ella, haciendo una inclinación con cortesía bien medida—. Es un privilegio tenerlo finalmente con nosotros.
—El privilegio es mío, Lady Maurell —respondió Kael, devolviendo la reverencia, pero se mantuvo distante.
Durante los días siguientes, Maurell hizo esfuerzos por captar su atención. Asistía a las sesiones de entrenamiento, organizaba paseos privados y le enviaba regalos a sus aposentos. Cada frase que decía era cuidada, cada sonrisa intencionada.
—¿Te gusta el castillo? —le preguntó una tarde mientras paseaban por los jardines.
—Es… diferente —respondió Kael, observando los arbustos cortados en forma de lobos.
—Lo diferente puede ser positivo —Dijo acercándose peligrosamente—. A veces, un poco de lujo ayuda a olvidar las responsabilidades.
Kael la miró por un momento. Sus ojos eran bellos, pero no provocaban nada en él. No había conexión. Ninguna señal.
—Las responsabilidades no se olvidan. Se llevan a cabo —declaró.
Esa noche, todo se volvió caos.
Kael estaba en su habitación, revisando un viejo mapa de caminos que lo llevarían más allá de las fronteras. Estaba sin camisa, y la luz de la luna iluminaba su torso. Sus pensamientos vagaban lejos, cuando la puerta se abrió de repente.
Maurell entró. Llevaba una bata de seda negra, suelta y reveladora. Estaba descalza, sus labios pintados de rojo y una sonrisa provocativa.
—He venido a conocerte mejor —susurró, cerrando la puerta detrás de ella.
Kael permaneció inmóvil.
—Tenemos un vínculo, Kael. Lo sabes. Todos lo saben. Vas a ser rey, y yo puedo ser tu reina, tu luna.
Se acercó y puso una mano sobre su pecho. Su piel era cálida, pero su contacto le dio un frío.
—Podríamos empezar ahora. . . si así lo deseas —susurró, acercando su rostro al de él.
Kael le tomó la muñeca. No con rudeza, pero sí con firmeza.
—No vuelvas a hacer esto —habló en un tono serio—. No eres mía, ni yo soy tuyo. Y si alguna vez lo fuéramos, no sería de esa manera.
Ella se apartó, ofendida. Fingió sorpresa, pero sus ojos mostraban un orgullo herido.
—¿No soy suficiente para ti? ¿No soy lo que esperabas?
Kael retrocedió.
—No es eso. Simplemente, no eres ella.
La dejó allí. Salió de la habitación sin mirar atrás.
Esa misma noche, antes de que el sol saliera, Kael y sus hombres se marcharon. No dejó ni una nota ni una explicación. Solo dejó una rosa negra —que representaba a Occidens— marchita sobre la mesa.
Al enterarse de esto, el rey de Tharnes vociferó el nombre de su hija, lleno de furia. Comprendía lo que esa rosa significaba: una gran humillación. El agravio al heredero de Occidens podría tener graves consecuencias. Castigó a su hija por su osadía y ordenó que se enviaran regalos al castillo del Lobo Supremo como acto de disculpa.
Mientras tanto, Kael avanzaba a caballo bajo la luz de la luna. Derek se acercó a él, rompiendo el silencio nocturno.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ahora, continuamos —respondió Kael—. Ella no está aquí. . . pero sí en algún lugar. Kan lo sabe.
—¿Y si nunca se presenta?
Kael levantó la vista al cielo. La luna resplandecía intensamente, como si lo estuviera escuchando.
—Se presentará —susurró—. Y cuando lo haga, no tendré que buscar señales. La percibiré… como si siempre hubiera estado a mi lado.