Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 19 – Voces del Pasado
La noche había caído pesada sobre Toronto, pero los motores rugían por las calles desiertas cuando Theo siguió con su gente. Tres SUVs negros, cristales oscuros, avanzaban por la zona industrial de la periferia. La oscuridad solo era cortada por los faros que se deslizaban por los galpones abandonados, lugares que olían a óxido y desesperación.
A su lado, en el asiento delantero, Nikos mantenía la mirada fija en el GPS y en las anotaciones que llevaba. Las pistas los habían llevado hasta allí, registros falsos, llamadas interceptadas, rastros de dinero sucio. Todo apuntaba a un depósito de autopartes, fachada antigua para ocultar algo mucho peor.
—Don… —dijo Nikos, en voz baja, casi como si temiera que las paredes oyeran— Este es el lugar. Usaron camiones para mover personas. El cautiverio está en el subsuelo.
Greco no respondió. Solo movió la mirada hacia el edificio de enfrente, una estructura gris, con letrero desteñido y ventanas hechas añicos. El viento silbaba entre las rendijas, trayendo el olor a aceite quemado y moho.
—Vamos a entrar. —ordenó, la voz grave, cortante como cuchillo.
Los hombres desembarcaron rápido, formando un semicírculo alrededor de la entrada. Theo fue el primero en avanzar. Sus pasos resonaban firmes sobre el suelo agrietado. Cada fibra del cuerpo le decía que allí había más que hierro viejo. Había recuerdos, gritos, fantasmas.
En el interior, el aire era pesado. Las estanterías cargaban piezas oxidadas, neumáticos gastados, motores desmontados. Pero detrás del mostrador, escondida bajo una lona oscura, había una puerta de hierro. Nikos tiró de la palanca y el óxido gimió.
La escalera que descendía era estrecha y olía a podredumbre. Theo fue delante, cada paso lento, calculado. Al fondo, un pasillo. Las lámparas estaban rotas, pero las paredes aún guardaban rastros de pintura roja. Mensajes escritos a toda prisa, borrados por la humedad. Algunos en ruso, otros en inglés. Todos cargados de odio.
Uno de los guardias alzó la linterna, revelando más. Sillas rotas, cadenas sueltas, manchas oscuras en el suelo. Restos de instrumentos de tortura improvisada, cables eléctricos, trozos de madera, incluso alambres retorcidos.
Y en el rincón, casi oculto, un estuche de violín destrozado.
Theo se detuvo. Su mirada se posó sobre el objeto como si hubiera encontrado una pieza de un rompecabezas que no quería resolver. El silencio fue absoluto hasta que pasos leves resonaron detrás de él.
Era Naya.
Había insistido en ir, incluso contra la orden inicial. Theo no quería exponerla, pero la determinación silenciosa de ella fue más fuerte que sus protestas. Ahora, ante la escena, vio cómo su cuerpo se estremecía.
Naya se arrodilló lentamente frente al estuche roto. Los dedos le temblaron cuando tocaron el cuero rasgado, como si cada fibra guardara una cicatriz. Los ojos se le humedecieron y un sollozo se escapó antes incluso de que pudiera hablar.
—Yo… yo tocaba el violín. —susurró, casi sin aire— Antes de todo.
Su voz resonó por el pasillo, frágil, pero devastadora.
Theo la observaba en silencio, la mandíbula rígida. No había armas capaces de producir el dolor que ese recuerdo le causaba.
—Mi padre… él me dio mi primer violín cuando tenía ocho años. —continuó, la mano acariciando el estuche destrozado— Tocaba en las fiestas pequeñas del pueblo, luego en recitales. Era la única vez que me sentía libre. —Cerró los ojos y las lágrimas corrieron— Cuando me trajeron aquí… rompieron mi violín delante de mí. Dijeron que nunca más sería nada.
Theo respiró hondo, pero el aire pareció fuego quemándole los pulmones. Cada palabra de ella era una sentencia que Vladimir y Volkov habían escrito a la fuerza.
Naya alzó el rostro, las lágrimas brillando en el reflejo de la linterna.
—Pensé que nunca más sería gente. —confesó, la voz rasgando el silencio.
Hubo un instante en que el mundo se detuvo. Nikos bajó la mirada, los guardias se apartaron con respeto. Todo el pasillo parecía inclinarse ante su confesión.
Theo dio un paso al frente. Se acercó sin prisa, sin ruido. Se arrodilló ante ella, ignorando el polvo, los trozos de hierro. Y cuando habló, la voz salió en griego, baja, íntima, como una oración que solo ella debía oír:
—Θα σου επιστρέψω τη ζωή… ακόμα κι αν πρέπει να αιμορραγήσω γι’ αυτό. (Voy a devolverte la vida… aunque tenga que sangrar por ello).
Sus ojos se fijaron en los de él, como si buscaran una traducción al idioma que desconocía. Y lo que vio fue a un hombre que ya había derramado sangre de enemigos, pero que ahora prometía derramar la suya propia, si era necesario.
El silencio entre ellos ya no era vacío. Era vínculo. Era lazo.
Nikos carraspeó, rompiendo el momento.
—Don… —dijo, cauteloso— Encontramos más registros. Listas de números, como la “mercancía 717”. Hay más nombres. Más mujeres. Este lugar fue usado durante meses.
Theo se incorporó despacio, ayudando a Naya a levantarse. Sus dedos aún temblaban, pero la mano quedó entrelazada con la de él por unos segundos antes de que ella se retirara, avergonzada.
—Quemen este lugar. —ordenó, la voz dura— Quiero cada pared en cenizas antes del amanecer.
Nikos asintió y dio las instrucciones.
Theo se volvió hacia Naya, que permanecía inmóvil, mirando el estuche roto.
—No necesitas mirar atrás. —dijo, firme— Te robaron la música. Pero no voy a permitir que te roben a ti.
Naya respiró hondo. El pecho aún le jadeaba, pero había algo nuevo en su mirada, no solo dolor. También la chispa de quien, por primera vez en años, cree en la posibilidad de recuperar lo que le fue arrebatado.
Cuando salieron del depósito, el cielo empezaba a clarear. El frío de la madrugada cortaba como navaja, pero Theo sentía el calor de la promesa hecha ardiéndole todavía en el pecho.
No era un hombre de palabras. Era un hombre de actos. Y había jurado ante ella: le devolvería la vida, aunque sangrara hasta el final por ello.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!